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fashion issue 2014

Reseñas Libros

Los libros que desvelaron a nuestros reseñistas por estos días.

PASEADOR DE PERROS
Sergio Galarza
Alfaguara

Juguemos este juego: yo propongo trabajos que sirvan de título a una novela y ustedes me dicen cuál quieren leer. ¿Listos? Va: 1. Contador público. 2. Ortodoncista. 3. Paseador de perros. ¿Hecho? Ahora saltémonos la parte en que aceptamos que cualquier tema sirve pero todo depende. Eso lo sabemos.

El juego no es muy bueno, hay que aceptarlo: ¿a quién se le ocurriría responder 1 o 2? Los demás, que supongo que son todos, no serán tan aburridos como para querer leer una novela sobre un ortodoncista o un contador público que, además, busca llamar la atención del lector con un título que sólo invoca el trabajo del protagonista. También puede ser que, como yo, sean lectores tan fáciles de complacer que con que les pongan perros en una novela ya saben que les va a gustar.

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Pero resulta que los perros en esta novela no son protagonistas. Y que el protagonista —un peruano que viajó a Madrid desde Lima con su novia y terminó adivinen en qué trabajo— no los ve con afecto ni (todo el tiempo) con odio, sino como sus jefes. Y eso le da rabia, como le dan rabia tantas otras cosas o como odia tantas otras cosas: a los demás inmigrantes, los árabes, los rumanos, los otros sudacas; los éxitos musicales del verano, los alaridos de Robert Plant, la música de sus compañeras de piso, en fin: el personaje tiene rabia con un mundo que no le ha dado lo que esperaba.

El paseador está solo. La novia con la que viajó a Madrid lo dejó, por lo que esta es, en cierta forma, una historia de amor. O de desamor. Él lo sabe y lo dice desde un principio: “Evitaré caer en el recuento amoroso de nuestra relación, lo intentaré pero ya verán que es imposible, las cicatrices y los vicios siempre atraen a los reflectores del morbo”. También es la historia de un mapache (que tampoco es protagonista), enjaulado en la casa de un viejo que lo conserva como recuerdo del hijo que se fue a vivir lejos. De hecho, es la historia ampliada de un cuento también creativamente titulado “El mapache”, que el autor copió letra por letra para expandirlo y convertirlo en una novela de 37 capítulos.

Un paseador de perros tiene que caminar, por lo que la novela también es una buena forma de acercarse a Madrid y —un poco— a Lima, pero no a las ciudades de las postales y Lonely Planet, sino a su día a día, a su fealdad, a su gente absorbida por la rutina del trabajo y de buscar plata (“Bendito sea quien navega en la ignorancia del dinero y su único problema es madrugar para ir al trabajo”, dice en algún momento ya sabemos quién). El paseador anda por barrios periféricos de la ciudad, monta en buses y en el metro y se me acabó el espacio para hablar del libro. Eso pasa por andar jugando. Lo siento. O no lo siento, porque ¿acaso la literatura no se trata de eso?
IVÁN HURTADO

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CONFESIONES DE UN BURGUÉS TERRORISTA
Mario González Restrepo
Norma

Llevada al extremo, la crítica destructiva consistiría en destruir físicamente la obra. Un paso más allá (más allá del extremo, si eso es posible), el crítico destruiría también al artista. Lo eliminaría. Lo mataría. Solbel, una organización —de tres personas— dedicada a la belleza (su nombre es, con unas sílabas menos, “soldados de la belleza”), ejerce esta forma extrema de crítica artística: el grupo alrededor del cual gira Confesiones de un burgués terrorista se dedica a destruir obras y matar a los artistas que considera mediocres.

Hasta ahí, la cosa pinta bien. Pero parece que hay escritores a los que les cuesta mucho contar una historia. “Voy a contar cómo un artista se convirtió en terrorista, pero por qué no salpicar la historia con descripciones de un país ficticio demasiado parecido al mío y filosofías de bolsillo y digresiones sobre lo divino y lo humano”, parece decirse en este caso el autor, haciendo eco de lo que parecen decirse tantos autores que se sientan a escribir una historia y terminan escribiendo… bueno, una historia, pero llena de pasajes que parecen más dedicados a mostrarnos lo que han aprendido de la vida que a echar bien el cuento. Que esas digresiones sirven para hacer el perfil del protagonista, podrán decir. Pues sí, pero el protagonista se pinta a sí mismo como un líder, por ejemplo, y por estar diciéndolo se le olvida demostrarlo con hechos. Ya sabemos que los actos valen más que las palabras: esto es tan cierto en la vida como en la literatura, para la que se ha resumido en consejos de escritura que no voy a repetir acá porque ya los conocemos de memoria.

Esa necesidad de decir las cosas le resta fuerza a la historia. Es como si no funcionara por sí sola, por lo que el narrador se siente obligado a explicarnos lo que cuenta, como para decir, “¿vieron que todo pasa por un motivo?”. En un momento, por ejemplo, le da por resumir la mitad de la novela: “Todo encajaba como las piezas de un rompecabezas. Nuestro encuentro en la universidad, la profesión de cada uno de nosotros, mi fama, los años de banalidad, mi choque con la hediondez de Otero Sánchez, el ciclo de la ventana, la inundación del vecino, el nuevo ventanal y el muñón interpuesto entre el mundo y mi creatividad, dejado allí por una mano invisible para que descifráramos el sentido de nuestro destino. El muñón era un símbolo y nuestra sabiduría estribaba en reconocerlo e interpretarlo.”

Retomemos: puede que las divagaciones del protagonista fueran necesarias para hacernos entender cómo un artista exitoso termina transformándose en un terrorista del arte. Pero resulta que esas divagaciones suenan comunes, carecen del brillo de excepcionalidad o de locura que uno esperaría de un personaje que se dedica a destruir obras y matar artistas. Al final, también hacen que uno se pregunte qué habrían pensado los protagonistas, críticos extremos y extremistas, de la novela. Y me temo que la respuesta nos llevaría a hablar otra vez de crítica destructiva.
IVÁN HURTADO