Estuve tres días en la celda de un hospital para superar un cáncer de tiroides
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Salud

Estuve tres días en la celda de un hospital para superar un cáncer de tiroides

En mi segundo año de máster me diagnosticaron un cáncer de tiroides que además de hacerme pasar por la mesa de operaciones, me encerró tres días en la zona de medicina nuclear de un hospital.

En febrero hará dos años desde que me operaron de un tumor de tiroides que parecía benigno pero resulta que en la mesa de operaciones vieron que más bien no. Resultó que era maligno, así que me quitaron la tiroides.

Empezaré por el principio. Al terminar la carrera en Bilbao, mi ciudad natal, fui a hacer un máster a Londres. Yo había vivido allí anteriormente un verano trabajando y siete meses como estudiante Erasmus en la misma facultad en la que iba a continuar mis estudios. Tenía buenos amigos allí y sentía Londres como mi segunda casa, una muy cara, eso sí. Al poco tiempo de llegar a Londres empecé a atragantarme inesperadamente, estar corta de aire, sentir nudos en el pecho, en fin, desarrollé una ansiedad de caballo. Después de tres ataques de pánico gordos de esos en los que se te cierra la tráquea, no puedes respirar y crees que te vas a quedar ahí, finalmente fui al médico convencida de que era algo fisiológico.

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Por suerte, mis padres tenían unos amigos científicos que vivían a una hora de Londres en el campo con animalitos y ella en seguida vio que no era asma (como mi padre había vaticinado por los síntomas que le describía al teléfono) sino ansiedad. Así que me llevó a su casa unos días y conseguí relajarme bastante. De la ansiedad y cómo superarla podría hacer otro artículo.

Pasaron algunos meses bastante duros y entre otras muchas cosas que me iba auto-diagnosticando como consecuencia de la ansiedad, me empecé a notar un bultito en el cuello. Acudí a mi padre, que estudió medicina, como hago siempre con estos asuntos, pero él es una persona relajada y cero hipocondríaca, por lo que le quitó hierro al asunto, como había hecho con los síntomas de ansiedad, pues su cabeza racional lo achacaba a un agobio de los míos (que en aquella época no eran pocos). Esto era mi primer año de máster. Continué haciendo mi vida feliz e ignorando todo lo que no me aportaba nada, como el maldito bultito que poco a poco fue cogiendo un tamaño considerable.

Las Navidades de mi segundo año de máster cuando volví a casa, en una de esas conversaciones raras que surgen entre las largas horas de comidas familiares empezamos a hablar de cosas particulares del cuerpo humano. Y yo, pavoneándome, dije: "Pues yo tengo aquí un bultito, ¡mira, mira!". Mi padre en ese momento lo inspeccionó. Había llegado al punto de que no hacia falta realmente pasar la mano sino que con que estirara un poco el cuello ya se veía. Me dijo: "Si tienes eso el lunes vamos al médico". Yo sabía que estaría porque llevaba ahí un año. Después de ecografías, biopsias y demás llegó el diagnóstico: Tumor folicular con cambio oncocítico. Lo llamábamos "tumor" cuando era benigno porque "cáncer" suena mucho peor.

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Aunque en la biopsia diagnosticaron un tumor benigno, decidieron que era mejor extirparlo porque había desarrollado un tamaño considerable. Osakidetza (la salud pública del País Vasco) se portó de cine y el 11 de febrero ya tenía cita para operarme del tumor. Con estas me volví a Londres actuando como si hubiera pasado unas Navidades más, a pensar en mi tesina sobre el fracaso productivo y la memoria errada. Como comprenderéis, todo me importaba poquito pero a la vez…¡joder! quería aprovechar al máximo lo que me quedaba de máster.

El 10 de febrero estaba en un concierto de mi hermana y el 11 a las 8 am en una bata poco digna esperando mi hora de operación acompañada por mi madre. Hacia las 11 am entré en la sala. No recuerdo nada de la operación, pero sé que me desperté en la habitación de post operatorio hacia las 19:00 h. Sin saber la hora exacta me pareció que no era el mediodía, que había pasado más tiempo del que se había estimado. Una vez me llevaron a planta, pasaron a verme mi novio y mi madre. Estaban un poco raros. También es verdad que yo parecía Nick Casi Decapitado.

Cuando nos quedamos mi novio y yo solos, entró la médico y casi simultáneamente mi hermana cuando, sin más preámbulo, la doctora me dijo: "Helena, en la mesa de operaciones han visto que el tumor tenía mala pinta así que han cogido un trocito, lo han examinado y han visto que en realidad era maligno y había células cancerígenas en toda la tiroides. Te han quitado la tiroides y las paratiroides. Pero tranquila, que es un tratamiento súper sencillo, ya te explicaremos". Se me escapo una lagrimita y pregunté: "Entonces, ¿me tengo que tomar una pastilla todos los días? Si soy un desastre." A lo que mi hermana se empezó a reír y nos reímos y lloramos juntas

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Me quedé unos pocos días en Bilbao para que me curara la cicatriz y tenía que volver en seguida porque había un montón de entregas y vida frenética esperándome en Londres. La verdad es que fue un momento muy raro, pero, ¿qué momento no es raro para que te diagnostiquen una enfermedad como esa?

Volver a Londres después de la operación fue otra historia. Como decía, estaba a escasos meses de entregar la tesina y tener la exposición final de graduación y necesitaba un poco de tiempo para asimilar lo que había pasado y seguir adelante. Ese tiempo no se dio. Y salvo por dos amigos del máster que me recibieron en casa por sorpresa según llegaba del aeropuerto con globos y una cena riquísima, realmente nada paró, nada cambió, nadie preguntaba qué tal estás. Y eso, ¡está bien! Sí que es verdad que al principio quizás algo en mí esperaba como una "recompensa" o un "premio" a cambio de lo que me había tocado. Quizás sea un problema de cómo se ha representado la enfermedad cancerosa en nuestra sociedad y de las relaciones que surgen desde que uno tiene esta enfermedad, desde la perspectiva de victimizar a los pacientes hasta los pacientes superhéroes.

Lo bueno de que fuera un cáncer de tiroides en comparación con otro tipo de cáncer es que las células tiroideas son las únicas del cuerpo que comen iodo, entonces el tratamiento cuando es maligno en vez de ser algo super agresivo como la quimioterapia o radioterapia directa, es un tratamiento de iodo radioactivo. Es más, hay una glándula que está por encima de la nariz entre los ojos que segrega, entre otras muchas cosas, un estimulante de las células tiroideas para que "tengan más hambre". Entonces, antes de darte iodo radioactivo te inyectan un poco de ese estimulador para asegurarse de que todas las células tiroideas que hayan quedado vivas estén bien hambrientas cuando les llegue el alimento contaminado por la radioactividad.

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También me gustaría decir que mi cáncer fue muy leve, el cáncer de tiroides en general siempre tiene buen pronóstico, pero sobre todo fue una experiencia… casi gris. Como un trámite burocrático, como hacer el IVA trimestral. Por suerte hoy en día hay muchos cánceres así.

Una vez operada, graduada y pasados seis meses, tenía que realizar el tratamiento de iodo del que acabo de hablar. Ahora es el momento de decir que soy una persona soñadora, tirando a poco realista a veces y cuando pensé en un sitio en el que pasar tres días no lo contextualicé dentro de la realidad de un hospital público sino más bien como un resort de rehabilitación para famosos.

De aquello que yo imaginaba, a lo que luego resultó ser en realidad, había unas 7 plantas de diferencia (literalmente). Imaginaba un lugar blanco, aséptico, clínico, con un montón de ventanas. De hecho, creo recordar que no fue hasta que estaba ya en el ascensor del hospital para ingresar acompañada de mi madre y el celador y vi que éste pulsó el -3 y que se referían a la habitación como "la celda" cuando empecé a entender que ventanas casi seguro no iba a tener.

Me avisaron antes de ingresar de que no tenía sentido recibir visitas porque nadie se podía acercar a menos de tres metros de mí o metro y medio, (dependiendo de los tiempos de exposición), así que me despedí de mi madre y me quedé en aquella habitación. Lo primero que me pareció terrible del lugar era la luz, una luz blanca como de laboratorio, fría, que iba a juego con el gotelé de las paredes de color amarillo pis-verde moco.

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La habitación en sí era muy sencilla pero sorprendentemente adaptada al mundo tecnológico. Tenía una cama de hospital, una televisión arriba en una esquina, teléfono, cable para conectarse a internet (wow, ¿verdad?) y el baño. El tratamiento consistía en que nada más llegar me tenía que tomar un pastillazo de iodo y luego te dedicas 2 ó 3 días a beber agua sin parar y mear, ya que la única razón por la que estás en aislamiento es que tienes una dosis de radioactividad más alta de la normal y la eliminas con la orina. En el suelo, una cinta blanca que podría pasar tranquilamente desapercibida, calculaba el metro de distancia que tenía que respetar cada vez que viniese la enfermera a dejarme la comida o la doctora a medir cómo bajaban mis niveles de radioactividad.

Una cosa que me tranquilizó mucho fue que, a pesar de no tener ventanas y estar en una habitación relativamente pequeña en la que tenía que permanecer 3 días, la puerta de la habitación no se cerraba. Al salir de la habitación, había un pasillo largo de unos 10 metros y al final había otra puerta que daba al pasillo de la planta y por la que oía voces de enfermeras y ruidos de camillas yendo de un lado a otro.

Yo me había plantado en el hospital con mi portátil (pues me habían avisado con anterioridad de que tendría internet, cosa que no estaba en mis planes de aislamiento romántico), mi cámara de 35 mm y un par de libros. Todo listo para pasar tres días de producción, lecturas, reflexiones…nada más lejos de la realidad. El cuerpo es súper sabio y, cuando te meten un pastillazo de iodo radioactivo y te dicen que hasta que no tengas unos niveles aceptables por la OMS no sales de la habitación, te pones a beber agua y mear como si no hubiera mañana y, si es posible, con Telecinco de fondo, algo que te haga querer salir de ahí rápidamente.

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Casi por compromiso conmigo misma, hice el hercúleo esfuerzo de coger la cámara al segundo día tarde. La verdad, digo segundo día tarde porque lo que sé que me costó hacerlo pero fueron tres días en los que no diferenciaba el tiempo. Por ahí de vez en cuando aparecían bandejas con Colacao y galletas María o vainas caldosas y pollo a la plancha. Me conmovía la línea blanca pegada con celo en el suelo.

A los 16 años cogía un montón de cistitis por sentarme los sábados por la tarde en el húmedo asfalto bilbaíno y el médico me recomendó beber mucha agua e ir a hacer pis cada vez que notase que empezaba a tener ganas. Desde entonces siempre llevo agua conmigo. Estas habilidades adquiridas como consecuencia de los kalimotxos adolescentes hicieron que tuviera gran éxito en la eliminación de radioactividad, la doctora estaba muy sorprendida.

Una noche en el hospital, creo que también fue la segunda, una vocecita al otro lado del pasillo me dijo:

"Oye, si quieres salir a estirar las piernas por la planta te dejo. Se ha ido todo el mundo y estamos tú y yo solas." ¿Era un ángel? ¿había caído ya en los brazos de Morfeo?  ¡No! Era la simpatiquísima enfermera de guardia y aunque también tuvo que mantenerse a un par de metros de mí, por lo que la interacción fue nula ya que si no hubiera sido muy incómoda, me dejó pasearme a mis anchas por la zona de medicina nuclear e incluso le pregunté si podía hacer unas fotos y, con cara rara, me dijo que sin problema. La verdad, no estaba yo muy con la predisposición de hacer fotos. Apretaba el disparador sin ganas pero a la vez, era un ejercicio para mí.

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La cinta que marcaba la distancia de seguridad

Cuando la doctora me dio el alta de la radioactividad pensaba que ya todo se había acabado, pero todavía quedaba la prueba que para mí fue lo que realmente hizo que me sintiera "enferma". No es más que el escáner que confirma que no hay metástasis en el cuerpo, pero en serio esas máquinas las ha diseñado el mismísimo Satanás.

La enfermera me ató los pies y también los brazos con dos cintas que cruzaban el pecho (aquí cuando conviene recordar al lector que durante todo este tiempo yo sufría ansiedad). Tienes que estar como 30 minutos que tarda la máquina en hacerte el escaneo sin moverte nada o hay que volver a empezar. Mi instinto hizo que en cuanto puso en marcha la máquina por primera vez me soltara y, bueno, unas ganas de irme de ahí infinitas, aunque luego me enteré de que si realmente no paras quieto te dan un calmante. Yo cerré los ojos y, como era julio pensaba en la playa, en las fiestas y las siestas de verano…y esas cositas que le transmiten a uno paz.

Con el resultado del escáner limpio se puede decir que el proceso más tedioso ya terminó. A partir de ahí, como con cualquier otra enfermedad crónica o de cierta gravedad, le siguen unos análisis anuales, ajustes por aquí y por allá, pero nada más. Yo me tengo que tomar una pastilla de iodo todos los días porque, al no tener tiroides, no produzco esas hormonas, pero de hecho hay muchísimas personas, especialmente mujeres, que tienen que tomar la pastilla por desajustes en la tiroides.

¿Me he preguntado alguna vez si tras haber pasado por esto tengo más posibilidades de tener otro? Sí. Pero en cuanto empiezo ese pensamiento lo corto y paso a otra cosa, porque si tiene que venir, vendrá y ya lo afrontaré como pueda, espero que con la misma fuerza y el mismo buen resultado con los que he superado éste.

Dicho todo lo anterior, ojalá no me vuelva a pasar. Es el IVA trimestral, no un crucero por el Nilo.

Para terminar, quiero recalcar de manera muy honesta lo complicado que ha sido escribir esto. Llevaba tiempo queriendo hacerlo pero no sabía cómo. No pretendo representar ni hablar en nombre de los enfermos de cáncer, sino contar mi historia y cómo la viví y cómo veo la representación de esta enfermedad en contraste con mi experiencia personal. Segundo, porque es una enfermedad que con mismo nombre abarca grados y niveles de gravedad con un abismo de por medio y yo viví una de sus versiones más amables. Y por último, porque es una experiencia muy personal y seguramente ni yo misma percibiría de la misma manera la enfermedad hoy que hace dos años.