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'Sin mover los labios': la película que le da un fresquito al cine colombiano

RESEÑA | El segundo largometraje de Carlos Osuna levanta amores y odios, y es una clara apuesta por un cine distinto.
Imagen cortesía de Black Velvet.

Imagínese a varios de esos actores colombianos de toda la vida, de novelas como Pedro el Escamoso, Pasión de gavilanes y Francisco el matemático. Júntelos con evocaciones de Eraserhead. Métale un ventrílocuo cuarentón a la mezcla. Métale cocaína, una mamá castradora, una telenovela que paraliza al país, una violencia latente y opaca y la imbatible sensación de incomodidad. El resultado, en las manos de Carlos Osuna, es Sin mover los labios, su más reciente película que se estrenó en Colombia el pasado 1 de junio.

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Sin mover los labios cuenta la historia de Carlos, un tipo medio calvo de unos 40 años que trabaja en un call center, vive con su mamá, anda en un Renault 4 y por las noches da shows de ventriloquía. Su vida, que tiene todos los ingredientes para ser la quintaesencia de lo patético, resulta, ante todo, siniestra. Carlos ve novelas, come, trabaja y está con su novia con la misma expresión de apatía. No dice una palabra. Mientras tanto, los que habitan a su alrededor intentan arrancarle reacciones de interés que solo resultan en expresiones incluso más cínicas que su silencio.

La cuestión con esta película es que, más que Carlos, la protagonista es sobre todo la narrativa misma: si bien empieza prometiendo una historia que coquetea mucho con el humor del absurdo de un hombre medio incomprendido e incomprensivo, poco a poco va deformándose en una secuencia de imágenes absurdas que mezclan la violencia con los chistes. Las razones de esa decisión tienen sus raíces en lo que motivó la historia de Sin mover los labios: un video que Carlos Osuna encontró en Internet de un niño que en un concurso de ventriloquía fracasa ante la presión.

Todas las imágenes son cortesía de Laboratorios Black Velvet.

"Ahí se planteaban dos ideas que para mí son muy potentes y que van de la mano: por un lado, cómo el niño, que es ventrílocuo, tiene un universo muy complejo de tensiones por dentro que debe ocultar y, por otro lado, cómo la sociedad premia al mismo tiempo esa superficie bella sin importar que por debajo todo esté tambaleándose", me contó Carlos Osuna.

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Ese interés de Osuna por lo que está debajo se vuelve un interés por "destapar la olla" que, además de definir la evolución, o más bien transformación de su personaje, define también el estilo visual de su película. Lo que le interesa es la estética de lo feo: los cuello tortuga que usa Carlos, la decoración anticuada y recargada de la casa de su mamá o la prostituta favorita de Carlos, que resulta la menos agraciada. Pero hasta ahí sigue siendo digerible, estéticamente aceptable y no muy disruptivo.

Donde la cosa se complica es en la narrativa. Hacia la mitad de la película, Carlos, el personaje, deja que su agitada vida interior vaya saliendo y la historia de la película empieza a disparar hacia todas partes. Lo que los personajes ven en televisión termina mezclándose con la realidad, se rompen los cuartos muros, la violencia se vuelve explícita e inútil, los personajes entran y salen de la historia sin mucho reparo y el realismo termina convertido en una fantasía delirante. Y, en medio de todo ese caos, el espectador termina cautivado o completamente perdido.

"Yo quería que fuera una película que, al igual que su personaje, fracasara en sus intenciones. Al principio, pareciera ser una película cómica convencional, pero su estructura se va degenerando. Mi idea, cuando la escribí, era que al final la película obedeciera a la lógica de alguien que está loco", me aseguró Carlos, el director.

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Y, al igual que sostener una conversación con un loco, la película solo deja dos caminos por delante: la fascinación por la alteridad inaccesible o el cansancio de no poder establecer un diálogo lógico.

"Me interesaba que el espectador nunca sintiera identificación con el personaje y que cuando se construyeran momentos sagrados, o profundos, la misma película se encargara de descubrirlos y ridiculizarlos. Quería que fuera una película que se estuviera maltratando a sí misma".

Ver Sin mover los labios es una situación de amor o de odio.

Lo indiscutible es que la película sin duda habita un lugar fresco en el cine nacional contemporáneo. En un panorama cinematográfico que, por ahora, parece solo optar por el camino de la comedia televisiva —piense en El Paseo 1, 2, 3 y 4— o el cine de autor de festival internacional —de la talla del Abrazo de la serpiente—, Sin mover los labios se siente como una propuesta que explora sin miedo, lejos de la seguridad de las fórmulas. Le apunta al chiste sencillo pero sin caer en el chiste flojo que desesperadamente busca hacer reír. Usa el blanco y negro sin caer en la seriedad que usualmente pretende. Le da profundidad a un personaje para, finalmente, destrozarlo. El éxito o fracaso del ejercicio depende completamente del que lo consuma.

Carlos Osuna, por su parte, es consciente del lugar que ocupa en el cine colombiano y de los amores y odios que despiertan su propuesta. Asegura que los amores que recibe son grandes, pero que los odios también son muchos. Son varios los que piensan que su película es "una bobada". Eso lo sabe.

"Ese es el precio que uno debe pagar por hacer lo que a uno se le da la gana".