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Una noche en la gran fiesta

Lejos del centro de Buenos Aires, bajo las luces de neón y el efecto del MDMA, hay un lugar donde chicos y chicas bailan, cogen y se aman... sin ropa.
Foto por Enzo Maqueira

Artículo publicado en VICE Argentina

Sobre el fin del milenio, las personas que tienen asegurada casa, comida, entradas al cine, ropa y discos viven hostigadas por la idea de que hay una fiesta, una gran fiesta, pero que está siempre sucediendo en otro lado. Les tengo malas noticias, amigos: la fiesta no está en ninguna parte .

Fabián Casas

Son las dos de la mañana y suenan las Spice Girls. Una amasijo de carne y pelo se mueve bajo las luces de neón. Un flaco coge con otro junto a la puerta del baño. A una rubia le chupan la entrepierna, mientras ella está sentada en una silla. Un calor que apenas alivian las aspas de dos ventiladores. Los invitados aplauden cuando un musculoso con suspensor sube a la barra a tirar algunos pasos. Hay más de 100 personas que forman una marea humana de piel y arneses de cuero. Entre ellos, una fotógrafa, un DJ, una amante de la filosofía, una pareja hétero y el cronista de VICE. Somos sólo algunos de los invitados a la gran fiesta.

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Foto por Enzo Maqueira

El anfitrión prefiere mantener su identidad en secreto. Lo llamaremos Gatsby, a falta de mejor nombre. Y del evento sólo diremos que sucede en la capital de Argentina, en una calle oscura, detrás de un portón, lejos de los barrios cool y los bocinazos del centro. Que Sólo se entra con invitación y contraseña, es gratuita, la condición es ostentar una mente abierta y un cuerpo dispuesto a borrar los límites. “Cuerpa”, dirá Gatsby, varias veces, y también los “invitades” a la fiesta. Cambiar el género de las palabras en el grupo secreto de Facebook será apenas el comienzo de la deconstrucción que reinará cuando por fin se haga la noche: hombres con hombres, mujeres con mujeres, hombres con mujeres, trans; pero también todos juntos, un rato, un par de canciones; heterosexuales que se animan a salir de su zona de confort; gays que se fijan en el sexo opuesto por primera vez. “Yo no siento que sea sólo una fiesta —dice Gatsby, remera corta, abdominales marcados, brazos de gimnasi—. Es olvidarte de la desnudez, sentirte libre con lo que sos y con tus deseos. Es una forma de cultura”.

A los 16 años, Gatsby caminaba por el parque Los Andes de Chacarita cuando un grupo de punks se acercaron para robarle. Él les hizo frente y el capo de los punkies, sorprendido por su valentía, lo invitó a tomar una cerveza con ellos. Se sentaron en el mismo banco de plaza donde se sentarían durante más de un año. Cerveza, porro y la botella de mano en mano. No había mucho más en esas plazas de finales de los 90. Pero esa misma noche, al volver a casa, Gatsby se rapó la cabeza y se declaró punk. Con el tiempo se hizo marica. Ser punk y marica era doble chance de tener problemas. La policía lo paraba para pedirle documentos o ni siquiera eso: lo ponían contra la pared y le pegaban patadas. Los vecinos tampoco se la hacían fácil. Una noche tuvo que correr más rápido que la horda de pibes del barrio —armados con garrote— que lo perseguían.

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Una chica de rulos se encarga de abrir la puerta y pedir la contraseña. Otra, rubia y con las tetas al aire, recibe la ropa que los invitados quieran sacarse. Camperas, remeras, pantalones, también la ropa interior. Entrega un número que habrá que guardar en las medias o en las zapatillas. Sobre un escenario, luces y la consola del DJ, que también toca desnudo. En la pista hay transexuales, montadas, rondas de culos, torsos, pitos que cuelgan y algunos que están parados; también una chica que masturba en un rincón a un treintañero de barba y bigote. La música cambia a cada rato: ahora es una electrónica oscura que ralentiza los pasos; el próximo tema será un reggetón; después Thalía; luego “Barbie Girl”. No hay forma de aburrirse: se baila lo que sea, aplastado entre el sudor, las espaldas, las cuerpas de los demás.

Foto por Enzo Maqueira

Una de estas fiestas fue la salida inaugural de Lara con su chica. Fue hace más de un año. Llegó por unas amigas que habían conseguido la dirección y la contraseña, después de meses de escuchar mitos y leyendas sobre lo que pasaba ahí dentro. “Esa primera vez fue una iniciación. Era como esas orgías que siempre había imaginado, un poco sadomasoquistas, un poco trash, llena de personajes que no sabía de dónde habían salido. Yo me fui con una pollerita de cuero, pero adentro me saqué todo. Sentí que no iba a pasar nada que yo no quisiera. Que había respeto y diversión. Era el lugar donde siempre quise estar.” Lara es fotógrafa y forma parte de un grupo de amigas lesbianas y feministas entre las que hay psicólogas, docentes y empleadas públicas. Para ellas, la fiesta es una oportunidad de ver en la práctica lo que debaten en la teoría. “Es un lugar donde uno puede explorar sus deseos y sus vínculos. Podés ir con tu pareja, verla con otra persona o con varias personas, y sabés que al final de esa noche te vas con ella otra vez. En ese sentido, la fiesta no es ajena a nuestro mundo de reflexión de todos los días”.

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Una cola blanca brilla bajo las luces de neón de un cuarto al fondo de todo. Son las nalgas de una chica cuya cara está oculta por su propio cuerpo, acomodado en cuatro patas sobre un catre deshilachado. Un pelado en suspensor de cuero la castiga con la palma abierta. Dos pibes chupan una misma pija en un sillón. Algunos miran, otros conversan, otros arman un porro que compartirán con sus compañeros de expedición. El cuarto se arman grupos: chico, chico, chica; chica, chica, chica; chico, chico, trans, chico, chica, chico. Desde la pista llega el estruendo de una versión metalera de “Despacito” y la multitud la celebra a los gritos. Los besos se reparten de un lado a otro. También un masajeador que una de las chicas presta a quien quiera usarlo, no importa cómo ni con quién, tampoco en qué parte del cuerpo. El zumbido del aparato queda sepultado por el barullo de la música, el olor del baño, las voces, las aspas de un ventilador.


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Desde que, en diciembre de 2004, el incendio del boliche República de Cromagnon se llevó la vida de casi 200 chicos y chicas, las autoridades porteñas se ocuparon de legislar, controlar y clausurar todo establecimiento que no cumpliera con las normas y regulaciones vigentes. El proceso de habilitación de un centro cultural o un boliche es largo, tedioso e implica gastos que no todos pueden afrontar. Salidas de emergencia, matafuegos, materiales ignífugos, estricto control de la cantidad de asistentes. Pero las normas no son iguales para todos. La libertad que ostenta la gran fiesta poco tiene que ver con el conservadurismo de las autoridades porteñas, envalentonadas con la victoria de las fuerzas de la derecha en las últimas elecciones. “Dos por tres tenemos al patrullero en la puerta, metiéndonos presión. Nos tocan el timbre, quieren entrar, nos paran en la calle… Hay una persecución explícita. No habilitamos el lugar porque no tengo por qué hacerlo en un espacio que es particular, donde hago las fiestas que yo quiero, con la gente que yo quiero. La cultura no se regula. La cultura es libre”, dice su creador.

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A Gatsby se le ocurrió el concepto de su fiesta porque flasheó con dos clásicos de los '90: Ave Porco y el Parakultural. Eran sus lugares preferidos cuando por fin se levantó del banco de la plaza de los punkies. “Yo era peleador. Me cagaba a trompadas todos los días, sobre todo con los darks. La primera vez que fui al Parakultural me encontré con punks, rolingas, darks, todos viviendo en armonía. Los unía el hecho de poder expresarse. Además no era todo tomar, fumar y hablar boludeces: esa gente era culta, tenían vuelo, tenían algo para decir”. Gatsby siempre tuvo tendencia a formar grupos. De chico organizó un equipo de ecologistas violentos: “Si había un pendejito pescando en el lago de parque Centenario y dejaba a los pescaditos afuera, íbamos y lo tirábamos al agua”. Cuando fue taxi boy lo mismo: armó una cofradía de taxis y de prostitutas que trabajaban y vivian en comunidad. Habla con voz suave, amable, una media sonrisa. Dice que es hogareño, que odia las familias tradicionales pero le encanta formar otras con sus amigos. Que todas las veces que estuvo en pareja, la relación se rompió por la vida que lleva. Tuvo parejas de amor libre con chicos, parejas con dos chicas, parejas cerradas, pero siempre se terminó por lo mismo. “Por un lado tengo un personaje extrovertido hacia la noche. Eso me hace deseado, y ser muy deseado molesta. En la fiesta te fregás, te manoseás, te tirás unos besos. Para mí es pura performance, pero en algún momento mis parejas no lo entendieron y la magia se rompió. Ahora tengo un par de relaciones estables que lo aceptan, pero sé que se va a terminar. Igual está bien, hay que variar”.

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No cualquiera entra en la gran fiesta. Es un evento exclusivo, pero lo VIP no está dado por el dinero, la belleza o el espacio que cada uno ocupe en la escala social. Por el contrario, la premisa es comulgar con la filosofía de la diversidad, ser consecuente en la lucha por derribar el muro del héteropatriarcado, aceptar y disfrutar la desnudez propia y ajena, y tener un probado comportamiento que certifique todo esto. Los habitués del fetichismo, la cultura leather y las orgías tienen su lugar asegurado. Se trata de una red de contactos que se va ampliando, multiplicando y actualizando a partir de la búsqueda en redes sociales. Son los “amigos en común” los que acceden. Tarde o temprano, quienes reúnen los requisitos reciben la invitación.


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M. es habitué de la fiesta desde sus orígenes, también fue su primer DJ. En una época, además, fue uno de los encargados de seleccionar a los invitados. Los contactaba por Facebook después de hacer tareas de inteligencia: amigos en común pero también comentarios, likes, referencias de conocidos. Ahora trabaja como productor de eventos y también como masajista. De todos los recuerdos, nunca olvidará la vez que, mientras él pasaba música, 15 pibes garchaban todos con todos sobre la barra. O cuando tuvo que amenazar a un grupo de heterosexuales que no habían entendido el código: “Molestaban a las pibas, ellas les decían que no y ellos insistían. Entonces les dije: ‘Si ustedes tocan a las pibas, nosotros los tocamos a ustedes’. Con eso se calmaron un poco, pero al final hubo que hacerlos sacar. En la gran fiesta no hay lugar para los pajeros”. Para él, es uno de los pocos espacios de la noche de Buenos Aires que no conocen la histeria. “Además, como la gente coge ahí mismo, no se generan peleas. Si alguien se quiere medir la pija con otro, se la mide literalmente”.

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“Ya vi dos pijas”, dice Zoe apenas entra, todavía sorprendida por el lugar a donde la trajeron. Es encargada de un negocio de antigüedades, pero su vocación es la filosofía. Después de las pijas, lo segundo que le impacta de su primera fiesta es el calor. Lo siente parte de la ambientación, igual que la transpiración de los cuerpos. Zoe lleva puesto un vestido negro difícil de sacar. Llegó por un amigo con derechos que recibió la invitación. Cogieron una vez. A la salida de la fiesta, o quizás en la misma fiesta, será la segunda. Baila y el calor se vuelve insoportable. Quisiera sacarse el vestido, pero no se anima. A Zoe le brillan los ojos cuando cuenta su experiencia. En algún momento su amigo le preguntó si quería ir al cuarto de atrás. Chaparon delante de todos, mientras él le bajaba el vestido y le agarraba las tetas. Después fue el turno de ella: sacarle el boxer, ensalivarse la punta de un dedo, meterle mano por adelante y por atrás. Cuando termine la noche, antes de subirse al taxi que los llevará a la cama, recordará una anécdota que muchos le atribuyen a Voltaire: “Dicen que fue a una orgía para ver qué onda y aparentemente la pasó bien. Al toque lo invitaron a una segunda y él rechazó la invitación diciendo: ‘Una vez es filosofía, dos ya es perversión’”.


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Son las seis de la mañana y la noche promete durar hasta el mediodía. Los pocos solitarios que todavía no se animaron a entrar en alguna de las montañas humanas de piel, piernas, brazos, sexo, esperan una señal. El código no está escrito, pero la mayoría lo entiende. Cuando alguien tiene problemas para aprender el código, es invitado a partir. Es una de las tareas de Gatsby, que una vez, dice, sólo una vez, sacó de mala manera a un pibe que le tocó el culo a una chica que no le había dado permiso. Acepta que estuvo mal en usar la violencia, pero que fue el último recurso. Está claro: la gran fiesta no tiene nada que ver con la violencia, incluso cuando se pongan en juego los cinturones, los arneses y las fustas del sadomasoquismo. “Siempre puede pasar algo, —aclara—. Viene una marica feliz y trae a su chongo hétero con el que está flasheando, pero resulta que el chongo no se banca lo que ve y se violenta. Podés ser minita, marica, te pegó mal lo que tomaste… Una vez vino una dómina con su esclavo y lo tuve que terminar sacando, porque el chabón no entendía el código. Si alguien te incomoda, te toca o te zarpa, venís y me decís. Yo los saco amablemente. La idea es no ponerse la gorra, no sacar a nadie, que de verdad haya libertad para todes. Yo promuevo la libertad porque me gusta, porque la quiero para mí, porque es linda de ver. Es lindo ver muchas cosas diferentes, desde la música hasta las personas. Es lindo que haya mucho. Cuando yo sea viejo, gordo y feo no quiero que me echen; quiero que me dejen entrar a la gran fiesta”.


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Los que entraron fueron Laura y Federico. Vinieron con unos amigos, directo de un cumpleaños. Después de soplar las velitas, alguien que sabía la contraseña propuso el plan y llegaron en manada. Pero los amigos de esta pareja de treintañeros estaban enterados de qué se trataba. Ellos no, siguen con la ropa puesta: el jean, la remera, los ojos demasiado grandes. A ella le hace gracia que todos los pibes estén en pito. A él le da lo mismo, pero eso no quiere decir que se animaría a sacarse todo. Están por terminar la cuarta lata de cerveza, pero ni siquiera así logran despegarse de su refugio junto a la barra. “Qué sé yo —dice Laura—, es raro”. Y no se sabe si Federico asiente con la cabeza o sigue el ritmo de la música. Pero será ella la que le diga de ir al cuarto de atrás a ver si hay alguien cogiendo. Y será él, que se aguantó las ganas más de una hora, el que se anime a ir a mear aunque el baño esté lleno de tipos en bolas. De algo están seguros: la única pareja vestida ya no será la misma después de esta noche.

El cronista de VICE llevaba tiempo con ganas de saber si lo que le habían contado era cierto. Se compró una sunga roja para no estar desnudo pero tampoco careta. Eligió una remera con cuello abierto, que dejara ver un poco del hombro. Ni bien entró se encontró con sus amigas. Él en sunga, ellas en tetas. Se saludaron con un abrazo. Mientras charlaban a los gritos, bajo “Get Lucky” de Daft Punk, una de sus amigas le tocó el bulto, que de verdad parecía demasiado grande tras la tela elástica. “Es por los huevos”, dijo el cronista de VICE y se empezó a reír. Miró a su alrededor: más pitos, culos, tetas, cuerpas. Entre la multitud reconoció a Gatsby, a la fotógrafa, a M. y a la amante de la filosofía; también a una pareja, los únicos vestidos, en un rincón. Alguien le ofreció MDMA. Hundió la punta del dedo y se lo chupó. No hizo falta esperar el efecto. La marea humana lo empezó a llevar.