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La pura puntita

"El hijo de Míster Playa. Una semblanza de Roberto Bolaño"

Entrevistas por Mónica Maristain en torno al autor de 2666, publicadas por Almadía.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar las mesas de novedades.

EL ROBERTO HACÍA COSAS MUY RARAS

Café, huevos fritos y espaguetis –
Las anécdotas en una Barcelona oscura – ¿Qué coño dejan las mujeres? – Un tío esponja – El tiempo maravilloso – Salgamos a tomar un café, aquí hace mucho frío

Jaime Rivera mueve los brazos y cuando habla parece que bailara. Tiene más de sesenta años, pero toda su energía se condensa en gestos casi adolescentes, como si estuviera pa­rado en la puerta de una discoteca y se dedicara a invitar a la fiesta a todo el que pasara por ahí.

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    Es un sábado de ramblas en Barcelona y el artista plás­tico chileno ofrece sus artesanías en uno de los puestos. A su lado, su ex mujer y madre de su hijo vende coloridas camisetas.

    Junto con el poeta Bruno Montané, también chileno, Jaime fue uno de los amigos más cercanos de Roberto en la primera etapa del escritor en Barcelona. Rivera también tuvo contac­to casi familiar con la madre de Bolaño, Victoria Ávalos.

    Estudió Arte en la Facultad de Bellas Artes en Santiago de Chile. Fue profesor adjunto de Pintura en la Escuela de Bellas Artes de la capital chilena, hasta que en 1974 tuvo que abandonar su país natal “a petición” de la Junta Militar de Pinochet. Desde entonces, vive y trabaja en Barcelona.

    Conoció a Roberto en la Barcelona oscura, preolímpica, una ciudad que –dice– se parece mucho a la que pinta el di­rector Bigas Luna en Bilbao, filme de 1978 protagonizado por el pintor Ángel Jové y la actriz uruguaya Isabel Pisano, viuda del músico argentino Waldo de los Ríos y amante en su tiempo del líder de la OLP, Yasser Arafat.

    “En Gerona, Roberto se hizo amigo de Ángel Jové, siem­pre me hablaba de él y de que tenía que presentármelo por­que era muy buen pintor”, evoca Jaime.

    “Cuando llegó a Barcelona desde México, era súper jo­ven, con mucha ilusión, súper divertido. Venía a la casa de unos amigos y era encantador, siempre fue un tío con mucho humor. Nos parecíamos bastante en eso del humor y por eso nos integramos bien”, dice Rivera.

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    En ese exilio forzado de los setenta en una España que todavía estaba muy lejos de ni siquiera sospechar el ruti­lante estado de bienestar, que la puso en los noventa entre los primeros países de Europa, las amistades eran sólidas en los primeros minutos de conocerse.

    La voz de Jaime Rivera tiene ese color, el de la pobreza compartida, el del pudor de los hombres que no hablan de sus sueños de éxito o de fama, tal vez porque ni siquiera se animaban a soñarlos en secreto, para sí.

    El también amigo de la madre de Roberto tensa el ros­tro cuando su discurso hace referencia a Victoria. Cree que el hijo, como es lógico, quería a su madre, pero entonces, ¿por qué no le dejó un poco de dinero?

    “Ésas son las cosas que no entendemos de Roberto, hizo cosas como muy raras”, dice afligido.

    “Tenía muchos desencuentros con Victoria, quizá por­que Roberto tenía un punto muy machista. Cuando su ma­dre estaba en Barcelona conoció a un tipo que era mucho más joven que ella y fueron pareja. Roberto nunca tragó eso. El departamento de la Gran Vía era muy grande y había un pasillo, me acuerdo que tenía que pasar a saludar primero a la Victoria y luego tenía que hablar con Roberto, estaban como “puente cortado.”

    Jaime y Roberto se encontraron en Barcelona unos po­cos días antes de la muerte del escritor. Hablaron durante horas en un bar. Él bebió su habitual té de manzanilla y el pintor un café. “La Victoria me dijo que se descompuso en una semana. No se me pasó por la cabeza que se iba a morir, se murió de repente.”

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    En la cabeza de Jaime, Roberto Bolaño vive como un hombre irónico, aficionado al humor negro, que sobre todo se reía de sí mismo.

    “Hablábamos mucho, nos pasaron cosas muy parecidas; cuando lo detuvieron en Chile venía en un autobús del sur y lo bajaron los militares y se lo llevaron y a mí me pasó lo mismo. Mi mamá era directora de una escuela en el sur y cuando venía para Barcelona me fue a despedir y cuando veníamos de vuelta nos cogieron a todos los que teníamos el pelo largo y éramos jóvenes. A mí me soltaron, él estuvo preso como una semana.”

    Poco hablaban de Chile los chilenos. Eran, dice, bastante críticos con su compatriota.

    Para Roberto y Jaime los chilenos que llegaban a Barce­lona eran “personas desagradables”.

    “Una de las cosas que decía ayer o anteayer cuando lle­gué a Chile es que me parecía rarísimo sentirme rodeado de chilenos. Estoy acostumbrado a ser el único chileno. Para mí, ser chileno es decir: ‘Soy yo’. Me llamaban muchísimas veces ‘El chileno’. ¿Quién es el chileno?: pues yo. He estado siempre en ambientes de extranjeros. Tal vez un argentino por ahí, pues nunca falta un argentino en alguna parte”, dijo Bolaño al programa chileno Off the record.

    “No es por nada, pero a los chilenos hay que tratarlos con pinzas, se ofenden por nada. Tengo un grupo de pintores y son todos argentinos, cinco argentinos y yo y con ellos tengo una relación de tú a tú, con los chilenos tengo que cuidar las palabras y con los argentinos si me molesta algo se los digo y ellos lo entienden, son más directos. Y Roberto era así.”

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    También era de esos tíos “especiales” que siempre porta­ba una libretita. Escribía todo el día en ella y no comentaba sobre lo escrito.

    Era un “tío esponja”. Preguntaba muchas cosas y varias de las anécdotas que le contaban amigos como Jaime apare­cían luego en sus libros.

    Como el Carlos Wieder de Estrella distante, cuando orga­niza una exposición de fotografías de personas asesinadas en el siniestro cuarto de huéspedes de Providencia.

    “Yo le había contado a Roberto que hace muchos años había ido a un departamento de la calle Seminario y recor­daba perfectamente a un pintor facha. Estuve yendo a clases hasta un año después del golpe y había un exmilitar que es­tudiaba en Bellas Artes conmigo. Entonces, un día nos invitó a una exposición que estaba haciendo en su departamento, la había instalado en su habitación, había cuadros de gente asesinada, pero inventos de él, películas de él, era muy mal pintor. Me quedé muy impactado con esa historia y no sé cuando se la conté a Roberto. Muchas veces me reconozco en sus historias”, dice Jaime.

    Esa tendencia a “ficcionalizar” la vida, la tenía Bolaño desde edad muy temprana, tal como lo confirma su com­pañero de la juventud en México, uno de los creadores del Infrarrealismo, Rubén Medina.

    Roberto amaba las pinturas de Rivera y amaba mucho a las mujeres. La timidez y la simpatía lo ayudaban a ganar puestos entre las muchachas, de las que también solía quejarse.

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    “¿Qué coño dejan las mujeres?”, preguntaba en voz alta sin esperar respuesta.

    Todos eran pobres en aquella época y Roberto se mal alimentaba.

    “Iba a verlo al camping [Bolaño fue cuidador nocturno de un camping en Castelldefels] y siempre tenía dos termos de café, le gustaba mucho el huevo frito con pan y los espaguetis.”

    "Cuando tenía el departamento en Gran Vía comprába­mos pizza o hacíamos arroz con bistec y patatas, una comida normal, pero no era una persona aficionada a la comida. Por la Rambla, los domingos a la noche, nos íbamos a comer unas pizzas a un lugar que se llamaba Rivolta; era una pizzería antigua, cutre, pero súper agradable.”

    Roberto amaba los juegos de guerra y estrategia. Tenía mapas colgados en las paredes de su cuarto de trabajo.

    De su madre, Victoria Ávalos, heredó el sentido del hu­mor y la simpatía. También la constancia. Jamás hablaba de León, su padre. Entre amigos, tampoco había espacio para las jactancias.

    “Una vez me regaló un libro y en la vida se me iba a ocu­rrir pedirle que me lo dedicara, me daba vergüenza, ¿cómo le voy a pedir a un tío que conozco desde hace tantos años que me dé un autógrafo?”

    Roberto era austero. En su casa de Blanes no tenía ni gas para la estufa. “Oye, salgamos, vamos a tomar un café por­que hace mucho frío.”

    Era una enciclopedia con patas. Sabía todo. Ni siquiera los argentinos conocían a los autores de aquel país que él nombraba. Leía mucho.

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    No había película que no hubiera visto, libro que no hu­biera leído.

    “Un día fui a Blanes y me tomé dos cafés con leche y él dos infusiones. Me dijo que tenía el hígado hecho polvo y mal la vesícula. Yo no sabía que había estado internado en un hospital, después me lo contó Victoria, jamás en la vida se me ocurrió pensar que se iba a morir.”

    ”Usaba una chaqueta con cuadritos, polo y tejanos, tenía una chalupa de cuero que no se sacaba nunca, súper antigua, además.

    ”Yo hablaba por teléfono con Victoria; ella estaba en Ge­rona, muy mala ya, tenía cáncer. Me hacía muy mal, soy muy paranoico con las enfermedades. No fui a verlo al hos­pital, además estaba el ‘famoseo’, no me interesa. Bruno me contó que no fue tanta gente famosa, que por lo menos él pudo estar con Victoria y su hija y se fueron a tomar un café. No se me ocurrió ir a su entierro.

    ”Yo siempre decía que para ser un buen pintor hay que tener muchas horas de taller acumuladas y él decía lo mismo pero como escritor, que había que estar muchas horas traba­jando. No conocí al Roberto famoso. Cuando éramos amigos me llamaba Jaimbotas. Éramos de abrazarnos. Nos reíamos mucho juntos.”

    Jaime y Roberto se sentaban en la playa. A veces hablaban de muchas cosas, otras permanecían en silencio absoluto. Cuando entraba gente al camping de Castelldefels, Roberto era el encargado de abrir la valla para dejarlos pasar. Se veía muy guapo entonces.

    La vida de Jaime se expandió en los libros de Roberto. “Fue el maestro en desarrollar cosas que yo había vivido y que si no se las hubiera contado se hubieran perdido. Nos queríamos mucho y nuestro tiempo juntos fue maravilloso.”

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