Convertí a mi bebé en acarreado de Mancera

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CDMX

Convertí a mi bebé en acarreado de Mancera

A cambio de 400 pesos mensuales, miles de bebés se reunieron en el Auditorio Nacional para ser parte de un evento evidentemente proselitista y con miras al 2018.

"¿Ya come papilla tu bebé?", me preguntó una señora que cargaba a su nieta de unos siete meses de edad. "Ésta es su primer semana con papillas. Ya le dimos plátano y chayote", le contesté. La mujer entonces empezó a darme consejos de cómo alimentar a mi hijo de seis meses que portaba en un fular. Ella hablaba y yo escuchaba; no teníamos nada mejor que hacer esa mañana mientras esperábamos abordar un autobús que nos llevaría al Auditorio Nacional. Allá recogeríamos una tarjeta electrónica que otorga como apoyo económico el gobierno de la Ciudad de México a los padres y madres con hijos menores a un año.

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No voy a mentir. Cuando me enteré que mi compañera de vida estaba embarazada lo primero que pasó por mi mente fue el dinero. Jamás he tenido el hábito del ahorro y, por supuesto, ni ella ni yo planeábamos tener hijos. Ella no pudo recurrir al aborto porque ya tenía 20 semanas de gestación y el procedimiento hubiera puesto en peligro su vida. Sin más dinero en la cuenta bancaria que el destinado a los gastos por solventar cada mes y otro tanto para irnos de vacaciones al fin de año, nos cayó la noticia de la paternidad y la incertidumbre económica.

Cada vez que hablábamos del asunto a los conocidos, muchos salían con aquella frase surgida en los campos de España, cuando el nacimiento de un varón en una familia campesina pobre significaba un par de manos más para trabajar: los niños traen torta bajo el brazo.

Hemos librado los gastos gracias a que el bebé toma leche materna —y eso nos ahorra la formula láctea—, a que en los baby showers nos regalaron una buena cantidad de pañales desechables como para no gastar en ellos hasta el momento; y a que, como buena generación "progre mexicana freelancera" que carece de prestaciones laborales, le apostamos a los servicios públicos. Para nuestra sorpresa han resultado de buena calidad. Incluso algunos programas dirigidos a menores de edad, implementados en otros países, como el de las Cunas CDMX, han sido bien adaptados a la realidad mexicana.

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El programa al que hago referencia se llama Bebé Seguro y consiste en otorgar un apoyo económico de 400 pesos mensuales a los niños menores de un año que radiquen en la Ciudad de México, a través de alguno de sus padres o el adulto que se responsabilice de ellos y que vivan en colonias con un Índice de Desarrollo Social (IDS) muy bajo, bajo y medio, como el Centro, en donde habito (sí, está catalogado como una zona de bajo IDS).

¿Qué puede uno comprar con 400 pesos para el pequeño? De dos a tres paquetes de pañales desechables de diferentes etapas; una lata de 900 gramos de fórmula láctea; unas 40 papillas o jugos; diez paquetes de cereal para bebé; diez paquetes de toallitas húmedas, cuatro pomadas para las rozaduras; ocho cremas corporales; unos diez kilos de fruta y verdura si se prefiere hacer la papilla al natural; cinco vasos entrenadores; cuatro juegos de ropa que incluyan pañalero, playera y pantalón; diez baberos, algunos medicamentos… La lista es larga. El dinero no es acumulable, así que hay que gastarlo cada mes en los establecimientos que sean parte del convenio, que son básicamente supermercados y algunas tiendas departamentales, de conveniencia y farmacias.

La idea es buena. Si bien 400 pesos no son suficientes para cubrir las necesidades de un bebé al mes, si aporta a la disminución del gasto. Sin embargo, la forma en que se entregan los apoyos están condicionada al engrandecimiento mediático del político en turno.

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Aquel día nos citaron a las diez de la mañana. Una hora después unas 50 madres con sus bebés más sus acompañantes, entre los que estaba yo, abordamos un par de autobuses afuera de la oficina del DIF del Centro de Desarrollo Comunitario República de España, en la colonia Morelos. Unas semanas antes las madres tuvieron que hacer un pre registro de sus hijos en una página de internet y entregar el formato en físico. En nuestro caso Sony, la madre de mi hijo, hizo el trámite porque ella se enteró del programa. En un correo electrónico nos informaron de la cita y el lugar donde nos entregarían la tarjeta. Si no asistíamos no nos darían el apoyo, hasta la siguiente convocatoria. En el documento electrónico venía un invitación que el mismo Miguel Ángel Mancera, el jefe de gobierno de Ciudad de México, hacía a todos las beneficiarios.

Tal vez hubiera sido más cómodo para las madres recoger la tarjeta en la oficina del DIF donde hicieron el trámite. Tal vez para los empleados de la dependencia hubiera sido mejor entregar el plástico en sus lugares de trabajo y así llevar un mejor control. Pero sus jefes no lo vieron así. Decidieron dar cinco mil tarjetas en un solo día y lugar y que Miguel Ángel Mancera se viera rodeado de personas que no pidieron ser parte de un evento evidentemente proselitista y con miras al 2018 y las elecciones presidenciales.

Luego de una media hora de camino llegamos al Auditorio Nacional. Entre gritos para que sobresalieran sus voces, empleadas y voluntarios del DIF formaban a la gente para que ingresara al inmueble. Las filas invadían las escaleras que dan hacia el Paseo de la Reforma y los autobuses no dejaban de llegar. Había que llenar el lugar. Si cada mamá con bebé iba acompañada de otro adulto, con eso bastaba. Y así fue: los diez mil asientos del recinto fueron ocupados.

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Contrario a lo que pasa en los espectáculos que ofrece este lugar, en esa ocasión hubo paso libre. A nadie se le pidió que se pusiera de espalda y levantara los brazos para palpar el cuerpo y verificar que no trajera armas, una cámara fotográfica o drogas. Ni las miles de pañaleras fueron revisadas. Invariablemente a todos se nos entregó en la entrada un paquete: una bolsa con un Yakult, por supuesto el sándwich de jamón con su rebanada de queso amarillo, una bebida de coco patrocinada por el presidente municipal de Acapulco, que participó en el evento, una barra de amaranto y un agua de medio litro.

Durante dos horas y media, tiempo en que se presentó en el escenario una desconocida cantante de ranchero, una pediatra a la que nadie hizo caso, la representante de La Liga de la Leche en México —a la que sí se prestó atención y hasta hizo que las cinco mil madres amamantaran al mismo tiempo por un minuto— y un par de payasos que no hicieron mal su trabajo, Sony y yo inventamos de todo para entretener a nuestro bebé: caminar por los pasillos, mostrarle a los payasos, jugar con alguno de sus juguetes, darle de comer, cansarlo para que durmiera. Por un momento quisimos irnos de ahí ¿Por qué teníamos que ser parte del circo de un político? Pero queríamos saber el final de la historia. Ya habíamos invertido toda la mañana. Además, si lo pensamos bien, a ninguna de las personas que estábamos en el lugar nos estaban regalando algo. El apoyo sale de los impuestos que todos pagamos.

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A las dos de la tarde Mancera llegó rompiendo plaza. Caminaba por los pasillos, entre la gente que lo quería saludar. Su paso no era apresurado. Todo lo contrario, hasta tenia cadencia. Me recordó a los animadores de televisión que arriban al set entre el público. Sonreía, levantaba la mano para que su saludo llegara lejos, se agachaba para besar a un bebé, daba la mano a una mamá, cargaba a otro nene, —cómo adora la cámara esa postal—. Incluso en su discurso no dejaba al personaje: "¿Cómo están?, ¿cómo está toda la gente hoy?", gritaba en su intervención. A pesar de su entusiasmo de night show tv, el hombre no era competencia para uno de los cincuenta payasos que discretamente aventaba globos hacia la gente, ni para el que me dijo que estaban muy buenos los chistes que contaba en ese momento su primo en el escenario.

Mancera intentó ser un cercano, un tipo más en la ciudad, pero no es así. No se parece a ninguno de los padres que están ahí. Él tiene un peinado impecable, la ceja bien delineada, el manicure que muy pocos notan. En muchas entrevistas ha dicho que se cuida, que hace ejercicio, que toma mucha agua y nada más. Como prueba de ello sobresale su reloj Garmín de su muñeca derecha. "El metrosexual", me dice la señora de al lado. Se equivoca. El metrosexual neoyorkino, el estereotipo, invierte las ganancias de algún negocio o de las especulaciones en la bolsa de valores en el cuidado de su cuerpo. El político mexicano gasta del erario. Benditos sean los viáticos y gastos de representación.

Mientras el político hablaba, los empleados del DIF recogían documentos de cada bebé. El estrés se notaba en sus caras: en un brazo los folders, en otro un formato que los padres debían firmar. No podían gritar; tenían que confiar en que los otros pasaran la voz y eso no se convirtiera en un teléfono descompuesto. Después de un rato daban la tarjeta en la mano del beneficiario.

Al final Miguel Ángel Mancera dejó su escenario al grupo Elefante, que sin cobrar un peso, dicen, compusieron el himno del DIF. A las tres de la tarde decidimos irnos. No valía la pena escuchar a una banda cuyo trabajo no nos interesa. Cinco horas habían sido suficientes para vivir esa experiencia. Para entonces mi hijo lloraba. Un justo reclamo de quien se convirtió en un acarreado involuntario.