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La pura puntita

La pura puntita: Narcoamérica

De los Andes a Manhattan, 55 mil kilómetros tras el rastro de la cocaína.

Dromómanos es una productora de proyectos periodísticos que, a través de estar en constante movimiento por Latinoamérica, buscan contar las historias de la gente que se cruza por su camino. Formada por la periodista mexicana, Alejandra Sánchez Inzunza, y los periodistas españoles, José Luis Pardo Veiras y Pablo Ferri Tórtola, han colaborado anteriormente con VICE con una columna homónima.

Presentamos un adelanto de Narcoamérica (Andanzas Crónicas, 2015), publicado con autorización de Tusquets Editores México.

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Lee más textos de nuestra columna Dromómanos aquí.

Capítulo 4 - La Lavadora

Después de media hora de mentiras, El Visitante hizo una pausa en la conversación y esbozó una sonrisa pícara.

—Ya te diste cuenta de que no sé nada de bancos, ¿verdad? —dijo.

El Jefe, sentado enfrente de aquel hombre desconocido, asintió con timidez.

—Quería conocerte porque sé que fuiste tú —le dijo El Visitante.

El Jefe se quedó pasmado. El filete que estaba comiendo se enfriaba en el plato. Se estaba quedando rígido, lo mismo que sus brazos: tiesos como vigas de acero.

—¿El qué? —preguntó— ¿Qué fui yo? ¿De qué habla?

—Los 600 mil dólares que agarraste. Ese dinero era mío —añadió El Visitante con tono tranquilo.

El Jefe al fin salió de la estupefacción y entendió.

Era media tarde. El Jefe y su escolta acudían a cenar a un centro comercial cercano al malecón de Ciudad de Panamá cuando El Visitante, un colombiano de mediana edad, les abordó en los pasillos. Años después, a escasos metros del lugar en el que se produjo aquel intimidador encuentro, El Jefe intentaba dibujar un retrato mental de ese hombre desconocido, pero no conseguía atinar: no sabía si tenía el cabello largo o corto, claro u oscuro; las cejas gruesas; las manos grandes; o el tamaño y la forma de la nariz. Decía que se quedó en shock. Apenas recordaba la templanza de su interlocutor y una sonrisa maliciosa. El hombre que tenía enfrente, sin embargo, parecía saber todo de él: la marca de su coche, dónde vivía, dónde comía.

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El Jefe dirigía por entonces la Unidad de Análisis Financiero (UAF) del Gobierno panameño, un organismo encargado de investigar casos de blanqueo de dinero. Pidió mantener el anonimato por cuestiones de seguridad. Bajo su mando, agentes de la UAF desbarataron operaciones y estructuras vinculadas al crimen organizado y no desea que nadie lo pueda identificar. Una de las investigaciones lo relacionó con el hombre que primero lo enredó con mentiras y después lo interrogó. Los agentes de la uaf habían recibido informes de inteligencia sobre una banda colombiana que estaba moviendo droga y dinero. «Cuando les caímos me tocó ir a mí. Los agarramos con todo: 600 mil dólares en un cuarto». El dinero apilado en la estancia aguardaba a que la organización le borrase el estigma de la droga. Abogados, financieros y banqueros serían los encargados de integrarlo al mercado lícito y cerrar el círculo del narcotráfico.

Unos meses antes de nuestra conversación, en Ciudad de Panamá, la Fiscalía Antidroga y la extinta Policía Técnica Judicial (ptj) habían desarticulado una banda de colombianos, panameños y mexicanos que trasladaba cocaína desde Sudamérica hasta Centroamérica. Las autoridades incautaron tres toneladas de droga y encerraron a 11 miembros de la organización. Lo que en principio era un éxito se convirtió en un desastre: un alto cargo de la PTJ murió envenenado y el fiscal antidrogas, Patricio Candanedo, dimitió. El Jefe le había sustraído 600 mil dólares a El Visitante, así que mientras hablaban su principal pensamiento era que podía no salir del centro comercial.

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—No sabía cuándo me iba a sacar la pistola —recordaba el Jefe—. Aquel día me supe vulnerable.

El Visitante hablaba de forma sutil y siempre en primera persona, de lo que El Jefe dedujo que aquel hombre no debía cuentas a nadie: era un capo, el líder de la organización a la que había golpeado. A pesar de lo desconcertante de la plática, poco a poco El Jefe se dio cuenta de que lo que quería el capo era ponerlo en nómina. «Había venido a sobornarme. A él le interesaba que me quedara donde estaba (en la jefatura de la Unidad) y le pasara información».

El Jefe no comprendía por qué el capo no había mandado a un emisario.

—¿Cómo se arriesga usted tanto? —le preguntó.

El Capo sonrió.

Cuando los formalismos se acabaron y llegó una oferta concreta de soborno, El Jefe se armó de valor.

—Mire, yo estoy orinado de miedo —dijo al Capo—. Pero ya que usted me habla tan sinceramente, yo también.

Le dijo que no.

Los dos se miraron en silencio durante un tiempo. El Jefe tampoco recuerda cuánto, pero en todo caso fueron los segundos más largos de su vida.

—Si me vas a matar —le dijo— esos dos de allá se van a ocupar de ti.

El Jefe señaló a sus escoltas, que estaban a unos metros de ellos.

—Si fuera así no estaría aquí sentado —contestó El Capo—. En realidad vine a reconocerte que en todo el caso no hubo corruptelas, esto es parte del juego: a veces se gana, a veces se pierde.

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Aquella noche, El Jefe pudo salir por su propio pie del centro comercial. Sólo le arruinaron la cena.

***

La cocaína es un producto que encaja a la perfección con el capitalismo. Su producción es barata y su precio de mercado muy elevado. En el camino hay muchos intermediarios que se llevan su parte. Su principal cualidad es la descarga eléctrica, la rapidez. El corredor de bolsa puede inhalar unas rayas y bajo los efectos de la droga comprar y vender acciones por miles de millones de dólares. «Se habla mucho de los consumidores, pero muy poco del dinero ilegal que se mueve y de las facilidades que ofrecen nuestros bancos», dijo en su oficina de Manhattan, Allan Clear, director ejecutivo de la Harm Reduction Coalition, que lleva desde principios de los noventa tratando de ayudar a los consumidores en las calles de Nueva York. La guerra contra las drogas se basa en una confrontación de seguridad, primero, y en una cuestión de salud, después. Cuando hablamos de dinero la palabra guerra se difumina. Los decomisos de droga y los arrestos se producen con frecuencia, los de dinero son menos. Hay voces que denuncian que el prohibicionismo, en el fondo, viene bien para sostener economías y estados débiles con dinero ilícito. El tráfico de drogas es una gran empresa que genera unos trescientos veinte mil millones de dólares cada año —lo equivalente al 1.5% del Producto Interior Bruto mundial—. Ese dinero, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal), sería suficiente para cubrir las necesidades básicas de infraestructura y servicios en América Latina. Con ese volumen de negocio, perder 600 mil dólares puede ser simplemente parte de un juego.

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El juego económico del tráfico de drogas combina las cualidades de la bolsa de valores y de los bonos del Estado. Un bróker de Wall Street apuesta en una especie de casino, donde a mayor gasto y más riesgo las ganancias aumentan exponencialmente y las pérdidas pueden devenir en bancarrota. Un trabajador de clase media pone sus ahorros en la deuda del Estado, con un interés pequeño, pero aunque sea poco, tiene la seguridad de que se llevará algún rédito. El traficante de drogas goza de lo bueno de los dos mundos. Puede ganar mucho dinero con poca inversión. Es cierto que en su casino es posible que te maten o que te arresten, pero el riesgo económico es casi cero. Desde los Andes peruanos hasta las calles de Nueva York un kilo de cocaína habrá aumentado 50 veces su valor y si viaja a Australia el precio se habrá multiplicado por 200. Todo esto al por mayor. Si se vende al menudeo, su precio de calle en Manhattan, por ejemplo, sería 300 veces más caro que cuando se produjo en Perú, el principal productor mundial.

Cada dólar invertido en cocaína rinde más que las acciones más valiosas del mercado. En su libro Cero, Cero, Cero el periodista y escritor italiano Roberto Saviano, explica que si alguien hubiera invertido 1,000 dólares en Apple en su mejor año —el del lanzamiento del iPad— hubiera recibido al final del curso 1,670 dólares. Si esos 1,000 dólares se hubieran invertido en cocaína, la ganancia sería de 182,000.

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—Para mí el mayor riesgo es que el mundo sólo se fije en las cabezas cortadas y no en los nombres, el dinero, la genialidad de los cárteles mexicanos—dijo Saviano una tarde de diciembre de 2014 en la habitación de un sexto piso de un hotel de Manhattan.

El hombre de 35 años que se ha paseado por medio mundo entre la clandestinidad y la celebridad rodeado de escoltas, había llegado unos minutos antes al lobby del hotel vestido con un abrigo y un gorro, que tapaba su precoz alopecia y lo protegía del intenso frío de esos primeros días de diciembre. Ha dicho varias veces que investigar la verdad sobre el crimen organizado no merece la pena si esta es la vida que tiene que llevar. Un mes antes de nuestro encuentro, vio en un juzgado cómo la justicia italiana absolvió a los dos jefes de la Camorra napolitana acusados de emitir la amenaza de muerte que pesa sobre su cabeza desde que en 2006 publicó Gomorra, un libro que denunciaba los trapos sucios de la Camorra italiana. «Para mí es imposible creer la absolución del boss cuando el abogado que lo defendía sí fue condenado. Pero la justicia italiana da miedo. Es todavía muy inmadura», dijo Saviano, siempre expresivo y con hablar pausado. Parecía relajado. En un momento de la entrevista, sacó de su cartera una identificación con nombre falso —un nombre que parece sacado del quarterback de una película colegial de Hollywood— y rió a carcajadas.

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Cuando llegó por primera vez al aeropuerto JFK de Nueva York, Roberto Saviano, acabó en un cuartito rodeado de mulas, personas que intentaban introducir droga en una de las capitales mundiales del consumo. Para las autoridades del aeropuerto su «personalidad bajo protección» lo equiparaba a un mafioso o a un arrepentido de la mafia. Saviano le explicó a una agente que él era escritor, pero la policía no podía creer que alguien «con esas pintas» pudiera escribir.

—Invéntate otra mejor— le dijo.

Saviano le respondió que googleara su nombre, que así se daría cuenta de que su «personalidad bajo protección» era todo lo contrario a ser un mafioso. Al final ella cedió. Le ofreció una disculpa y lo liberaron. Desde entonces, el escritor amenazado vive una ida y vuelta constantes, con Nueva York como base, la ciudad del mundo con la mayor representación de organizaciones criminales de todo el mundo. Él asegura que vivir aquí es lo más parecido a la libertad. Aunque parezca paradójico que el escritor amenazado viva en un enjambre de mafias, las reglas en Manhattan son diferentes a las de América Latina. A Saviano hay gente que se le acerca y le dice: ¡Gomorra!, I love mafia.

«La idea de un hombre que arriesga la vida por el negocio les parece erótico. Un Michael Corleone. El mafioso es heroico y aquí no es ningún problema».

Al sur del Río Bravo, la realidad es la de las cabezas cortadas, en Nueva York la de miles de millones de dólares que se mueven en la invisibilidad, sin apenas violencia.

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Antes de llegar a la habitación, Saviano recibió una llamada para hablar sobre un caso de la mafia de Italia, y mientras se abría la puerta, comentaba cómo los cárteles mexicanos se han adueñado del negocio de la heroína. El tema que le privó de libertad sigue siendo su gran obsesión. Y en esa obsesión hoy hay un país que es el centro de sus principales pensamientos: México; y un vector del crimen organizado: el dinero.

«La impunidad más grande sigue siendo la del narcocapitalismo. Es una impunidad que involucra a hsbc, Wells Fargo, Swiss Bank, que han tenido que pagar una sanción a la corte de Estados Unidos por su relación con el narcotráfico. La primera conexión entre México y Estados Unidos no es la migración, no es el flujo de cocaína, es el dinero».

El caso que más le interesa es el que involucró a Wachovia Bank, uno de los bancos más grandes de Estados Unidos, que después de la crisis de 2008 pasó a formar parte de Wells Fargo. El 10 de abril de 2006 las autoridades mexicanas interceptaron un jet que aterrizó en Ciudad del Carmen, en el Golfo de México. En el interior del avión encontraron 5.6 toneladas de cocaína. La investigación posterior, que duró 22 meses, destapó que el jet pertenecía al Cártel de Sinaloa y que se había comprado con dinero del tráfico de drogas lavado en el Wachovia Bank. Aquella compra era sólo calderilla, comparado con los miles de millones que los cárteles mexicanos enviaron a través de transferencias bancarias, cheques de viaje o giros en efectivo a la entidad. Entre 2004 y 2007 se transfirieron utilizando casas de cambio 374 mil millones de dólares —lo equivalente a un tercio del Producto Interior Bruto de México—. Aunque el caso nunca llegó a los juzgados, en 2010 Wachovia Bank fue sancionado por permitir transferencias de dinero procedentes del tráfico de drogas y no aplicar medidas contra el lavado de dinero. El banco pagó 160 millones de dólares, lo equivalente sólo al 2% de los beneficios del año anterior.

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Casos parecidos han salpicado a otros grandes bancos: el American Express Bank pagó sanciones dos veces tras admitir que había fallado en el control del ingreso de dinero procedente de las drogas; varias cuentas de la sede del Bank of América en Oklahoma fueron utilizadas para comprar tres aviones que trasladaron 10 toneladas de cocaína; durante casi toda la primera década de los 2000, cárteles mexicanos utilizaron compañías pantalla para abrir cuentas en la sede de Londres del HSBC, una entidad que también se vio envuelta en el lavado de diez mil millones de dólares, según la DEA, de los cárteles de Sinaloa y el Norte del Valle (Colombia). La multa al hsbc fue de récord: mil 900 millones de dólares. Pero del mismo modo que nos explicaban en la crisis que los bancos son demasiado grandes, importantes, en el sistema económico para dejarlos quebrar, también parece que son demasiado grandes, importantes, para que se les castigue con penas carcelarias.

«Lo interesante no son los mafiosos sino la seguridad que protege a Wall Street. Un bróker toma dinero de los Zetas y lo invierte. Hay un bróker italiano, Locatelli, muy importante, que no tiene dinero, porque está todo en Andorra, Liechtenstein, paraísos fiscales, y no puede tocarlo. Es una cosa típica de los jefes del narcotráfico. Si lo tocan, los descubren. Si lo dejan dentro, no», dijo Saviano.

Para el escritor amenazado lo más importante son las cuentas: «Yo creo que todas las políticas y reformas sobre el territorio tienen que empezar con un gran tema. Por ejemplo: Si tú trabajas con albañiles, ganas 500 euros al mes, pero si despachas hachís, ganas 500 euros a la semana, si despachas coca son 1000 euros a la semana, y puedes crecer, puedes abrir tu propio negocio. Si uno se empeña, uno puede abrir una fábrica, un negocio comercial, una oficina. Los únicos que creen en los jóvenes son las organizaciones mafiosas. El mundo criminal es producto de la miseria». Y se pregunta: «¿Cuáles son las cadenas de restaurantes de narcos, las compañías de aviones, las gasolineras? No se sabe. ¿Por qué Slim no toma 50 millones de dólares y financia una investigación sobre narcotráfico? No lo hace porque es mucho más cómodo, porque su hermano está con muchos poderes ligados al narco. La humanidad es infeliz y la mafia gana dinero».

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***

Una regla básica entre los perseguidores de traficantes es que para golpear a una organización criminal lo importante no es seguir la droga, sino el dinero. «El narcotraficante lo ve como un negocio —nos dijo Rosendo Miranda, quien fue fiscal antidrogas de Panamá entre 1995 y 2005—. Olvídate por un momento de que la cocaína o la marihuana son sustancias ilícitas, piensa que son lícitas. Desde el punto de vista del mercadeo, ¿tú qué países buscarías para que tu producto saliera más rápidamente a tu mercado de consumo? ¿Te vas a ir para Nicaragua, que no tiene infraestructura? ¿Te vas a ir para Guatemala? ¡Claro que no!». En su despacho, en la enésima planta del enésimo rascacielos de uno de los barrios más ricos de Ciudad de Panamá, reflexionaba sobre el mercado ilícito de las drogas en clave de producto. La cocaína se dirige hacia donde existe la demanda; el dinero busca grandes mercados en los que se pueda disfrazar y pasar inadvertido. «Ha sido así desde siempre —explicó Miranda—. Recordemos las famosas ferias de Portobello en la época colonial: todo el oro que salía de Sudamérica venía para aquí y salía para España. Panamá es un país atractivo, para lo bueno y para lo malo». La economía panameña ha crecido en los últimos años cerca de un 10%, la tasa más alta de Latinoamérica. La Zona Libre de Colón es la segunda zona franca (sin pago de impuesto) más grande del mundo, por detrás de la de Hong Kong. Allí, cada año, circulan 30 mil millones de dólares y trabajan unas treinta mil personas. Por los 80 kilómetros del Canal de Panamá, que conecta dos océanos en apenas hora y media, navega el 5% del comercio mundial marítimo. Los panameños dicen que su país es un poco caribeño, un poco centroamericano y en general un poco de todos lados. Sobre todo, es un gran centro comercial y financiero. Tanto ajetreo supone una gran oportunidad para el comercio lícito, pero también para el ilícito.

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Miranda, un abogado vestido con traje a medida, de cabello cano y hablar conciso, recordó un caso de sus años en la fiscalía, una investigación que empezó en Canadá, pasó por Panamá y terminó en una cadena de electrodomésticos en Colombia. Las autoridades canadienses vigilaban a una banda de motociclistas que distribuía droga en Toronto. Los traficantes tenían un problema a la hora de cambiar sus dólares canadienses por americanos y pagarles a su proveedor. Para probar los envíos de dinero ilícito, las autoridades canadienses montaron una casa de cambio ficticia dirigida por policías. Les daban facilidades para recibir sus dólares y les abrieron una cuenta en Nueva York. Los moteros pagaban en moneda canadiense y recibían cheques del banco de Nueva York. La estructura criminal mantenía una empresa con un prestanombres en la Zona Libre de Colón y otra en Maicao, Colombia. Los cheques llegaban a la tapadera panameña, que le hacía préstamos a la de Colombia. Como los cheques estaban respaldados por un banco de Nueva York, nadie sospechaba.

«Con esa estrategia se logró ver que esos delincuentes metieron en Panamá 36 millones de dólares —recordó Miranda—. Las investigaciones realizadas posteriormente en Colombia mostraron, además, que el grupo de Pacho Herrera —un capo del Cártel de Cali— montó una cadena de almacenes de venta de electrodomésticos, y que ahí estaban ellos metidos también. Fue un caso muy sofisticado».

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El ex jefe de la UAF hablaba en el mismo sentido que Miranda. «Lo habitual —dijo— es que lleguen a Panamá a lavar dinero. El cómo es lo que no es habitual, si no las investigaciones serían fáciles. Lo hacen con ganado, escuelas, transporte, tarjetas regalo, compran inmuebles, crean empresas ficticias… con todo». Cuando hablamos de lavado de dinero lo solemos hacer en su primera fase: el efectivo. En el cruce hormiga, donde personas transportan pequeñas cantidades de dinero (de 5,000 a 10,000 dólares), en tarjetas prepago o en billetes escondidos en los contenedores de camiones, como el de Don Mario, un chofer nicaragüense al que encarcelaron cuando intentaba cruzar la frontera con Costa Rica con un millón de dólares escondido en el vehículo. En cuanto el dinero entra en las matemáticas del sistema financiero casi siempre es indetectable. —Cuando las autoridades llegan, los delincuentes ya están listos—aseguraba El Jefe en tono frustrado. Según él las autoridades son como un gato que persigue a un ratón demasiado rápido.

El camino a la prisión La Joyita deja atrás el esplendor de Ciudad de Panamá, esa especie de Manhattan centroamericano, con sus altísimos rascacielos y el portentoso canal. En las afueras, la capital del país pierde esa identidad única en la región y se asemeja más a los paisajes de sus vecinos: aparecen los techos de zinc, el barro, los niños descalzos y un par de perros callejeros, pulgosos, que se cruzaban en la carretera. Cuando José Nelson Urrego se trasladó a Panamá a principios de los dosmiles, conoció las riquezas del país. Desde 2007 se trasladó a la parte marginal. Hoy, Urrego cumple condena en La Joyita por comprar una isla.

Vestidos con una camiseta polo morada, el color obligado para la vestimenta de las visitas, nos resguardamos en las oficinas de inscripción del penal, una especie de palapa metálica. Aquel día caía una tormenta que refrescaba el calor húmedo del verano panameño. Un calor que provocaba sudor dos minutos después de salir de la ducha. Durante treinta minutos esperamos a este colombiano cincuentón que en 2007 fue condenado a siete años por lavado de dinero y comprar propiedades con dinero ilícito, entre ellas la Isla Chapera, en el Archipiélago de las Perlas, en el Pacífico panameño. El informe pericial de la Dirección de Investigación Judicial asegura que llegó a manejar de manera ilegal más de 25 millones de dólares.

Urrego salió de su celda con andar pausado, vestido de shorts y playera amarilla. Se acercó al área de visitas, un pequeño refugio con sillas de plástico, y se sentó al lado de una de sus abogadas, una treintañera de formas voluptuosas, que después de decenas de encuentros en prisión se había convertido en su pareja. Es un hombre de nariz gruesa, orejas grandes y salidas, y voz suave. Sus ojos denotaban cansancio o tristeza. Un informe médico de la prisión señala que el colombiano sufre un cuadro de depresión.

La historia periodística cuenta que Urrego fue un capo envuelto en el narcotráfico desde los ochenta. En su libro Los nuevos jinetes de la cocaína, el periodista colombiano Fabio Castillo lo nombra como coordinador de vuelos de cocaína hacia Estados Unidos. La primera vez que lo detuvieron, su arresto, según las autoridades, suponía «la captura del último gran capo, del mayor lavador de dinero y de uno de los hombres más ricos del mundo». Eso fue en 1998. La policía colombiana lo detuvo en una lujosa casa rural a las afueras de Bogotá, en compañía de dos menores de edad con las que había pasado la noche. Con una camiseta negra puesta del revés, «El Loco», como se le conocía, bebió un vaso de agua para quitarse la cruda de «los buenos tragos que me tomé». Mientras los policías se lo llevaban esposado, negó haber donado dinero a la campaña del ex presidente colombiano Ernesto Samper, acusación que lo había hecho famoso en los círculos policiales. «Si lo he donado que me los devuelvan», dijo irónicamente. En ese momento Urrego poseía 144 propiedades. Entre ellas destacaba el hotel Sunrise Beach, en la isla caribeña de San Andrés, que albergaba una de las discotecas más lujosas de América Latina. Su fortuna se estimaba en dos mil millones de dólares. Estuvo preso tres años. Fue condenado por enriquecimiento ilícito, pero las acusaciones sobre tráfico de drogas fueron desestimadas por falta de pruebas.

—Mi fortuna proviene de una finca que heredé en los ochenta. Yo siempre he dicho la verdad. Fue una persecución —se defendió Urrego, siempre hablando con un hilo de voz quebrado.

Decía que había conocido a grandes narcotraficantes, a guerrilleros de las farc que desde que él era pequeño cruzaban por las propiedades de su familia, y a generales corruptos. Capos y militares, decía, se sentaban en la zona vip de un club nocturno que él regentaba para cerrar negocios millonarios. Entre copa y copa, según su versión, escuchó demasiados secretos turbios. Siempre ha defendido que lo arrestaron para silenciarlo.

Una vez en libertad, Urrego decidió cambiar de aires. En 2001 llegó a Panamá. El país sufría una grave crisis económica. Pensó que era una buena oportunidad para comprar propiedades a un precio bajo y hacer negocio. Comenzó a sacar réditos de sus inmuebles y terrenos, en especial de la Isla Chapera, su propiedad más preciada: un lugar paradisíaco, de frondosa vegetación y playas de arena blanca que compró por menos de 1.5 millones de dólares. Los productores del famoso programa de televisión Survivor decidieron grabar algunos programas allí. Sólo con la cesión de los derechos para poder utilizar sus playas como escenario, Urrego ganaba unos sesenta mil dólares al mes. El negocio quebró en 2007, cuando lo detuvieron.

—Fue un complot —se defendía insistentemente—. Lewis Navarro (ex vicepresidente de Panamá) se reunió conmigo dos veces para decirme que quería comprar la isla, que le tenía un afecto especial porque allí iba de joven, y me negué.

Navarro siempre ha negado que se produjeran esos encuentros y que conociera personalmente a Urrego.

—¿A quién van a creer? —se lamentaba antes de soltar unas lágrimas—. Pero voy a luchar por recuperar mi isla.

Por el momento, en vez de concursantes de un reality show, por las playas de la isla pasean los efectivos del Servicio Aeronaval de Panamá, que en 2009 abrió su primera base en el Pacífico. El objetivo es custodiar el Archipiélago de las Perlas. Para los traficantes es un punto clave en la ruta hacia Estados Unidos.