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Identidad

Pasamos una mañana con Dios en el Raval

Fuimos a un templo sij de Barcelona donde nos explicaron las costumbres de la religión.

Abandonamos la tierra. No hemos muerto ni nos han matado. Nada más lejos de la realidad. Todo sucede en la calle Hospital, 97 de Barcelona. Vamos rumbo al cielo. A hablar con Dios. Nos quitamos los zapatos, nos lavamos los pies y las manos y nos colocamos un pañuelo en la cabeza al estilo de un obrero de la construcción. Empieza el camino. Estamos en un templo sij.

Para dejar lo mundano solo hay que caminar por el pasillo de este templo del Raval. Al fondo un hombre con barba blanca tras un altar, realmente parece Dios. Está rezando mientras otro barbudo bate el aire a su alrededor con un plumero blanco que haría las delicias de cualquier drag queen. Nos arrodillamos ante el altar y tocamos con la frente el suelo. Ahora hay que comerse una bola de mantequilla y harina que otra persona nos ofrece. La mantequilla simboliza la pureza, de la leche y de la vida. La harina, el camino que hace el hombre en su transformación.

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A pesar de la longitud de sus barbas no son modernos, son sijs. Hay 12.000 en Cataluña, nos cuenta Gurdit Singh, que frecuenta el templo desde hace 8 años. Pero él no es indio, es catalán. Aunque todavía no se ha bautizado, Gerard, que es su verdadero nombre, decidió cambiárselo. Hasta el bautizo, un sij no tiene por qué renunciar a otra religión. Gurdit era católico y todavía no ha apostatado. Pero en su cabeza repite el mantra 'Dios es uno. Su nombre es verdadero. Ser creador personificado. No hay miedo. No hay repudio. Imagen del que no muere, más allá del nacimiento, existente por sí mismo. Por la gracia del gurú', pero en hindú. ¿Siempre? ¿Todo el tiempo? "No, cuando hago algo mecánico, como pan o lavar la ropa". Le ayuda a desconectar y asegura que cualquier psicólogo le daría la razón.

Finalmente nos confirman que el señor del altar no era Dios. Para los sijs Dios es el libro sagrado, la Biblia del sijismo. La adoración es tal, que lo tratan como a una persona. No exageramos, nos lo dice Gurdit: "cuando no hay nadie orándole, lo llevamos a su habitación. Allí lo tapamos con mantas, para que no pase frío". Y en verano, le ponen aire acondicionado. Es la única estancia en la que el aire se refrigera; en el resto hay ventiladores.

En el templo no estaba muy bien visto hacer fotos, pero fuimos capaces de tomar sin que nos vieran esta del señor que confundimos con Dios.

En principio, ser sij mola bastante. Es el nuevo budismo para los posmodernos incansables. Cualquiera puede entrar al templo y, tras saludar a Dios, sentarse a pensar o hablar con quien quiera en el Hangar, la zona prevista para el charloteo. Es lo que hacemos con Gurdit, y en seguida otro sij nos sirve un té negro con leche, jengibre y menta y un pastelito con almendras. Nadie pregunta, nadie veta a los herejes. A la hora de comer, también dan platos de comida. En los tiempos que corren, podría ser que este lugar sagrado se convirtiera en un comedor social para los apaleados sin compasión por la crisis. "No nos preocupa", dice Gurdit, "al revés, los sijs queremos la mezcla y que absolutamente nadie pase hambre". Que un sij, al llegar la noche, comente que no ha comido en todo el día supone una deshonra para la religión. La comida la sacan de las donaciones que hacen los fieles en sus visitas a Dios; desde dinero hasta paquetes de arroz.

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Pero también hay cosas que podrían ser negativas. O no. Los sijs tienen prohibido fumar: "es como si tu madre te regala un pantalón, lo tiras al suelo, lo ensucias y lo rompes", explica Gurdit. Con las drogas uno acaba haciendo eso mismo, pero con su cuerpo. Y los que están bautizados tampoco pueden cortarse nunca ni un solo pelo de su cuerpo. Adiós a la depilación, hola a las barbas. Por eso llevan turbante, porque en algún lugar hay que esconder toda esa mata de pelo.

Además del turbante, los sijs llevan una especie de peineta de madera incrustada en la melena, un brazalete metálico, ropa interior de algodón y una daga. Sí, con el rollo de que simboliza el poder y la libertad de espíritu, el autorrespeto y la lucha constante por el bien y la moral. Detrás del lado happy, también hay una historia siniestra.

Los sijs han sido tradicionalmente los guerreros en India y la guardia personal de los primeros ministros. Tal vez por lo de no fumar, tal vez porque Sansón tenía razón. Sea como fuere, los sijs que formaban la guardia de Indira Gandhi la asesinaron en 1984, cuando gobernaba el país. Reclamaban la independencia del Punjab, el Estado al norte de la India del que provienen.

Nunca se han sentido demasiado integrados. En Cataluña tampoco, admite Gurdit. Aunque no contempla la posibilidad de que el día menos pensado se líen a dagazos con nadie. Entre otras cosas, por la alta movilidad. "A veces pasan días sin ver a alguno y cuando pregunto por él, se ha ido a vivir a París o vete tú a saber dónde", cuenta Gurdit. El paro también les empuja a ellos al exilio laboral.

Los ciudadanos de Barcelona todavía los confunden con los 'paquis' o con musulmanes. Y aunque no les gusta, dan pasos en su integración y conocen "lo que está pasando con el independentismo", confiesa Gurdit. No es difícil encontrar paralelismos, aunque de momento, sin sangre. Si los sijs acabarán matándonos o dándonos de comer a todos, depende de la conclusión de cada uno.

Nosotros, dejamos a Dios fresquito con sus barbudos y su plumero y volvemos a la tierra. Nos lavamos las manos antes de quitarnos el pañuelo y con los pies limpios en los zapatos, recuperamos el pulso frenético del Raval. Al menos ahora, cuando nos crucemos con un turbante, sabremos que debajo hay una peineta, una daga y un sij que quiere integrarse. O quizá luchar por la independencia.