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Cultură

Especial FIL de la Pura Puntita: Los albañiles

Hoy murió Vicente Leñero. ¡Larga vida a Vicente Leñero!

​A lo largo de esta semana te recomendamos diez libros que no puedes dejar ir en esta Feria Internacional del Libro en Guadalajara. He aquí el tercero.

​vía

Hoy, a los 81 años de edad, murió el novelista, dramaturgo, guionista y escritor tapatío Vicente Leñero. El mejor homenaje que podemos hacerle es leerlo. Muchos de ustedes, bebés que estudian periodismo o comunicación, quizá lo recuerden más por el Manual de periodismo, pero algunos viejitos de Twitter lo recordamos por su maravillosa novela Los albañiles, que seguro pueden conseguir en la FIL y leerla si encuentran un pedacito de suelo alfombrado donde sentarse.

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Dejaban a don Jesús sentado en su cajón y empezaban a desfilar delante de él para ir al fondo de la bodega a quitarse los pantalones de trabajo —remendados, sucios de cal, de cemento, de yeso, de pintura—, ponerse los de casimir o los de mezclilla. Con aquéllos y con la camisa, o el overol, hacían un bulto y lo metían dentro de un bote de lámina que dejaban al lado de las herramientas, en el sitio de cada quien. Se lavaban las manos, se remojaban la cara, se pasaban el peine por el cabello, se iban. Jacinto y Álvarez eran los últimos en salir.

—¿Qué trais conmigo?

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿qué trais conmigo?

—Nada, hombre.

—¿Y tú, Chapo?

—Nada —contestaba Álvarez mirando a Jacinto. Le gustaba hacer rabiar al viejo únicamente. Era un gusto. Lo hacía de broma. Y si no, que traigan a los demás albañiles para que declaren y digan quién fue el que se compadeció del viejo, quién lo ayudó verdaderamente, quién le dio chamba.

—Álvarez.

—El maestro Álvarez.

—El Chapo Álvarez.

A los dos días de que el doctor Aguilar le dijo: —Si dice que puede, escápese, don Jesús llegó a la obra con lo que traía puesto, a pedir chamba. ¡Cómo andarían las cosas en la Castañeda para que el mismísimo doctor Aguilar le diera esos consejos! ¡Cómo andarían! Isidro podía creerlo o no…

—No.

—¡Ah qué la canción! ¿Me vas a hacer que te cuente todo para que se te quite lo terco?

Fue una época de lo más triste. Empezó el día en que su mujer, malaconsejada por el portero del edificio de enfrente, o mejor dicho, en combinación con él, lo llevó a la Castañeda para quitárselo de encima como quien se deshace de un trique. Fue un verdadero calvario que hubiera sido todavía más calvario de no haber estado allí el doctor Aguilar, joven él, con un modo de tratar a los enfermos que no le conocía a nadie; ni Dios en persona lo hubiera tratado así de bien, con tantas atenciones y tanto cariño.

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Largas horas se pasaba don Jesús platicando con el doctor Aguilar; uno al otro contándose su vida. Y por si fuera poco, el doctor Aguilar le llevaba ropa, ropa que luego le robaban las canijas afanadoras y los canijos jijos de su pelona mozos de la chingada.

—Y deja tú lo de la ropa —dijo don Jesús poniendo una mano en el muslo de Isidro. Lo de la robadera pasa porque al fin y al cabo la ley de la vida es ésa: el que madruga —lo dice el refrán— tiene el derecho de aprovecharse de los demás, que para algo sirva pasarse las noches con el ojo pelón mientras los demás duermen muy confiados como dando a entender que dejan lo suyo al vivo que se afana para conseguir lo que en último grado, mirando las cosas con calma, viene siendo de todos. A don Jesús no le preocupaba la robadera. Fue una experiencia más que aprovechó después, adentro y afuera del manicomio, mientras sonaba su hora y el asesino llegaba una noche sin luna a abrirle la cabeza a tubazos. Sin esos robos en pequeña escala: la cartera de un buey, la fruta de una sirvienta zonza, las tortillas de un albañil pendejo, los cinco pesos que se piden y claro, no se devuelven, la bolsa de una vieja emperifollada, andaría ahora mendigando por la calle como cualquier limosnero. Las cosas las hizo Dios para que las disfrutaran los vivos, y a Dios mismo le hubiera gustado, desde que les dijo a Adán y a Eva; váyanse a la chingada, que todos pelaran los ojos. No todos lo entendieron y por eso hay tontos; porque también hay que ver que de no haber tontos en este mundo sería muy difícil vivir, la gente andaría arrebatándose las cosas en la calle, lo cual es feo, se vería mal: unos a otros madrugándose y nadie que pusiera el orden porque ahora sí que cómo y para qué poner orden donde todos son vivos, a quién se va a proteger si cada quien se protege solo agenciándose lo que se encuentra y teniendo con ello lo suficiente para irla pasando en la medida de la habilidad de cada uno. La justicia y la cárcel las inventaron los débiles para proteger a esos pobres dejados que los hay y los habrá siempre, gracias a Dios desde luego, que así le facilita a uno la existencia sin que sea necesario ser mucho muy abusado.

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Otra cosa —decía don Jesús sin disimular la risa que le daba—: las mujeres. Cuestión de ponerse listo desde los quince años. Nada de esperar y pedir permiso. La mano siempre suelta, livianita livianita, y como quien no quiere la cosa, en el camión, en la calle, cuando están desprevenidas, su rozoncito por delante o por detrás, su acariciadita muy sabrosona; y si uno es joven, de quince o dieciséis años —como Isidro— pues a disfrutar bien el momento poniendo todo el ánimo en lo que se hace, sin miedo porque es bien sabido que digan lo que digan a las viejas les gusta tanto como a uno. Eso para empezar —la risa de don Jesús era gritito largo—; después siguen palabras mayores. Ahí están los ojos por delante, en el lugar en que Dios los puso, bien acomodados por cierto, listos para adivinar de un solo trancazo quién es la que se deja fácil y quién es a la que hay que hacerle la lucha. Con las fáciles hay que empezar, ni qué vuelta de hoja tiene. Y las fáciles son todas las gatas que voltean al primer chiflido, o al segundo cuando más. Uno debe saber si pasan por ganas de pasar frente a la obra o porque no hay otro camino. Con ver el modo como se mueven ya uno les tiene medida la distancia. Pasito a pasito detrás de ellas, calculándoles el trote como a las yeguas, dejándolas adelantarse un poquito como si uno se fuera a quedar parado; a ver qué hacen cuando ya no oigan el silbidito ni las pisadas que se deben dar primero con mucha fuerza y luego con menos, casi de puntitas. Si es a la mitad de la cuadra, mucho ojo, no detenerse demasiado, y cinco contra uno a que voltean al llegar a la esquina, como para ver a un coche que dizque va a dar la vuelta, pero en realidad voltean para verlo a uno. En ese momento les entra una especie de risa que son puros nervios de las ganas. Entonces ya no hay más que esperar. Derecho a tentalearlas. Unas palabras y ya estuvo. Esa misma noche. La primera vez, en cualquier esquina; entre que uno se come un pan de los que llevan en la bolsa y entre que se les empieza a sobar las chichis, facilito se van poniendo aguadas aguadas. Así hay que dejarlas hasta el día en que uno sienta que ya se les están quemando las habas por saber a qué horas y a dónde. Puede ser en su cuarto, si hay modo de subir sin armar alboroto y sin despertar a los patrones de la muchacha que eso siempre es malo, no porque los patrones asusten sino porque luego son molestias para uno por aquello de que se enojen y la pongan de patitas en la calle, y la muy desconsiderada empiece a moler, a andar tras de uno a todas horas; puede ser en la obra, siempre es mucho mejor, porque entonces sí cualquier día y cuantas veces se pueda. Con moderación, claro está, poniendo siempre mucho cariño y muchas palabras bonitas que es con palabras con lo que todo se consigue. Y cuando ya se logró, dejarla por la paz luego luego antes de que la muy maldita lo mande a uno al carajo. Eso hay que tenerlo muy presente. Cuando se está tiernito es fácil caer en la trampa y entonces sí se acabó el gusto y empezó la trajinada.

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—Te lo advierto por la Celerina —dijo don Jesús.

Había sacado del fondo del cajón un cigarro y lo había estado acariciando antes de llevárselo a la boca para encenderlo con uno de los palos ennegrecidos que ardían haciendo lumbre.

Don Jesús permaneció en silencio mientras fumaba. Oscurecía. Afuera de la bodega, en los charcos, rebotaban aisladas gotas de lluvia.

Amaneció.

—¡Mataron a don Jesús! ¡Mataron a don Jesús!

Aquí dejamos la adaptación completa de Los albañiles, hecha por el mismo Leñero.