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Fuimos a un campeonato de penales en un club de barrio argentino

El pateador y el arquero se enfrentan por 500 pesos y con lo que recaudan ayudan a niños. Apuestas, disparos, cerveza y cómo sobrevivir en el fútbol con la crisis argentina
Fotos por Fernando Núñez

Artículo publicado por VICE Argentina

Lograr que la fiebre pasional del fútbol desempeñe un rol positivo en el entramado social del barrio es una tarea ardua. De todos modos, el Club Santa Isabel lo hace posible con un campeonato de penales que organizan cada viernes y en el cual compiten jugadores de muchos lugares, tanto profesionales, del ascenso, como amateurs. Con el dinero que recaudan compran regalos para los niños.

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Los campeonatos de tandas de penales son un clásico del conurbano bonaerense y el interior argentino. Clubes, potreros, calles. Todo vale para colocar, en cualquier condición, dos objetos que simulen un par de postes y enfrentar a tirador y arquero en una lucha encarnizada y estratégica al mismo tiempo. El caso de Néstor Ortigoza, exídolo del San Lorenzo campeón de América, ilustra esta práctica: 90 por ciento de efectividad en penales convertidos durante su periplo profesional lo convierten en uno de los ejecutores más certeros en la historia del fútbol argentino. El actual futbolista de Rosario Central se formó en las divisiones inferiores de Argentinos Juniors, el “Semillero del Mundo” para los amigos, pero su calidad de pateador casi infalible se desarrolló fuera de la institución de La Paternal. Ortigoza depuró su técnica en torneos de penales que se jugaban durante toda la madrugada y que eran por plata. La plata del premio, y la de las apuestas.

En realidad, un penal es la génesis de una apuesta. El Pateador está con las manos en los bolsillos, de pie frente a la pelota, busca concentración más allá de la mitad de la cancha de fútbol de salón. Amasa el esférico e improvisa una gambeta contra el hombre invisible. El deportista y el elemento se reconocen, entran en calor con unas caricias preliminares. El Arquero rival se prepara, estira los músculos y se acomoda la ropa. Alguien del público le dice al Pateador: “¡Mirá que este chabón ataja bien, eh!”.

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Lejos de amedrentarse, el Pateador pisa la pelota para mantenerla tan firme como sus palabras: “500 pesos a que le meto dos”. Sobre la línea difusa entre la soberbia y la fe en uno mismo, frente a los presentes, la apuesta queda sellada con una mirada a los ojos y una afirmación con la cabeza.

El primero de los tres tiros de la serie es manso y esquinado, pasa al lado del palo izquierdo del Arquero; gol. El segundo lleva la misma intención, pero se va desviado apenas por la línea de fondo. El Arquero no adivina la punta en los dos primeros, pero se juega a que va al mismo lugar en el tercer intento. La ataja y desde el público llega un alarido.

Un pitazo. El árbitro no valida la jugada porque el arquero se adelantó más de lo permitido. Otra oportunidad y la ejecución es un pelotazo al medio, fuerte y alto. El arquero duda y elige la punta derecha. Gol. El pateador se lleva los 500 pesos y pasa a la siguiente ronda.


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El hecho de que el pateador y el arquero se enfrenten en tres disparos seguidos le da un encanto especial, como si fuese un duelo personal con aires de espagueti western. Uno y otro se miran a las caras, calculan las probabilidades a partir las acciones anteriores, se aprenden las mañas y habilidades mutuas. La inclinación de la cadera, la apertura del pie del pateador, el palo al que el arquero llega con menor esfuerzo, la velocidad de sus reflejos. Suena el silbato y se ejecuta el penal con todas estas variables en cuenta.

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El público toma cerveza. Come. Salen a la vereda a fumar porro. Algunos lo mezclan con pasta base para armar un “nevado”. El nombre surge por el parecido de la nieve sobre el pasto y la tierra, con la manera en que la pasta base, de color blanco o amarillento, resalta sobre el verde o marrón habitual de la marihuana en Buenos Aires.

Tal vez pase caminando por la calle un pipero con los labios en carne viva por fumar pasta base en un caño de metal, sobre una esponja de bronce. La pipa se calienta hasta lastimarlos, mientras fuman con llama constante hasta lograr la temperatura necesaria para quemar la droga, y que así despida el humo narcótico. Por lo general a los piperos no les importa otra cosa que fumar, por eso casi ninguno asiste a lo que es, quizá, una de las manifestaciones más puras de la pasión futbolera.

Si bien el Barrio Santa Isabel queda en la localidad de El Jagüel, para llegar en transporte público hay que tomar un colectivo desde Monte Grande, a tres kilómetros. Es una rareza logística del transporte público, que pasa por alto el hecho de que tanto Monte Grande cómo El Jagüel tienen una estación del Ferrocarril Roca. Las personas del barrio que toman el tren para ir a trabajar o a entrenar algún deporte, realizan un viaje de tres kilómetros en colectivo, aunque tengan una estación del mismo ramal ferroviario a tan sólo un kilómetro.

En el Club Santa Isabel, que cumplió 30 años este 9 julio, entrenan fútbol nueve categorías de inferiores. De la 2013, los más chicos, hasta la 2004, los cuales están a punto de unirse a algún equipo del ascenso o, simplemente, dejar de pensar en el fútbol como una salida laboral. Este año comenzaron a enseñar patinaje artístico a las niñas. Madres y padres de los chichos que juegan al fútbol están a cargo de la organización del campeonato de penales. Una categoría distinta cada viernes. Así, cada dos meses se reinicia el ciclo de turnos. El rol y responsabilidad del club pasa por prestar sus instalaciones, sin exigir el pago de ningún arancel.

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A fin de año, con el dinero recaudado, compran regalos para los pequeños. Es una acción que ayuda a evitar que haya quien se quede sin practicar deporte por tener alguna carencia material. Ya sean medias, botines, abrigo o cualquier elemento básico.


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Los ingresos surgen, en menor medida, de las inscripciones. De las ventas que se realizan en el bufet en una proporción mayor. Más que nada de la cerveza, aunque también hay sánguches de milanesa, papas fritas. Yo probé unas empanadas de carne, suaves pero no desabridas. Me daba cuenta de que una persona que hace añares cocina para su familia, tiene una calidad superlativa en sus preparaciones culinarias.

La lógica y reglas de los torneos son sencillas. Para competir en el torneo se pueden inscribir equipos: un arquero y un pateador. También puede ser alguien que se anime a hacer las dos cosas. Cada equipo realiza tres tiros seguidos. Si empatan se pasa a una serie de dos. Si no se decide el resultado pasan a una serie mano a mano, hasta que se termine.

Cuando un equipo pierde, puede pagar una reinscripción y seguir en carrera pero si pierden de nuevo quedan eliminados. Casi todos hacen esto, lo que lleva a que se agrande el poso de premiación que, por lo general, oscila entre los 1500 y 2000 pesos.

Cualquiera que haya jugado a la pelota en potreros sabe que en los barrios hay jugadores que podrían competir con la potencia de Romelu Lukaku, la coordinación sincrónica de Ivan Rakitic o la efectividad goleadora de Harry Kane. Por eso no me extrañaría que cualquiera de esos piperos sea un talentoso que, de haber tenido la motivación y la perseverancia necesaria, hubiese transitado un camino en la competencia deportiva de alto rendimiento.

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En la esquina, fumando pipa en soledad, está el arquero del equipo que ganó la semana anterior. Acovachado bajo un toldo de lona en la ochava: “Ya me enrosqué”, le dice a su compañero cuando le avisó que ya estaba abierta la inscripción.


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Entre los que van competir también hay muchos con potencial de crack deportivo. Quizá no están comprometidos con las drogas duras, pero por otros motivos extra futbolísticos no lograron llegar a primera.

Hay otros que están en ese limbo: por ahí se aparece el 10 de un equipo de la Primera C, un profesional experimentado que más de una vez ha sido ganador del torneo y patea con un estilo preciso y efectivo. Un vecino me señala a un chico delgado y moreno, un juvenil que comienza a sumar minutos en la Primera B Metropolitana y patea o ataja por igual sin perder el ímpetu.

Sobra decir que ambos participan en los torneos de penales sin que sus clubes lleguen a enterarse. A pesar de que en la ejecución de un penal hay apenas contacto físico, siempre se corre el riesgo de lesión. Al final lo hacen porque son del barrio y el barrio no se olvida. La intención principal es ayudar al club a salir adelante, que los chicos tengan lo mínimo para practicar el deporte que elijan. Si la faena incluye jugar a pelota, pues nada, todo es más dulce.