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Marca España

La pandilla del pueblo es lo mejor del verano

La pandilla del pueblo es lo mejor del verano. Este es nuestro homenaje.

En el colegio me daba vergüenza no ser de Madrid. Contaba que había nacido en el hospital del 12 de octubre, como la mayoría de niños que conocía, pero era mentira. Ahora, cada vez que puedo, saco el DNI para demostrar que la primera vez que abrí los ojos fue en un pueblo de La Mancha de poco más de 13.000 habitantes.

Allí, disfrutaba pisando uvas con mis primos sobre el tractor de mi abuelo, me encantaba poder comprar helados sin dinero y pagar más tarde y sabía que podía alejarme más de 20 metros de la terraza en la que estaban cenando mis padres sin preocuparme y, sobre todo, sin que a ellos les preocupara lo más mínimo. Allí aprendí a montar en bici sin ruedines porque no hacía falta estar pendiente de los coches para practicar y allí me di mi primer beso, jugando a la botella en el parque, durante una siesta en agosto.

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Años más tarde, también durante una siesta de agosto, me fumaría mi primer canuto. En el mismo parque. A pesar de ello, me pasé la infancia sin mencionar nada que tuviera que ver con mi pueblo, deseando haber nacido en el mismo hospital de la periferia madrileña que todos mis compañeros de clase.

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Sabía que en el pueblo podía ir a comprar helados sin dinero y pagar después, pero nunca mencioné nada de ello en Madrid. Foto de Ángel R

No sé exactamente en qué momento la vergüenza se tornó orgullo. Un día, de repente, empecé a ver el encanto de que mi abuela usara cubos de pintura oxidados como macetas. Y, aunque siempre he vivido aquí, desde entonces nunca he vuelto a responder "Madrid" cuando me preguntan de dónde soy. Asumí que era de un lugar en el que las vecinas podían aparecer en cualquier momento porque las puertas de casa estaban siempre abiertas. Que era de un sitio donde, en las noches de verano, las familias salían a la puerta de casa con sillas de plástico de promoción para "tomar el fresco".

Probablemente fue durante mi adolescencia cuando empecé a reparar en las ventajas de tener (y ser de) pueblo. Me convertí en tronista a los 13, antes de que existiera Mujeres y Hombres y viceversa. Cada fin de semana que iba al pueblo me salían nuevos pretendientes. La primera vez que llevé a una amiga me di cuenta de que no era yo, eran ellos: las forasteras -término con el que se referían a todo aquel que no vivía en la provincia- eran a los chavales de mi pueblo lo que el petróleo a un jeque árabe.

La pandilla, en unos años. Foto de María Rubio

A los 14 empecé a salir de fiesta con mi prima y descubrí lo que significaba "el local", un concepto impensable en Madrid. A los 16 años años, su pandilla había alquilado una casa en la que, básicamente, fumaban porros entre semana, hacían botellón los sábados y pasaban las resacas jugando a la Play 1 los domingos. Mientras, en la capital, nos pelábamos de frío en el parque y nos exponíamos a unas multas que no tardaron en llegar porque teníamos que volver a casa antes de las doce y nos veíamos obligados a empezar a beber a las nueve.

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Ser de pueblo es ir a ver a la orquesta tocar canciones de Bisbal y Sonia y Selena y que aquello te parezca mucho mejor que cualquier discoteca light de Madrid. Sobre todo porque allí puedes quedarte la noche entera. Sí, es saber lo que es salir sin hora. Y también es saber que a la mañana siguiente, tus padres, abuelos, tíos y primos serán capaces de hacer un Excel detallado de dónde has estado y con quién. Es que te pille la Guardia Civil haciendo un grafiti, y que antes de que aparezca el coche de la autoridad frente a tu casa, tu tía ya se haya enterado del incidente y te espere con la zapatilla en la mano.

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La típica imagen de pueblo. Foto de María Rubio

Ser de pueblo es saludar a todo aquel que te cruzas aunque no lo conozcas de nada y es ayudar a barrer y fregar la calle, algo impensable en Madrid aunque a su asfalto le haga mucha más falta. Y la pandilla. Ser de pueblo es la pandilla. Es saberte en posesión de un tesoro si tienes un colega con coche, pues será quien te lleve a las lagunas a bañarte, a recorrer las fiestas de los pueblos de alrededor y quien evitará que pases frío en invierno. Cuántas conversaciones, cuántas bolsas de pipas y cuántos cigarros se habrán consumido frente a un salpicadero en los inviernos de pueblo.

Ser de pueblo es fardar de ser el primero en llevar las Air Force en varios kilómetros a la redonda y es enamorarte cada verano sólo para echar de menos cada invierno. Es hacerte una camiseta serigrafiada con tus colegas y sentir que eso es la amistad. Años más tarde la usarás como pijama y recordarás que con ella te encontraste a tus padres justo después de vomitar porque habías bebido vodka negro. También es importar el Jagger y exportar la útil técnica de abrir botellines con un Clipper. Es acoger a tus amigos del pueblo en la capital cuando van a comprarse ropa para las ferias y llevar a tus amigos de Madrid a esas ferias.

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Ser de pueblo es ponerte un sombrero borsalino y sentirte influencer porque todo el mundo te escanea en un garito, es darte cuenta de que la gente se mira a los ojos y es acatar el imperativo de responder una vez tras otra a la pregunta "¿Tú de quién eres?", desgranando minuciosamente tu árbol genealógico y aportando los motes, profesiones e incluso la ideología de toda tu familia. Bendita maravilla.

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Soy de un sitio en el que la gente sale a tomar el fresco con sillas en la calle. Foto de María Rubio

Ser de pueblo es darse cuenta de que, como decía Loriga, la patria es "una sopa, un monte, un verso", pero también son unos brazos que te reciben abiertos y con una litrona en la mano en el mismo parque de siempre, haya pasado el tiempo que haya pasado. Probablemente fue darme cuenta de esto último lo que hizo que dejara de avergonzarme no haber nacido en la capital. Me hice mayor. Dejé de ir al pueblo para salir de fiesta y ligar y empecé a hacerlo para comer y echarme siestas de tres horas ante la atenta mirada de la Virgen colgada en el cabezal de la cama.

Ahora disfruto de salir de cañas sin peinarme, sin plancharme la camiseta y sin miedo a ser juzgada. Aún me sorprendo cuando invito a una ronda y me cobran lo mismo que por dos tercios en cualquier terraza de mi barrio en el centro de Madrid. Si un día se me alarga la noche, almuerzo de mañaneo gachas con tocino en vez de desayunar tostadas con aguacate y semillas de chía. Y, aunque ya no me hago camisetas serigrafiadas con la pandilla, sigo sabiendo que eso es la amistad.

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Todavía me sorprendo cuando invito a una ronda y me cuesta lo mismo que dos tercios en el barrio del centro de Madrid en el que vivo. Foto de María Rubio

Mi pareja no tiene pueblo. Pertenece a esa rara avis de madrileños con abuelos y bisabuelos madrileños, a una familia gata, gata. Ha nacido en el 12 de Octubre, algo que la niña que fui envidiaría. Pero hoy lo llevo orgullosa a comidas familiares en las que los barreños hacen de piscinas para los primos pequeños y le enseño que allí los tomates saben a tomate y los cubatas, además de saber a cubata, cuestan cuatro euros.

Le enseño que el visillo es el Instagram de mi abuela y las vecinas, el filtro con el que observan el mundo y sus copys son "el hijo de la Pepa llegó ayer cuando ya clareaba" o "la chica de la Inés tiene un novio que la recoge todas las noches". Y me siento orgullosa de hacerlo, frente a una caña y a una tapa que han costado un euro en uno de esos bares en los que, cuando era niña, podía alejarme más de 20 metros sin que mis padres se preocuparan.