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Cultură

Vivir con un dispositivo de vigilancia en el tobillo

Esta pulsera me recuerda un error que cometí cuando tenía 22 años. Es, literal y metafóricamente, mi mayor fuente de dolor.

Este artículo se publicó originalmente en The Marshall Project.

Una mujer con una pulsera telemática en la playa. Foto vía Wikimedia Commons.

No puedo dormir. Tengo un dispositivo atado a la pierna.

Tengo que levantarme una hora antes para conectarlo a un cargador y permanecer de pie junto al enchufe mientras se carga, como un teléfono móvil. La batería dura 12 horas, tras las cuales el aparato se apaga. Sin importar dónde esté en ese momento, debo encontrar un enchufe para cargarlo. Si no, probablemente me volverían a meter en prisión.

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Ese dispositivo es una pulsera telemática y la llevo desde hace 63 días. Siempre temo que en el trabajo noten el bulto de la pierna. En clase, me preocupa que mis amigos se den cuenta de que la llevo y se alejen de mí. Me la subo todo lo que puedo confiando en que nadie se percate, pero cuanto más la subo, más daño me hace, la mayor parte de las veces acabo con el pie medio dormido. Siempre que puedo intento llevar pantalones de campana.

Me metieron en la cárcel a los 22 años. Aunque me había criado en un entorno violento, era la primera vez que me metía en problemas. Me tomé la justicia por mi mano durante una pelea, porque en el sitio del que vengo nadie llama al 911 para pedir ayuda. Ya hemos visto cómo se las gasta la policía con gente como nosotros.

Cuando volví a casa, yo ya no era el mismo, ni mi casa tampoco. Tendría que pasar el resto de mi vida sufriendo las consecuencias de un error que cometí a los 22 años. Ya no tenía libre albedrío: la condicional es la que dicta lo que puedo y no puedo hacer.

Llevo tres años en libertad condicional. Trabajo a tiempo completo en un despacho de abogados, voy a la universidad y estoy a punto de obtener mi titulación. En tres años, nunca he infringido ninguna norma, ni la de abandonar los cinco municipios ni la de volver a casa antes de las nueve de la noche.

No tengo el lujo de poder disfrutar la vida universitaria, de ir a conciertos o de salir con amigos después de clase. Por experiencia, ya sé que es mejor no hablar de mi pasado con los compañeros de clase, al menos no hasta que me conozcan mejor. La gente se asusta cuando sabe que he estado en la cárcel.

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Tuve otro encontronazo con la policía y me imputaron por conducir en estado de embriaguez. Estuve otros 30 días en la prisión de Rikers, a punto de perder todo por lo que había estado luchando durante tres años: mis estudios, el trabajo y la vida que había conseguido forjarme. Me despertaba en plena noche, con sudores fríos, traumatizado por la experiencia de volver a estar entre rejas. Y pese a que me declaro no culpable y mi caso todavía está pendiente de resolución, mi agente de la condicional me llamó cuando salí de Rikers y me pidió que pasara a hablar con su supervisor.

No se habló de los detalles. Nunca se habla. Simplemente se hace una llamada y se concierta una cita.

El día de la reunión, yo estaba aterrorizado. La entrada a ese edificio –la oficina de libertad provisional- está garantizada. La salida, no.

Me recibieron unos detectores de metal y varios otros tipos en libertad provisional, la mayoría negros e hispanos, muchos vestidos con uniformes de trabajo, todos ellos esperando hasta seis horas a que llegara su turno. Cuando mi agente de la condicional me recibió finalmente, no se anduvo con rodeos y me dijo que me iban a colocar en la pierna un dispositivo de seguimiento electrónico que debería llevar durante un año para garantizar que cumplía con el toque de queda, aunque me aseguró que sería menos tiempo si lo respetaba.

Le dije que llevaba años respetando las normas. Como tantas otras veces anteriormente, volví a explicarle que estaba en la universidad, que tenía un trabajo a tiempo completo y que mi conducta era ejemplar. "¿Acaso hay riesgo de que me fugue o soy un violador reincidente?".

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Cuanto más hablaba yo, más hostil era su actitud hacia mí.

Más tarde, ya en el autobús, miré el bulto que se entreveía por debajo del pantalón y me puse a llorar.

Así es un verano bajo vigilancia: se acabaron los pantalones cortos para mí. Se acabó ir a la playa sin sentirme totalmente humillado. Le pregunté a mi agente si podía ir a ver a los Yankees para mi cumpleaños, pero dijo que no porque el partido terminaba después de la hora de mi toque de queda. Normalmente pasó el Día de la Independencia con mi familia en Long Island, pero este año no me atreví a pedirle permiso a mi agente para abandonar el municipio.

Llevo casi tres meses llevando los tres mismos pantalones, los únicos por los que me cabe el pie con el dispositivo. Cuando estoy con mis compañeros de trabajo, siempre llamo la atención por ser el único que lleva vaqueros. Es demasiado arriesgado llevar pantalones de traje porque cuando te sientas se suben. Cuando llegan visitas inesperadas a casa, tengo que ir corriendo a ponerme unos pantalones.

A medida que pasa el día, el dispositivo parece cada vez más pesado y doloroso y en ocasiones incluso me hace sangrar. Procuro llevarlo lo más pegado posible al tobillo para favorecer la circulación de la sangre, pero entonces el dolor se vuelve insoportable y no puedo poner el pie en el suelo sin soltar un quejido.

Una vez más, esta pulsera me recuerda un error que cometí cuando tenía 22 años. Es, literal y metafóricamente, mi mayor fuente de dolor.

Y cada día me levanto, me quedo de pie junto al enchufe cargándolo y me voy al trabajo.

Con el fin de no incumplir las condiciones de su libertad provisional, el autor pidió que se le identificara únicamente con sus iniciales. M. M. es estudiante y trabaja en un despacho de abogados de Nueva York. Lleva más de tres años en libertad provisional por varios cargos, a raíz de un altercado en el que se vio envuelto a los 22 años y tras ser detenido por conducir en estado de embriaguez.

Este artículo se publicó originalmente en The Marshall Project, una empresa de información sin ánimo de lucro que publica noticias sobre el sistema judicial estadounidense. Para más información, suscríbete a su newsletter o síguelos en Facebook yTwitter.

Traducción por Mario Abad.