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Lo mejor de VICE 2012

Soy un idiota

Le mentí a mi esposa, volé a Lagos y unos nigerianos me golpearon y abandonaron en África.

Ilustraciones por Matt Freak City.

A estas alturas, todo el mundo está al corriente de las transas "419", conocidas también como el fraude del dinero por adelantado o el fraude del email nigeriano. Se trata de estafas en las que chanchulleros anónimos se hacen pasar por funcionarios africanos corruptos o refugiados políticos, e intentan convencer a la gente de transferirles dinero a cuentas bancarias en el extranjero. Envían invitaciones al por mayor a miles de cuentas de correo y más de alguna crédula víctima pica y les da información bancaria privada. Existen muchas variantes, pero la mayoría de las personas con ojos y teclados saben darle a la opción SEÑALAR COMO SPAM cuando ven algo por el estilo reptando en su bandeja de entrada.

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Sin embargo, este tipo de estafa no se conocía tanto en 2003, y a un amigo de mi padre lo embaucaron. Cuando Laurent (cambiamos su nombre a petición suya), entonces un representante de ventas de 42 años, empleado en una compañía farmacéutica y residente en Isla Reunión (un territorio francés en el Océano Índico), recibió una oferta para lavar un millón de dólares ingresándolos en su cuenta bancaria desde otra, congelada en un banco nigeriano, el asunto le pareció la solución a sus problemas monetarios. En vez de eso acabó golpeado, humillado y abandonado en un país extraño. Recientemente hablé con él para saber qué chingados sucedió.

Hace unos diez años, estaba yo en casa jugando ajedrez en mi computadora cuando a mi bandeja de entrada llegó un email de alguien que afirmaba ser el gobernador de Lagos, Nigeria. El asunto del mensaje era urgente, así que lo leí inmediatamente. De hecho, lo leí varias veces seguidas. No podía creer lo que estaba viendo. No recuerdo las palabras exactas, pero en esencia decía que el gobernador de la circunscripción de Lagos Oeste, Bola Tinubu, había escondido alrededor de un millón de dólares en una cuenta bancaria secreta para evadir impuestos. El dinero había sido robado de los fondos públicos —según el email— y la familia Tinubu no podía usarlo porque el gobierno la estaba vigilando estrechamente.

Necesitaban que un extranjero fuera a Lagos, sacara el dinero de la cuenta y lo pusiera en un banco suizo. Ahí era donde entraba yo. Supuestamente, si enviaba a Lagos 1,300 dólares en efectivo, me conseguirían una habitación en un hotel de lujo, y yo podría ir allí y firmar unos documentos que tendría preparados un abogado, cuyos honorarios eran de 1,300 dólares adicionales. Yo me llevaría el cinco por ciento de ese millón, lo que me pareció bastante justo.

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Yo nunca había recibido un mensaje de este tipo. Contenía algunos errores gramaticales, pero supuse que eso era porque el hombre que lo escribía no era francés. Probablemente hablaba hausa o igbo, u otra de las muchas lenguas que se hablan en Nigeria. Además, Bola Tinubu era un político nigeriano real que había sido gobernador de Lagos Oeste. Esa era la única parte del mensaje que no era mentira.

En esos tiempos yo tenía deudas y necesitaba dinero desesperadamente. Había pasado por una cruel serie de contrataciones y despidos y mi puesto en la compañía farmacéutica volvía a estar en la cuerda floja. El asunto de Nigeria parecía perfecto. Después de restar el costo del boleto de avión y los 2,600 dólares que tenía que entregar a mis socios nigerianos, calculaba obtener más de cuarenta mil, una cantidad que hubiera puesto las finanzas de mi familia de nuevo en orden. Y además me pasaría unos días de vacaciones en Nigeria. Soy consciente de lo estúpido que puedo parecer ahora (y lo evidente que era el timo), pero yo sabía entonces lo enormemente corrupta que era la clase dirigente nigeriana. Aunque pensé que la situación que se me describía en el email podía ser una patraña, sonaba plausible, y yo tenía que aportar fondos a mi familia de forma urgente.

Pasé un mes investigando a mis socios nigerianos. Nos enviamos unos diez emails antes de sentirme satisfecho con su legitimidad. Puede que yo mismo tratara de convencerme de ella. Soy supersticioso, así que una noche me dije: Muy bien, si gano a los naipes un juego de corazones con menos de 15 puntos, lo haré. En toda mi vida había conseguido una puntuación tan baja, de modo que cuando acabé con 11 puntos, pensé que era una señal y decidí comprar un boleto.

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No le hablé a nadie de mi viaje, ni siquiera a mi esposa. Ella no sabía lo mala que era nuestra situación económica. Sólo se lo dije a un amigo mío, un hombre con el que acostumbraba beber. Me pareció que mi secreto estaba a salvo con él, y además tenía que pedirle prestado para los gastos del avión.

Le conté a mi familia y amigos que iba a ir a Nigeria a negociar un contrato para vender bombas de insulina, algo plausible dado mi trabajo. Mis amigos celebraron mi nuevo estatus, y mi esposa estaba tan orgullosa de mi ascenso que casi me creí mi propia mentira. Les envié a los nigerianos 1,300 dólares en efectivo y subí al avión en dirección a Lagos.

Aterricé en el aeropuerto internacional Murtala Muhammed a finales de abril, donde obtuve mi visado de turista a cambio de diez mil nairas (unos 620 pesos). El viaje había empezado según lo planeado. Cuando salí del aeropuerto, dos tipos grandes con traje y corbata y anillos de oro en los dedos me estaban esperando con un cartel con mi nombre. Me llevaron a mi hotel de cuatro estrellas en un sedán negro. Mis socios realmente me habían reservado una habitación allí para que pasara la noche.

"Nos veremos mañana", me dijo uno de ellos. "Tendrá que traer la otra mitad del dinero en efectivo. Recibirá un sobre con 50 mil dólares una hora después de que el abogado lo deje para finalizar el proceso. Nos quedaremos con usted mientras espera su regreso. Esperamos que disfrute de su estancia en Nigeria, señor”.

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¡Señor! Naturalmente, me creí más que nunca que todo era real y que yo era una persona importante de verdad.

Esa noche fui a cenar a un restaurante elegante del centro, donde conocí a un ingeniero holandés que trabajaba para una compañía petrolera. Tras conversar unos minutos, me dijo: “¿Sabe?, el crimen organizado está muy activo en esta zona. A veces roban, golpean y secuestran a la gente por dinero, sobre todo a los europeos”.

Llegado a ese punto había gastado ya mucho dinero yendo a Nigeria y decidí ignorar lo que, echando la vista atrás, era una gran señal parpadeante de alerta. Para mí, lo único importante era poner mis manos en el dinero tan rápido como fuera posible. Después de dejar a mi acompañante, fui al cajero automático del hotel, retiré los 1,300 dólares que necesitaba para completar el trato y subí a mi habitación.

Esa noche recibí dos llamadas de mis socios nigerianos para confirmar nuestro encuentro al día siguiente y una tercera llamada de un hombre de Costa de Marfil de voz grave que se presentó como el abogado y recalcó la importancia de los 1,300 dólares.

“Este dinero nos permitirá finalizar la transferencia y todas las transacciones”, me dijo en francés con un fuerte acento africano. La verdad es que no entendí todo de lo que me hablaba, pero le dije que llevaría el dinero.

A la mañana siguiente recibí otra llamada, esta vez diciéndome que nos reuniríamos en la zona comercial próxima al hotel. No me sentí en absoluto asustado; allí circulaba mucha gente y no tendrían posibilidad de hacer nada sospechoso.

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Un hombre me escoltó fuera del hotel hacia el mismo carro que me había llevado allí desde el aeropuerto, pero cuando me dieron algunos documentos legales en el estacionamiento noté que el estómago se me encogía con mi primera y gran sensación de duda. Esos documentos supuestamente auténticos firmados por funcionarios del gobierno nigeriano eran obvias falsificaciones. Estaban mal impresos, con errores ortográficos y gramaticales por todas partes.

Entré al automóvil. Dentro había cuatro tipos trajeados. El viaje, de diez minutos, transcurrió en completo silencio y finalizó en un diminuto callejón. Sentí como si un ácido burbujeara en mi estómago; mis dudas, que me habían acompañado durante todo el trayecto, se confirmaban de repente. Sabía exactamente lo que iba a suceder.

“Danos todo lo que traigas”, me dijo uno de los hombres.

Me negué y dije que iba a acudir a la policía. Eso no les gustó, y tres de los matones se abalanzaron sobre mí y me golpearon hasta dejarme inconsciente. No tardé mucho.

Desperté en una habitación vacía con moretones por toda la cara y el cuerpo. Asumí que iban a matarme. Al cabo de unos 15 minutos o así, uno de ellos entró y dijo: “Mira, no queremos hacerte daño. Lo único que queremos es tu dinero. Pero si vas a la policía a denunciar lo que sea, te mataremos con nuestras propias manos. Te rajaremos la maldita garganta. ¿Entiendes?”

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Asentí. Me tomaron de los brazos y me arrastraron hasta el coche, condujimos durante unos 20 minutos por en medio de ninguna parte y me echaron fuera. Me levanté y me sacudí el polvo. Estaba vivo y conservaba la ropa que llevaba, pero no tenía ni la cartera ni el pasaporte. Aparte de unos árboles y unas casas pequeñas en el horizonte, lo único que había a mi alrededor era una extensión de tierra y una carretera de ardiente asfalto que se extendía hasta la distancia.

Caminé hasta llegar a una estación de autobús, supliqué que me dejaran subir a uno que iba hasta el centro de la ciudad y en el hotel recogí mi bolsa de viaje y mis pocos últimos euros. No había reservada una segunda noche para mí, así que tuve que tomar una habitación en un hotelucho al que las prostitutas llevaban a sus clientes. Los sonidos de los jadeos y gemidos me mantuvieron despierto toda la noche.

Por la mañana me estuve mirando un rato en el espejo. Mi rostro hinchado estaba cubierto de moretones que iban del azul pálido a un rojo enfermizo. Fui a la embajada francesa a llenar un formulario para que me expidieran un pasaporte de urgencia. Mientras esperaba que giraran las ruedas burocráticas, rogué a varias personas del lugar que me dejaran quedarme con ellas. Algunas accedieron, y pasé los siguientes cuatro días yendo de un apartamento a otro, durmiendo donde podía. Creo que por el aspecto de mi cara todos tenían claro lo que me había sucedido.

No quería volver a mi casa en Isla Reunión; no podía afrontar tener que ver a la gente. En vez de eso, cambié el destino de mi vuelo de regreso y fui a casa de mi padre a las afueras de París, para estar solo un tiempo. Desde allí llamé a mi familia, que estaba tremendamente preocupada. Tenerlos al teléfono fue tan confortador como incómodo y doloroso. Tuve que mentir a mi esposa acerca de lo que había pasado en Nigeria y por qué estaba en París. Tal como se lo conté, mi viaje de negocios había ido bien, pero había problemas con mi padre. “Tengo que quedarme aquí con papá”, le dije. “Está muy enfermo, necesito quedarme a su lado en caso de que le pase algo a su corazón”.

Me quedé en París cerca de un mes para meditar y esperar a que desaparecieran los moretones. Desde Francia trabajé por internet para la compañía farmacéutica y busqué un trabajo de medio tiempo para recuperar el dinero que había perdido durante la desgraciada aventura y un poco más para pagar el boleto de avión de regreso a Isla Reunión. El único que pude encontrar fue de enterrador, de modo que trabajé en un panteón tres semanas.

A comienzos de junio estaba de nuevo en la isla y hablé lo menos posible de lo que me había pasado. Estoy seguro de que pareció increíblemente extraño, pero no había nada más que yo pudiera hacer. De vez en cuando miraba los emails que había cruzado con los nigerianos, veía docenas de cosas que no tenían sentido y me emputaba conmigo mismo por ser tan idiota. Con el tiempo acabé borrando las conversaciones, ya fuera por un sentido de orgullo o para que nos los viera mi esposa, no estoy seguro.

Aún recibo emails parecidos a aquel que me embarcó en esa misión desacertada, pero ahora los borro al instante, sin tomarme siquiera el tiempo de leer lo que contienen. En la actualidad estoy divorciado de mi esposa, que sigue desconociendo lo que pasó en Nigeria. Nunca había hablado de eso hasta ahora.