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Así es crecer en

Así es crecer en... Torremolinos

El invierno era un poco aburrido, pero los veranos, llenos de playa, chicas, guiris, pelis y fútbol, molaban mucho.

El autor del texto cuando era pequeño

¿Qué se os viene a la cabeza cuando escucháis hablar de Torremolinos? Posiblemente algo así como una mezcla Hacendado entre Sitges y Magaluf, un lugar de vacaciones de familias de clase media, que a la vez es un paraíso del turista homosexual y del cateto con BMW. Quizá también es símbolo de los años de crecimiento de la época de Franco pero, sobre todo, Torremolinos suele ser sinónimo de decadencia.

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Porque si hay algo que uno saca en claro al vivir aquí es que cualquier tiempo pasado fue mejor. "A tu edad, éramos los de Málaga capital los que nos íbamos a Torremolinos", me suele decir mi padre cuando me voy de copas al centro de Málaga. Y no es ni mucho menos el único: a juzgar por lo que tanta gente de tantos sitios me cuenta, Torremolinos tuvo que ser la hostia en la época en la que Fraga era Ministro de Turismo. Algo así como lo que hoy es Ibiza.

Muchos recuerdan con esa nostalgia que te dan las canas que este pueblo era el sitio de veraneo de Sinatra, Ava Gardner, John Lennon, Anthony Quinn, Salvador Dalí, Elton John o Brigitte Bardot, o que en lugares donde ahora actúa el Mocito Feliz antes lo hacían James Brown, Wilson Pickett o Tom Jones. Lo de "todo esto era campo"se traduce por "todos estos locales cerrados o turbios tugurios para swingers eran antes discotecas de caché".

Supongo que en Torremolinos se estaba tan bien que a nadie le interesaba reconvertirse y adaptarse a los tiempos que iban llegando. Eso podría explicar que, casi medio siglo después, el municipio siga anclado en una estética setentera, frecuentada ahora por ingleses con tatuajes de rosas en el brazo, que sustituyen a las estrellas del pop. Y claro, la estética vintage mola para modelitos de festivales, pero no para un municipio entero. Poco a poco han ido cerrando y cerrando discotecas, restaurantes, tiendas -se rumorea que el primer Zara en cerrar en toda la historia fue el de aquí- y bares, y apareciendo más y más comercios chinos o Compro Oro.

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Pese a ser sede de vicios, gente rara y más vicios, creo que mi infancia se desarrolló en una especie de burbuja, alejado de tópicos y realidades. De hecho, no se me viene a la cabeza -menos mal- ninguna experiencia verdaderamente traumática.

Sea como fuere, crecer en Torremolinos no se entiende sin en el verano de Torremolinos. Como en cualquier destino de vacaciones del Mediterráneo, los inviernos son aburridos, supongo que similares a los meses de julio en Madrid o un martes por la tarde en el centro de Teruel, pero los veranos, ay Dios, los veranos en mi pueblo molaban.

Había tres fechas señaladas: el día que alquilábamos el hidropedal -lo que conllevaba volcarlo mientras el señor te pegaba voces desde la orilla-, el día que nos subíamos al banana boat y el día en el que íbamos al parque acuático. Joder, todo giraba en torno a ESE día, en el que casualmente año tras año hacía mal tiempo. Era lo único distinto que se hacía durante 3 meses de piscina, playa, colarse en hoteles, cine de verano, fútbol y maratones de Grand Prix. No estaba mal, no.

Otra fotografía del autor

Lo de colarse en hoteles era todo un desafío. Los que había al lado de mi casa -y todos los de la Costa del Sol, realmente-estaban plagados de turistas de pueblo y turistas ingleses también de pueblo. Y claro, los caretos de pueblo -a secas- de mis amigos y yo nos delataban. Saben que no eres turista cuando no llevas crema solar factor 50 y principalmente cuando tienes 12 años y entras a recepción junto a 10 chavales de tu edad.

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Pero poco nos podían decir los recepcionistas cuando nos pegábamos con celo las pulseras amarillas que los turistas tiraban a la papelera al dejar el hotel. Qué hartones de tarta y cocacola. Luego llegaba el embarazoso momento en el que te pillaban y te echaban, pero qué más daba.

Criarte en una localidad turística tiene sus ventajas. Sueles familiarizarte antes con el alcohol y con los extranjeros, de todos sitios -si era británico o nórdico, automáticamente era un "guiri"- y de todas las edades, y también te sirve para ver la homosexualidad con la normalidad e indiferencia que merece, al menos en mi caso.

Mi pueblo es que es bastante cosmopolita. Puedes comer en un restaurante vietnamita, beber en un pub danés, pillar polen a un sirio o comprar cerveza en un hindú. No quiero caer en estereotipos, pero joder, es así. Torremolinos es obviamente un lugar perfecto para aprender inglés y paso a paso. De los "illo, pass the ball!" o "veri gud gol mai frend, yu are lai becam", se pasaba, conforme transcurrían los veranos, a los "hey girl yu ar beri priti" o los más explícitos "meibi yu wan tu fak?". Yo, sin embargo, no pasé a esa fase: mi vida seguía girando en torno al día en el que iba al parque acuático.

Pero uno va creciendo y va viendo las cosas desde una perspectiva diferente. Descubrí qué había realmente en ese local de al lado de mi colegio cuyo divertido cartel rosa parpadeante decía "Yulia Girls Show". Conocí qué querían decir todas esas discotecas que se anunciaban con "swingers", "homo", "strip show" o "bondage". También supe qué era eso que la gente llamaba "chocolate" de una forma tan chulesca, y más adelante -por desgracia- me explicaron con ejemplos prácticos por qué las bolsitas de chocolate huelen a caca.

Sin embargo, mi percepción sobre el sitio en el que vivía -y vivo- cambió drásticamente cuando vi Torrente. En la escena final, Santiago Segura dice tras robar una fortuna "¡A Torremolinos! ¡Invita Torrente!".

¿Qué se le podría haber perdido a un tipo así en un sitio como este? Realmente, todo. Resulta que Torremolinos no era únicamente ese lugar donde te relacionabas con guiris, ibas a la playa y te colabas en hoteles. Adiós, burbuja de mi infancia. A los ojos de mi yo de 21 años, Torremolinos -o Terrormolinos, como dice mi tío- es posiblemente el mejor pueblo del mundo para establecer tu residencia si rozas los cincuenta, tienes tendencias sexuales un poco frikis y reprimidas, te gusta desayunar con una lata de cerveza y anís, vistes camisetas de propaganda de la constructora de tu cuñado, hueles a una mezcla entre sudor espeso y tabaco y crees que la felicidad está en ver un partido de fútbol en el puticlub mientras das un besito a la estampa de tu Cristo del almanaque. ¡Coño, Torremolinos es para Torrentes!

Si cerrara así el artículo estaría obviando a esas señoras de olor a pintauñas que te acosan en el supermercado; a los chavales de mechas rubias que antes conducían Yamahas Zip y ahora descapotables, con tupé y cuerpo de tronista; a los extranjeros que compran paletas de playa y comen filetes en los chiringuitos; a esos hombres de clase media que se desviven por alquilar una pista de pádel a una buena hora; a los niños árabes que siempre te ganaban jugando al fútbol; a las niñas con las que jugabas al Uno en la playa, o al chino que siempre te vendía Malibú a escondidas. Esos son los recuerdos que uno tiene al crecer en Torremolinos, un pueblo que parece cualquier cosa menos un pueblo.