Los cubanos que utilizan condones para pescar
Alberto y su particular forma de pescar con condones

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Los cubanos que utilizan condones para pescar

En Cuba, los condones no son solo para tener sexo.

Alberto ya está un poco entrado en años para apoyar sus dos manos en el muro del malecón, tomar impulso y pasar por el costado de su torso una pierna primero, la otra después y levantarse y ver el mar tendido que bordea La Habana.

Ahora le deja eso a Luis, su hijo de 18 años, que es ágil como un gato y que le dice "papá quédate allá abajo preparando los carretes e inflando los condones que yo me ocupo de lo otro acá arriba".

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Luis, trepado en el muro, toma la vara de pescar y comienza a tensar la pita. Alberto a sus 55 años, lo mira, saca una bolsa de nylon y de ella: tres cajas de condones. Las abre y deja los preservativos a la intemperie.

Luis se tira de un brinco del muro y sus chancletas suenan como bomba. Saca de un cubo plástico con agua una diminuta picúa del día anterior y comienza a desguazarla minuciosamente. La abre al medio con un cuchillo de Rambo y la pica en pedazos.

Luis y Alberto.

A su lado, Alberto ya infla el primer condón y se lo enreda en un dedo. Luego otro y luego otro hasta tener las manos y la boca brillosa de lubricante y levantar con la mano izquierda un yaquis inflable de seis puntas que se lo pasa a Luis y este lo enrolla en el hilo de pescar antes de lanzarlo a la negrura del mar.

Son las 3:39 de la madrugada en el malecón habanero. Lo único que se escucha en la ciudad son los bramidos del mar cuando abraza los arrecifes. Alberto y Luis, padre e hijo, han cambiado la noche por el día.

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Alberto y Luis viven en una casita pequeña a varios kilómetros del malecón en el municipio del Cerro y desde hace dos años y medios vienen todos los días a pescar. No fallan.

Antes de salir de casa, sobre las 10PM, van al cuarto, corren la cortina de tela y Alberto besa a su esposa y Luis a su madre. Mercedes, que es como se llama la señora, está gravemente enferma y una de las pocas cosas que puede comer es pescado fresco. Los médicos no le dan mucho tiempo de vida.

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"La vida suele ser cruel. Mercedes era súper sana y de un día para otro se enfermó y todo cambió. Tuve que dejar el trabajo para cuidarla y para que el niño pudiera terminar el tecnológico y tuviera un título", dice Alberto con la espalda recostada al muro.

"Yo no sabía nada de la pesca, pero no podía dejar a mi papá que saliera todas las noches a buscarle el pescado a mi mamá. Al final, me quedaba en casa y ni estudiaba ni dormía pensando en mi papá y mirando a mami. Después que me gradué, papi me enseñó y me quedé en esto con él", dice Luis, de pie en el muro, con la vara en la mano.

Luis agarra un pedazo de poliespuma y por un lado le hace un nudo marinero con el hilo que deja flotando en el aire el anzuelo con la carnada y por el otro le enrosca la estrella de condones que le pasa su padre.

Hay viento y esto impide hacer un buen lanzamiento hacia al mar. Luis levanta al vuelo la pita que aún está corta y eleva los condones buscando ubicar el viento. En un impasse, los condones se empinan y se levantan. El viento cesó. Es el momento idóneo para comenzar.

"Para eso también sirven los condones. Ellos nos dicen si hay aire y para donde está", dice Alberto.

"Sin los condones pescar aquí sería más difícil. El malecón este es un muy oscuro y no deja ver", agrega Luis alistando la vara para lanzar la carnada.

"Pero lo más importante es que sirven de boya. Con ellos uno sabe dónde está el anzuelo y los puede localizar. Son como barquitos. Cuando los condones flotan en el agua sobre la pita, eso hace que el anzuelo no llegue al fondo y así la carnada queda meneándose entre la profundidad y la superficie y eso atrae a los peces", dice Alberto señalando la pita estirada que va alejándose después que Luis la ha lanzado.

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A lo largo del muro, se ven más condones que revoletean como papalotes en el aire o que se achantan a lo lejos en la nata negra de mar. Hay como escuadrones de pescadores, unos al lado de los otros. Hay algunos que yacen solos.

"Desde que papi me enseñó, a mí me gusta estar solo. Sin nadie al lado, nada más que él. A veces ni conversamos en horas. Es como si el único que hablará fuera el mar. Por la madrugada él canta y nosotros lo oímos", dice Luis.

"Es que nosotros la tenemos difícil. Además de pescar para ganarnos la vida, tenemos la presión de Mercedes", asegura Alberto. "Yo y mi hijo tenemos un pacto: el mejor pescado y el más grande que cojamos en el día, ese es para ella, los otros los vendemos en el barrio".

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"Yo no sabría pescar sin los condones", dice Luis. "Así papi me enseñó y no se hacerlo de otra manera. Por eso cuando hace más de un año los condones desaparecieron de las farmacias, casi que tuvimos que dejar de pescar".

Luis se refiere a la crisis de disponibilidad de condones en la que se vio envuelta Cuba de mediados de 2014 hasta finales de 2016. Según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información, la demanda de condones en Cuba —isla de 11 millones de habitantes— ha aumentado de forma progresiva en los últimos diez años, con un consumo promedio mensual entre cinco y seis millones de unidades.

La ausencia de los preservativos en los establecimientos públicos fue tan notoria que incluso hasta el periódico Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, reconoció la escasez. Por su parte, el periódico provincial Vanguardia le sugeriría a los villaclareños que prestarán atención a los métodos de protección alternativos y les aconsejó que "ante la escasez, valen todas las iniciativas", valiéndose del argumento histórico de que "los antiguos egipcios usaban una tripa de animales anudada en un extremo para protegerse".

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En Cuba, una cajita de tres condones cuesta un peso cubano (0.04 dólares). Según recientes declaraciones del gobierno cubano, para este 2017 la isla asignó 300,000 dólares para la importación de condones de la empresa india HLL Lifecare Ltd. Esta cifra duplica el monto destinado por el Ministerio de Salud Pública (MINSAP) el año pasado para dicha inversión.

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"Cuando papi me trajo por primera vez al malecón, me daba asco embarrarme los dedos y la boca con los condones. Pensaba que los condones no eran imprescindibles para pescar, pero ya sé que sí", dice Luis.

Luis le entrega la vara a su padre para que se la sostenga. Segundos después saca de la mochila tres carretes con los que hará el mismo proceso de la vara, pero esta vez, los condones los inflará él.

"Nosotros los compramos por cajas grandes de 24 cajitas y así no tenemos que ir todos los días a la farmacia", dice Alberto que salta de un susto en el lugar. A Luis se le han explotado, como tiros de revólver, dos condones consecutivos.

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"Nosotros somos de Las Tunas, en oriente", dice Luis. "Y aquí en La Habana no tenemos familia ni muchos amigos. No salimos casi de la casa, solo cuando vamos a pescar. Todo el tiempo estamos con mami. A la fiestecita nada más fueron dos amigos pescadores de acá del malecón y una vecina", dice Luis.

"Nadie se dio cuenta que los globos eran condones", dice Alberto. "Ni mi mujer, ni los mismos pescadores".

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En febrero, Mercedes cumplió 52 años y su esposo e hijo quisieron darle una sorpresa para alegrarla. Desde principios de años se propusieron ir más temprano a pescar e irse a casa más tarde.

Intentaron además salir del malecón e ir a pescar en balsa a la Playa del Chivo los fines de semana y pidieron prestados dos veces a la semana un pequeño barquito de madera a unos amigos para separarse de la costa y entrar más en altamar para capturar peces más grandes.

La estrategia les resultó: "En un mes pescamos lo que no habíamos pescado antes en todo el tiempo que llevábamos en el malecón", dice Luis.

"En embarcaciones no se hace tan necesario los condones pero igual pescábamos así. Ese es nuestro amuleto. Todo es muy oscuro, nosotros no somos tan duchos y nos asustábamos. Imagínate mirar para un lado y todo negro, para el otro y negro. Lo hicimos por Mercedes, pero al final regresamos al muro", dice Alberto entre ademanes.

El día del cumpleaños de Mercedes, Alberto y Luis llegaron de pescar a las nueve de la mañana. La felicitaron y le dijeron que tenían que salir. Mercedes no estaba al tanto de lo que sucedería unas horas después.

"Teníamos preparada una comida sencilla desde el día anterior que nos guardó en su casa la vecina. Y ella misma, que es profesora de primer grado, nos regaló las acuarelas", dice Alberto.

Luis fue a la farmacia y compró varias cajitas de condones para no utilizar los de la pesca. Alberto se había quedado en casa de la vecina uniendo las cadenetas de papel periódico y ayudando a la vecina a terminar de alistar la comida. Cuando Luis regresó de la farmacia, cogió cuatro pomos plásticos y los picó por la mitad, los llenó de agua y diluyó en ellos las acuarelas de color azul, rojo, amarillo y verde para formar una pasta colorante.

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"La idea fue de mi papá: cogimos los condones sin inflar y los metimos en cada acuarela de color. Más o menos a la media hora los sacamos y esperamos a que se secaran. No sabíamos si iba a funcionar. Pero cuando mi papá infló el primero que era verde, nos dimos cuenta que funcionaba. Papi empezó a llorar", dice Luis, también con los ojos aguados y mirando al mar.

En un rato estaban los tres caminando por la acera camino a darle la sorpresa a Mercedes. La vecina llevaba los platos de comida en dos bolsas de tela. Alberto y Luis llevaban en cada mano dos estrellas infladas de condones de colores y con el cuerpo y la ropa embarrada de pintura.

"La gente debería pensar que éramos payasos. Recuerdo que se nos acercaron dos niñitos y nos pidieron unos condones pensando que eran globos. Les regalamos uno", dice Alberto.

En la tarde llegaron los invitados. Mercedes se emocionó cuando entre todos le cantaron las felicidades. Estuvieron compartiendo hasta entrada la noche. Cuando los dos pescadores y la vecina se retiraron, Alberto y Luis recogieron todo y acostaron a Mercedes en la cama.

"Antes de dormirse, mami me dijo: '¿Luisi, y dónde compraron los globos?'", recuerda Luis.

Una hora después en el malecón de La Habana, Alberto y Luis ya estaban con la boca y las yemas de los dedos de las manos embarradas de lubricante esperando que el hilo de pescar se moviera para halar con fuerza el anzuelo.