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Muchos tunecinos, pocos lavabos

Otra versión de la crisis de refugiados en Lampedusa

Unos 60 inmigrantes esperan para coger el autobús que les llevará a un barco con destino al continente.

Lampedusa es la Italia situada más al sur de Italia. Tan al sur, de hecho, que está más cerca de Túnez (113 kilómetros) que de Sicilia (210 kilómetros), y su latitud está por debajo de la de Túnez y Argelia. La isla en sí es pequeña, con una población de 6.300 habitantes estables.

En las primeras semanas de febrero, tras el derrocamiento del presidente tunecino Zine-El Abidine Ben Ali, más de 4.000 inmigrantes norteafricanos huyeron a través del Mediterráneo, tomando tierra en las costas de la idílica isla. El Gobierno italiano y los medios de comunicación no tardaron en clamar acerca de una “¡Emergencia de Inmigración!” y de una “¡Crisis en Lampedusa!”. Tunecinos y refugiados de otras nacionalidades siguieron llegando, Italia y el resto de Europa se pusieron a la greña acerca de si se debería permitir el reasentamiento de los refugiados, y la isla excedió su capacidad de acogida de tal manera que la situación fácilmente podría haber derivado en un conflicto en toda regla. Hay que tener en cuenta que al menos 20.000 personas arribaron a Lampedusa, isla que ni de lejos disponía de reservas de agua potable, sistemas de desagüe e instalaciones médicas suficientes para abastecer y atender al repentino flujo de inmigrantes. El Centro de Identificación y Expulsión (CIE) local, cruce entre refugio y cárcel en el que se da albergue a los inmigrantes recién salidos de la lancha, tenía una capacidad máxima de 800 personas, pero estaba “alojando” a cerca de 2.500. El aprieto alcanzó un punto crítico el 28 de marzo, cuando 2.000 nuevos buscadores de asilo llegaron a Lampedusa en un periodo de 24 horas. No pasó mucho tiempo antes de que el ministro del Interior italiano, Roberto Maroni, anunciara que Italia obligaría a la mayor parte de los inmigrantes a regresar a África si el gobierno de Túnez no ponía freno al constante flujo de seres humanos.

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Este es Ahmed en la casa de los Matinas, vistiendo ropa usada. La familia cocinaba 3 kilos de pasta al día para dar de comer a docenas de inmigrantes, a los que también daban chaquetas. Obviamente, los lampedusanos estaban cabreados porque este tipo de historias, más comunes de lo que cabe pensar, nunca salen en los periódicos.

El 30 de marzo, el primer ministro italiano, Silvio “siéntate en mi cara” Berlusconi, visitó la isla y montó uno de sus habituales espectáculos, anunciando en una conferencia de prensa qué se proponía: evacuar a todos los inmigrantes en un plazo de 60 horas, “proponer a Lampedusa para el premio Nobel de la Paz”, conceder a los isleños un parón fiscal, considerar la construcción de un nuevo campo de golf y un casino y comprarse una residencia en la isla.

Tras el numerito de Berlusconi, alrededor de la mitad de los refugiados recibieron permisos de residencia temporales, siendo después reubicados a otros CIEs en toda Italia (muchos de ellos han intentado desde entonces entrar en Francia, antiguo país ocupante de Túnez, pero la policía fronteriza francesa no les pone las cosas nada fáciles). La otra mitad ha sido repatriada a Túnez. Resumiendo, que miles de tunecinos están actualmente dando tumbos por Europa y el Mediterráneo, lo cual les provoca a los gobiernos europeos considerables quebraderos de cabeza. El 11 de abril, una rebelión de los inmigrantes alojados en el CIE de Lampedusa provocó un incendio y más deportaciones. En el momento de enviar esta revista a imprenta, la mayoría de los inmigrantes han sido conducidos en ferries fuera de la isla, pero las implicaciones de este éxodo masivo siguen sin estar claras. Puesto que a sus costas siguen llegando olas de personas en busca de casa y trabajo, parece que Europa y las naciones del Mediterráneo tendrán aún que enfrentarse al problema durante bastante tiempo. Uno de los fotógrafos italianos más sólidos de Vice, Guido Gazzilli, volvió recientemente de un viaje a la isla. Lo primero que nos dijo fue, “Los medios de comunicación mienten más que hablan”. Aquello picó nuestra curiosidad, así que le pedimos que nos enseñara algunas fotos y nos contara lo que vio.

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Las autoridades decidían quién se iba y quién no aparentemente al azar. Por supuesto, los inmigrantes decían cualquier cosa (“Estoy enfermo”, “Me he roto una pierna”) con tal de subir a un barco y dejar la isla. Los agentes escogían a 60 y los escoltaban hasta los muelles de embarque.

Estas son las tiendas improvisadas en la “colina de la vergüenza”, donde se ha quedado la mayoría de inmigrantes. Después de que Berlusconi los barriera a todos de la isla, Guido se introdujo en sus “casas” para hacer estas fotos. Algunos estuvieron casi un mes viviendo en chamizos como éste.

Fui a Lampedusa cuando la “emergencia” estaba en la mente de todos los italianos. Figuraba en la primera página de todos los periódicos, era la primera noticia de la que hablaban los telediarios y el principal tema de conversación en los programas de debates. Había visto imágenes y leído muchos artículos mostrando a los lampedusanos furiosos por la devastación que habían causado en la isla los inmigrantes, que prácticamente estaban ocupando cualquier rincón imaginable. Los periódicos y la TV presentaban a los lugareños como temerosos de dejar sus casas, como si sus vidas diarias hubieran sido destruidas.

En cuanto llegué, sin embargo, comprobé que Lampedusa tenía más aspecto de isla pesquera del norte de África que de isla italiana: sus colores, los botes de madera, la luz anaranjada, la hierba requemada por el sol, incluso los rostros de sus habitantes parecían norteafricanos. Durante mis primeras horas en la isla tuve problemas en distinguir a los lugareños de los inmigrantes. No tardé en darme cuenta de que los medios nos habían atiborrado a todos los italianos con un plato gigante de chorradas.

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La situación era la opuesta de la que los medios habían informado: pude ver caridad. Vi a los lampedusanos acogiendo a los inmigrantes, dándoles comida y ropa. Algunas familias tenían a tres o cuatro inmigrantes bajo su techo, y otras les permitían dormir en sus botes o en sus garajes. Vi a la Cruz Roja ofrecer dos comidas diarias. Para mí fue un shock comparar lo que estaba viendo con mis propios ojos y lo que había estado tragándome en las noticias. Los reporteros habían dado a la situación un tono sensacionalista y, como de costumbre, intentado ofrecer la versión más truculenta de la historia con la intención de infundir miedo y aumentar así los índices de audiencia.

También me di cuenta de que todos los equipos de TV y periodistas de postín apenas hacían más que plantarse en el muelle, filmar la llegada de las lanchas de inmigrantes y luego marcharse. No vi a ninguno mezclarse con la gente del pueblo, visitar sus casas ni dejarles contar la verdadera historia. Por supuesto, esto había provocado que los lugareños, hartos de las trolas que se estaban contando sobre su isla, desconfiaran de los periodistas. En mí, instintivamente, no confiaron, pero creo que vieron que estaba allí por mi propia cuenta; sin ayudantes, sin cámaras aparatosas, sin cables, sin chaleco lleno de bolsillos y sin un logotipo en la pechera. Entendieron que lo que les pedía era hablar con ellos honestamente y poder contar sus historias, y finalmente accedieron a abrirme sus puertas.

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Basura que los refugiados dejaron atrás, flotando alrededor de un bote. Imagina a docenas de personas cruzando el Mediterráneo en barcas como esta.

Reconocí de inmediato la iglesia como el centro de la actividad. En términos de dar asistencia a los inmigrantes, la iglesia estaba en todas partes. Los sacerdotes y voluntarios les ayudaban económicamente y alimentaban, y habían organizado una colecta de ropa usada. Conocí a dos voluntarios locales, Pippo y Maurizio, que ayudaban a los inmigrantes a conseguir duchas donde poder asearse.

El CIE había estado atestado de gente durante meses y algunas personas habían tenido que vivir en las calles, sin agua ni comida ni electricidad. La capacidad del CIE es de unas 800 personas, pero cuando llegué había alojadas entre 1.200 y 1.400. En una antigua base americana de la 2º Guerra Mundial se había habilitado un centro para mujeres y niños en la que se alojaban unos 200 refugiados, y otro para menores jóvenes, con 200 ó 300 almas más. Según estimaciones mías, entre 5.000 y 6.000 inmigrantes más vivían fuera de las estructuras de acogida. Los voluntarios hacían todo lo que estuviera en sus manos para mejorar la situación; de la noche a la mañana, la mayor parte de la población de la isla se había convertido en una enorme fuerza de voluntariado.

La mayoría de los recién llegados permanecía en la que los medios italianos, con su habitual gusto por el dramatismo, habían bautizado como “la colina de la vergüenza”, que estaba justo detrás de los muelles. Parecía un improvisado barrio de chabolas. Cada mañana, los tunecinos bajaban de la colina y se quedaban esperando en los muelles todo el día, con la esperanza de que los recogieran las autoridades –cuya selección no obedecía a ningún método discernible– y llevaran en barco a los CIEs de Civitavecchia, Crotone o Campobasso. Aunque parezca increíble, muchos de los que estaban allí varados no habían sabido que Lampedusa pertenecía a Italia hasta que pusieron pie en ella. Algunos de los más desesperados intentaron escapar del CIE, como si pudieran atravesar a nado más de 900 kilómetros de mar hasta la bota italiana. Aun así, había guardias vigilando para que nadie lo intentara.

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Un viejo almacén que los inmigrantes encontraron en una colina cerca de la playa. Docenas de personas durmieron aquí. El hedor era espantoso.

Pippo y Maurizio me presentaron a una familia católica local, los Matinas, que estaban dando cobijo a un buen número de inmigrantes. Así conocí a Ahmed, un tunecino de 23 años.

Los Matinas le habían dado ropa y permitido utilizar el cuarto de baño, cocinado para él y hecho café, pero no tenían espacio en su casa para que durmiera; por eso daba con sus huesos allí donde pudiera.

“En cuanto entré, me dijeron, ‘Estás en tu casa’”, me contó Ahmed, que llevaba una camisa que había pertenecido al hijo mayor de los Matinas. “He tenido mucha suerte al conocerles”.

Ahmed parecía exhausto, eufórico un momento y nervioso al siguiente. Llevaba nueve días en la isla, siempre en movimiento, preguntándose si conseguiría papeles, intentando contactar con un tío suyo que había emigrado a Italia años antes, feliz de estar en tierra firme y nervioso ante la posibilidad de que le deportaran de vuelta a Túnez. Comparado con aquellos que no habían encontrado una familia hospitalaria como los Matinas, Ahmed era afortunado. Los Matinas incluso querían que se quedara permanentemente en la isla, confiando en que podrían conseguirle trabajo en un bar local, pero Ahmed fue uno de los que les tocó el traslado a otro CIE. Antes de irse, le dio a la hija de los Matinas su Corán como regalo. Ella correspondió regalándole su crucifijo.

He seguido en contacto con Ahmed desde entonces. Le visité en el CIE en el que ahora está alojado, en Civitavecchia, que alberga a unas 400 personas. Mi deseo es seguirle la pista, ayudarle y, si puedo, dar con su tío en Sicilia. Ahmed me dijo que ganaba 60 euros al mes trabajando de camarero en Djerba (la isla más grande del norte de África, en la costa de Túnez), donde vivía antes de embarcarse hacia Lampedusa. Para llegar a Italia había tenido que pagar a los traficantes de personas unos 800 euros por un viaje de 25 horas en un pequeño bote de pesca con otras dos docenas de tunecinos. Su madre había vendido la mitad de sus pertenencias para ayudarle a pagar el viaje.

“Me fui por mi futuro, por mi familia”, me dijo Ahmed. “Por mi madre. Sólo puedo darle gracias a Dios por ayudarme a cruzar y encontrar a esta maravillosa familia que me acogió. Los lampedusanos tienen buen corazón. Son amables con los argelinos, los tunecinos, los marroquíes y los libios. A diferencia de los franceses, aquí no son racistas. Sólo le pido a Dios que me dé suerte y poder enviar a mi madre a la Meca y comprarle una bonita casa y un brazalete de oro”.