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especial moda 2013

Desastres hechos en Bangladés

Todavía hoy desconocemos el número exacto de los compañeros de trabajo de Swapna que fallecieron al incendiarse una fábrica de Tazreen Fashions el 24 de noviembre de 2012. Ella estaba cosiendo shorts –“medio pantalones”, como se conocen en Bangladés...

Fotos de Syed Zain Al-Mahmood

T

odavía hoy desconocemos el número exacto de los compañeros de trabajo de Swapna que fallecieron al incendiarse una fábrica de Tazreen Fashions el 24 de noviembre de 2012. Ella estaba cosiendo shorts –“medio pantalones”, como se conocen en Bangladés– cuando, en la planta baja, pilas de hilo y tela acrílica comenzaron a arder. Hacía poco que se había quedado embarazada de su marido, Mominul, empleado en la fábrica como inspector de calidad. Cuando la alarma antiincendios se disparó, los encargados de planta les dijeron a voces a los centenares de trabajadores que volvieran a sentarse, que no pasaba nada. Minutos después, cuando la alarma volvió a sonar, ya era demasiado tarde. El humo subió tres pisos serpenteando por el hueco de la escalera. Se fue la luz. No había salida de incendios. Swapna pensó que era mejor saltar que quemarse viva, pero todas las ventanas estaban bloqueadas con rejillas de seguridad de acero.

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   Mominul había desistido de seguir buscando a su esposa poco después de que se fueran las luces. Optó por correr hacia una esquina de su planta, donde algunos hombres habían conseguido arrancar la rejilla de una las ventanas. Quiso la casualidad que unos obreros de la construcción hubieran dejado un liviano andamiaje de bambú apoyado contra la pared exterior; gracias a esto, filas de trabajadores pudieron escurrirse por la ventana y bajar hasta el techo de un cobertizo adyacente a la fábrica. Mominul se quedó en el techo, mirando cómo el fuego ascendía por los ocho pisos de la fábrica. Varios trabajadores arrancaron las aspas de los ventiladores y se arrojaron al vacío, precipitándose hacia la muerte desde una altura de 30 metros. De repente, una figura abrasada bajó por el andamiaje profiriendo alaridos. Al llegar al techo del cobertizo se agarró, sin dejar de gritar salvajemente, a Mominul. Hasta que no logró calmarla, Mominul no se dio cuenta de que era su esposa.

   Los obreros de la fábrica de Tazreen, en la zona industrial de Ashulia, a las afueras de Dhaka, Bangladés, cosían camisetas, jeans y pantalones cortos para, entre otros, la línea Faded Glory de Walmart, Sears y M.J. Soffe, un suministrador con licencia para vender ropa a los marines estadounidenses. La fabríca tenía capacidad para producir un volumen enorme de prendas: alrededor de un millón de camisetas al mes. El negocio de la fabricación y exportación de prendas listas para llevar –al que asesores, empresarios occidentales y figuras del gobierno, así como casi cualquiera en Bangladés, se refiere como “la ropa” (como “antes de la ropa, toda esta gente trabajaba en el campo”) arrancó en los años 80 como una diminuta industria dirigida por un grupo de pequeños pero ambiciosos hombres de negocios que, entre otras ventajas locales, sacaban partido del trabajo infantil y de unos salarios mínimos extremadamente bajos.

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   Las condiciones laborales, si bien con lentitud, mejoraron con los años. Los cambios se debieron en parte a que compradores occidentales como Walmart y Nike fueron objetivos de implacables campañas de activistas en contra de la explotación laboral. Las compañías que se apoyaban en esas infraestructuras respondieron imponiendo unos estándares con objeto de eliminar la mano de obra infantil y esclava en las fábricas. En 1992, Walmart despachó un documento de “Estándares para suministradores” detallando en 12 puntos los principios generales que esperaban que las fábricas locales acatasen en cuestión de salarios (“los suministradores deberán compensar de forma justa”), mano de obra presidiaria (“no será tolerada”) y libertad de formar sindicatos (los suministradores deben respetar este derecho “en tanto que estos grupos sean legales en su propio país”). El documento también se refería a la seguridad: “Walmart no hará negocios con suministradores que provean de entornos laborales nocivos o peligrosos”.

   Políticas como las que estipula este último punto son parte de la razón de que el fuego en Tazreen se convirtiera en noticia de alcance mundial a finales de 2012 y por qué la tragedia ha recibido comparaciones con el terrible incendio de 1911 en la fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York por parte de todo el mundo, del consejo editorial del New York Times a la Secretaria de Trabajo estadounidense, Hilda Solis. Parecía un anacronismo, la clase de tragedia que sólo podía suceder en décadas muy anteriores; eras en la que los “estándares para suministradores” no existían. El gran problema de esta línea de pensamiento –y algo que muchos periódicos generalistas y otros observadores han pasado por alto– es que es un cuento de hadas.

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   El fuego en Tazreen no fue algo excepcional. Desde 2006, 500 obreros textiles han muerto en Bangladés por incendios en su fábricas. Los trabajadores que intentan crear sindicatos reciben palizas y son arrestados por las fuerzas de seguridad del gobierno. La Asociación de Fabricantes y Exportadores de Prendas de Vestir de Bangladés (BGMEA, por sus siglas en inglés) ha colaborado con el gobierno en la formación de una nueva fuerza llamada Policía Industrial, a la que grupos pro-derechos humanos acusan de acosar e intimidar a los obreros. Al menos un activista ha sido secuestrado y asesinado. Los disturbios son habituales. Durante el mes transcurrido desde que Swapna y Mominul escaparon de Tazreen, se declararon al menos 17 incendios más en distintas fábricas textiles de zonas industriales.

El cuerpo de la hija de Rukiya Begum, Hena, fallecida el 24 de noviembre de 2012 en el incendio en la fábrica Tazreen Fashions, nunca ha sido encontrado. Su madre cree que es muy probable que fuera incinerado.

E

n enero pasado tomé un vuelo a Dhaka. Quería ver qué se estaba haciendo a resultas del incendio en Tazreen y si, como confiaban los observadores que lo habían comparado con el de Triangle Shirtwaist, sería un punto de inflexión que conduciría a la mejora de las medidas de seguridad de la industria de la confección a nivel global, de igual modo que aquel lejano incendio había hecho con la industria norteamericana. En el aeropuerto de Dhaka pude apreciar la importancia que se le concedia al comercio: “En el futuro”, rezaba un letrero en el exterior de la terminal, “la ropa hecha en Bangladés marcará la dirección de la moda a nivel global”.

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   Bangladés es el segundo exportador mundial de prendas de vestir, con 5.500 fábricas produciendo ropa para compañías como H&M y Walmart, los dos mayores compradores de prendas del país. (Es probable que ahora lleves una pieza fabricada en Bangladés. O que tu madre lo haga). Según afirman algunos observadores, en el transcurso de una década el país superara a China como el más solicitado productor de prendas de confección de todo el mundo. Millones de trabajadores han abandonado los superpoblados campos –Bangladés acoge a 150 millones de personas en un área del tamaño de Illinois– para buscar empleo en las fábricas que rodean la capital. Bangladés presenta un coste laboral menor que el de cualquier otro país productor textil del mundo: 37 dólares al mes.

   Mi intención era ir a Tazreen inmediatamente después de mi llegada, de modo que mi fixer, Syed Zain Al-Mahmood, fue a recogerme a mi hotel. Salimos de la ciudad y condujimos 24 kilómetros hasta llegar a un camino de tierra que llevaba a las puertas de la fábrica. Acababa de suceder un incidente –un lugareño había chocado con su moto contra una furgoneta de la policía– y el asunto se estaba dirimiendo en el patio de la fábrica. Le pregunté a Zain quiénes eran unos tipos uniformados y de aspecto duro que había allí. “Esos”, dijo Zain, “son de la Policía Industrial”.

   El edificio, desde el exterior, parecía en su mayor parte intacto, y tardé un minuto en hacerme a la idea de que estábamos en el lugar del desastre. El área circundante no parecía en absoluto arruinada. Estaba rodeado de bananos y hortalizas, con cabras y niños correteando de un lado a otro. Las barracas residenciales, construidas con bloques de hormigón y con puertas de acero dando al exterior, eran propiedad de patrones privados (no de los dueños de la fábrica) y alquiladas por los obreros. Parecían en buen estado. Familias enteras compartían las barracas, divididas con esmero en habitaciones cada tres metros y medio. Estas características, sin embargo, daban a las barracas la impresión de ser tropicales pabellones carcelarios.

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   Zain, que trabaja también como periodista independiente para el Wall Street Journal, me había dicho que iba a presentarme a algunos de los supervivientes que había entrevistado después del incendio. Sin embargo, cuando bajamos del coche, varios chicos que se habían puesto a seguirnos esperando una moneda nos dijeron que la mayoría de la gente a la que Zain había entrevistado había vuelto a sus aldeas. “O han conseguido trabajo en otras fábricas y ahora están trabajando”.

   Zain les preguntó algo en Bangla, una pregunta que me alegré de no tener que hacer yo. Lo que les dijo fue, en esencia, “Niños, llevadme con alguien que sobreviviera al fuego que mató a más de 110 vecinos vuestros y probablemente os marcó de formas que no podéis describir”. Y nos pusimos en marcha, una delegación de chicos, perros y periodistas, hasta llegar al pequeño patio que formaban tres de las barracas. Allí, una mujer de mediana edad que vestía un kameez amarillo trajo dos sillas de plástico para que Zain y yo nos sentáramos. Llamaron a los supervivientes que habíamos ido a conocer. Los niños se pusieron a nuestro alrededor, mirando.

   Conocimos a dos mujeres jóvenes que trabajaban en la tercera planta cuando se declaró el incendio. Una de ellas, Sakhina, era pizpireta y locuaz. Nos contó que desde que ocurrió el fuego había encontrado trabajo en una fábrica llamada Knit-Asia pero que ese día no había ido a trabajar. La otra, Mahmooda, tenía demasiado miedo a los incendios como para volver a trabajar en una fábrica.

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   Les pedimos que nos explicaran lo que pasó. Lo hicieron, guiándonos en un acelerado tour por las barracas, seguidos siempre por los chicos pequeños y de vez en cuando por grupos más numerosos. Cada información que nos daba un residente contribuía a desentrañar la historia de lo que sucedió aquel día en la tercera planta, de donde se recuperaron 69 cadáveres.

   Más de 1.100 personas habían ido a trabajar el día dle incendio. Sakhina y Mahmooda habían dejado sus aldeas rurales siete años atrás para ir a Tazreen. “En las aldeas no hay nada para nosotras”, dijo Sakhina cuando le pregunté si añoraba su hogar. Había estado empleada como gerente de las barracas hasta hacía ocho meses, cuando decidió que ganaría más dinero en la fábrica.

   El día del incendio, por la tarde, Sakhina había hecho una pausa en su trabajo y apoyado los codos encima de la mesa. Un encargado de planta se dirigió a ella. Me narró lo que sucedió después: “Me dijo, ‘Sakhina, ¿estás rezando? O estás durmiendo?’” Entonces se disparó la alarma. Unos días antes habíamos hecho un simulacro de incendio. Eso me salvó la vida”.

   Pensé que era una broma. “¡Yo nunca había trabajado antes en la ropa!”, continuó. “No habría sabido lo que significaba la alarma. El encargado levantó los brazos y nos dijo que siguiéramos sentadas. Que no nos marcháramos. Pero yo le dije, ‘Si no hay fuego, entonces volveré en un rato’. Fui escaleras abajo y me fui de allí. Cuando regresé había humo y gente saltando por las ventanas”.

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   Mahmooda se había quedado en la planta. Cuando las luces se apagaron a causa de las llamas, utilizó la luz de su teléfono móvil para encontrar el camino hasta la ventana que daba al andamiaje de bambú, la misma ruta de escape que siguió la mayoría de trabajadores del tercer piso.

   Más avanzado ya el día conocí a Swapna y a Mominul, que también estaban en la tercera planta cuando se declaró el incendio. “Pensé que era mejor saltar que abrasarme”, me contó Swapna. “Creo que la mayoría de la gente murió asfixiada”.

   Una vez extinguido casi totalmente el incendio, los bomberos procedieron a rescatar los cuerpos y retirarlos encima de los rickshaws planos tirados con bicicleta que se usan en Bangladés para transportar cantidades pequeñas de materiales de construcción. El departamento antiincendios hizo público más adelante el número de fallecidos: 100 exactos, afirmaron. Cuando le pregunté a Kalpona Akter, una activista local por los derechos de los trabajadores, acerca de esa cifra, ella se rió. “¡Qué idiotez! ¿Sacas cien cadáveres y dices que ese es el total? ¿Cómo puede alguien creerse eso?”

Un niño sostiene una orden de pedido de Kmart encontrada entre los restos de un incendio en el área industrial de Ashulia, a las afueras de Dhaka, Bangladés.

A

l día siguiente asistí a una conferencia de prensa en el sindicato de periodistas, en el centro de Dhaka. Cincuenta y tres víctimas sin identificar habían sido enterradas en una ceremonia conjunta, pero aún tenía que determinarse un número definitivo (al margen del recuento “oficial” de los bomberos). Un grupo de estudiantes de antropología de todo el país había fletado autobuses para traer a los familiares de los trabajadores que aún no habían sido hallados. La sala estaba abarrotada, pero Zain no había podido acompañarme ese día y yo no podía estar seguro de todo lo que pasaba. Sabía que los estudiantes habían hecho indagaciones en la zona y encontrado al menos 68 familias que afirmaban no haber podido recuperar los cuerpos de sus parientes; esto elevaba las posibilidades de que el número de víctimas fuera de al menos 131.

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   El número exacto de cuerpos recuperados de la escena es uno de los varios misterios que rodean el incendio, aunque el New York Times, entre otros medios, lo han establecido en 112. Hablé con una mujer llamada Rukiya Begum, cuya hija de 19 años trabajaba en la cuarta planta cuando empezó el fuego. Nunca su encontró su cuerpo, lo cual significa que Rukiya no tenía derecho a percibir los 7.500 dólares que el gobierno, la BGMEA y algunas compañías occidentales ofrecieron a los familiares de los fallecidos como indemnización. Muchas de las familias de los trabajadores no identificados siguen esperando la indemnización e incluso el reconocimiento oficial de que uno de sus parientes murió en aquel infierno. “Intenté conseguir un certificado de fallecimiento”, me dijo Rukiya, “pero me dijeron, ‘¿Dónde está el cuerpo?’ Me preocupa que el cadáver quedara reducido a cenizas y no haya cuerpo que encontrar”.

   Salí fuera a fumar un cigarrillo. Un hombre con camisa morada y un blazer acrílico se me acercó. Nos dimos la mano y, con buen inglés, me preguntó mi nombre. Jim, le respondí. Me preguntó qué estaba haciendo en Bangladés. Casi no hay turismo en el país, así que no podía decir que estaba de vacaciones sin levantar sospechas. Cuando un extranjero llega a un hotel en Dhaka, le preguntan, “¿Cuál es el nombre de su compañía?” Se presume que nadie visita el país a menos que le estén pagando por ello. No era mi caso. Le dije, con vaguedad, que estaba “de visita”.

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   “¿A quién estás visitando?”

   “Amigos”

   “¿Amigos de dónde? ¿De qué país vienes?”

   “Canadá”.

   “¿Qué haces en canadá?”

   “Soy… artista”.

   “¿En qué hotel estás?”

   En este punto de la conversación, un hombre con camisa blanca y blazer se acercó y dijo algo en bangla al hombre de la camisa morada. Después se giró hacia mí y me preguntó si me gustaba el té. Sí, le dije. Me encanta el té, y me dijo que fuera con él. Nos marchamos.

   Me llevó a un pequeño jardín en el que los periodistas, sentados alrededor de mesas de plástico, estaban bebiendo té. Me dijo que trabajaba en la televisión. “Ese hombre era del Cuerpo Especial”, me contó, refiriéndose al hombre de la camisa morada. “Vigilan a diplomáticos, periodistas y extranjeros. También les protegen si se meten en problemas. No hay nada de lo que debas preocuparte”. Después él me hizo la misma pregunta que me había hecho el supuesto miembro de la Rama Especial: “¿En qué hotel estás?”, y si tenía un visado de periodista.

   El Cuerpo Especial y la Policía Industrial son solo dos de un desconcertante surtido de cuerpos policiales en Bangladés. También existe el thana, o policía rural; el Cuerpo de Detectives, que viste de paisano; una división del Cuerpo Especial que supervisa las aduanas y los aeropuertos; el paramilitar Batallón de Acción Rápida, y el Servicio Nacional de Inteligencia (SNI), que en ocasiones tiene bajo vigilancia a los activistas contra la explotación laboral.

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            El SNI sirve, se desconoce en qué medida, a los intereses del gobierno, un partido llamado Liga Awami, con la primera ministra Sheikh Hasina a su cabeza. Tras independizarse Bangladés de Pakistán en 1971, su política evolucionó lentamente hacia una competición entre las corruptas camarillas que rodeaban a Hasina y las de otra mujer, Khaleda Zia, que ahora dirige el partido en la oposición, el Partido Nacional de Bangladés. Entre ambos partidos hay pocas diferencias ideológicas; la política electoral en el país es, en esencia, un juego de poder. Aquellos que detentan el mando se enriquecen a sí mismos y a sus amigos a través de prácticas corruptas; los perdedores esperan hasta que la ciudadanía se cansa del status quo y vota a su favor. Nunca un partido ha sido reelegido para un segundo mandato consecutivo.

            Con el gobierno respaldándolos, los fabricantes de prendas de confección han desarrollado en Bangladés una forma de clase alta empresarial. De acuerdo con la BGMEA, que se ha convertido en una de las principales fuentes de poder político en el país, la industria de la confección da empleo a 3,5 millones de personas, habiéndose duplicado el número de fábricas desde 1999. La confección supone un 80 por ciento de las ganancias por exportación; es, prácticamente, la única industria del país.

            Precavido ante la posibilidad de malograr una de sus pocas fuentes de ingresos, el gobierno hace oídos sordos a la reclamación de los trabajadores de mejores salarios y medidas antiincendios. En primer lugar, a los fabricantes les interesa mantener unos costes de producción minúsculos ya que los precios que ofrecen los clientes occidentales son tan bajos que es casi imposible mantener un margen de beneficios decente. En segundo, al gobierno solo le preocupa conservar el mercado foráneo. “Su único y gran objetivo es evitar que los activistas hagan su trabajo, que es lograr que se suban los salarios y los estándares de seguridad. Eso significaría que Bangladés dejaría de ser el fabricante de prendas más barato del mundo”, me dijo Theresa Haas, del norteamericano Consorcio por los Derechos de los Trabajadores. “Esa es su estrategia de desarrollo”.

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Sakhina, a la izquierda, y Mahmooda, a la derecha, en el patio entre los barracones de los que Sakhina fue gerente, cerca de la fábrica Tazreen.

E

n nuestro siguiente desplazamiento Zain y yo fuimos a visitar a la viuda de un activista asesinado, Aminul Islam. Su caso es bien conocido entre activistas occidentales y agentes del gobierno, y yo quería oír la historia de alguien que intentó desafiar las condiciones dominantes en la industria. Condujimos 80 kilómetros hasta Hijolhati, donde vivió Aminul; una pequeña aldea al norte de la capital. Tardamos tres horas y media en llegar a causa del tráfico. Una vez allí nos dirigimos al bazar del pueblo para preguntar la dirección de la casa de Aminul. El hombre al que preguntamos resultó ser el imán de la mezquita donde Imanul iba a rezar. Le explicamos el por qué de nuestra presencia; él respondió que era bueno que estuviéramos ahí. “Aminul era un hombre recto”, dijo, y entró en el coche para mostrarnos el camino.

            Condujimos media hora por un camino de tierra, sin duda provocándole desperfectos permanentes a nuestro Corolla alquilado. El imán nos dijo que Aminul, como muchos otros trabajadores de la confección de la zona, pasaba por ese mismo camino todos los días para ir a trabajar, con la salvedad de que ellos tenían que hacerlo a pie hasta el bazar y allí coger un autobús. Aquello debía llevarles horas.

            La casa de Aminul formaba parte de unas anodinas barracas iguales a las que habíamos visto en Tazreen. Su viuda se llamaba Hosni Ara Begum Fahima. Parecía resignada a tener que hablar con nosotros; el imán le dijo que quería que lo hiciera. Zain y yo nos sentamos en su cama, presumiblemente la misma que compartió con su marido. Nos contó la historia de Aminul sin un ápice de entusiasmo.

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            En 1998, Aminul había llevado a Hosni y a la hija de ambos a Hijolhato desde el distrito de Sherpur, a unos 160 kilómetros al norte, porque quería un trabajo en la industria de la confección. En la fábrica donde le emplearon fue elegido presidente de una asociación de trabajadores; como presidente, se le urgió a enfrentarse a la dirección de la fábrica por los salarios y la seguridad. Despedido a causa de su activismo, demandó a la fábrica y ganó; en vez de readmitirle, el propietario siguió pagándole un salario mensual pero vetó que entrara en la fábrica. El caso llamó la atención del Centro de Solidaridad, un grupo con sede en Dhaka que contaba con el apoyo de la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (en inglés, AFL-CIO). Le pusieron en contacto con activistas locales y fue contratado por una ONG bangladesí..

            “La policía empezó a pasarse por aquí”, nos contó su viuda. “Iban de un lado a otro preguntando a la gente qué clase de persona era, y todos decían, ‘Es un buen hombre’. Luego venían aquí y amenazaban con llevárselo”.

            En marzo de 2010, Aminul fue arrestado por la policía. “Estaba en Dhaka para asistir a una reunión”, dijo Hosni. “Alguien me llamó por teléfono diciendo ser un trabajador. No se me ocurrió que pudiera ser la policía, así que le dije que mi marido había ido a una reunión”. Agentes de la policía irrumpieron en la oficina y se llevaron a Aminul a Mymensingh, un pueblo 130 kilómetros al norte. “Le dieron una paliza. Luego él les dijo que tenía hambre y que quería algo de fruta”. Los policías le llevaran a una parada de fruta. “Los agentes se quedaron a un lado, fumando. Él estaba herido, pero salió corriendo y pudo coger un tren”.

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            Durante mi viaje pude hablar con alguien que, por una serie de razones, había podido visitar el interior de una cámara de torturas de la SNI. “Había ganchos y cadenas para colgar a la gente, látigos y cosas así. Lo que podrías esperar. Y a un lado había un horno con huevos en su interior. Pregunté, ‘¿Por qué tenéis huevos en una cámara de tortura?’ Y [el guía] dijo: ‘Ah, no son huevos de verdad, son de goma. Los calentamos en el horno y los introducimos en el ano de los prisioneros”.

            Aminul llamó a su mujer desde el tren para decirle que estaba a salvo. “Pero creo que los teléfonos estaban pinchados”, dijo ella, “porque cuando el tren llegó a la estación, la policía estaba allí, esperando”. Aminul avistó a las autoridades y se escabulló hasta un vagón trasero. Le pidió a un tendero un teléfono para llamar a un amigo suyo activista, y este le ayudó a escapar en una moto. “Después se pasó una semana en el hospital. Cuando le estaban pegando, él preguntaba, ‘¿Por qué me estáis haciendo esto? ¿Es por el dueño de alguna fábrica?’ Y ellos no respondían. Simplemente le seguían pegando”.

            Tras esto, y después de otra detención, esta vez a cargo de la Policía Industrial, Aminul le dijo a su esposa que estaba considerando dejar el activismo y abrir una tienda. Pero nunca tuvo la oportunidad. El 4 de abril de 2012, un hombre llamado Mustafiz, amigo de la familia, fue a visitar a Aminul en su oficina en su Ashulia. Mustafiz dijo que quería casarse pero necesitaba un testigo. Aminul había hecho de testigo en ocasiones para otros trabajadores de la fábrica, pero la petición de Mustafiz le dejó confundido. Tenía sus dudas, pero Mustafiz insistió. Aminul fue con él. Más adelante aparecerían fotos de Mustafiz en compañía de agentes del SNI. La noche en que Aminul desapareció, la casa de Mustafiz fue vaciada y la puerta cerrada. Su teléfono móvil estaba apagado. Días más tarde apareció en un periódico de Tangail, a unos 160 kilómetros de Dhaka, una noticia que se ilustraba con la foto de un cadáver no identificado que había sido encontrado en la zona. La policía local lo había enterrado en una fosa para indigentes. Tiempo después se descubrió que era el cuerpo de Aminul.

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            Le dije a Zain que le pidiera a Hosni que posara para unas fotos. Ella lo hizo, pasiva y en silencio. Luego pregunté si podríamos hacerle unas fotos en el exterior. De nuevo, ella obedeció con la mansedumbre de una oveja. Hosni nos enseñó después unas fotos laminadas del cuerpo de Aminul. Podía verse con claridad un agujero taladrado en su rodilla derecha. Tortura, probablemente.

            ¿Tuvieron propietarios de fábricas algo que ver en el asesinato de Aminul? ¿El gobierno? Varias personas me pasaron más adelante el nombre y número de móvil de un agente del SNI presuntamente involucrado en el secuestro de Aminul. Bangladés, a veces, parece andar corta de nombres propios, pero aun así era casi increíble que ese agente se llamara también Aminul Islam. Me habían contado que no hacía mucho que había sido trasladado a la parte más lejana en el suroeste del país. Llamé a su número siete u ocho veces, pero solo recibí respuesta la primera. Zain me la tradujo: “¿Qué quieres de Aminul Islam?”, dijo el hombre al otro lado de la línea antes de colgar.

Hosni Ara Begum Fahima sostiene un poster de su marido, Aminul Islam, activista por los derechos de los trabajadores asesinado en abril de 2012.

L

a posición de Walmart al incendio en Tazreen y el acoso que hacen sus suministradores a trabajadores y activistas ha sido la de decir, a grandes rasgos, No es problema nuestro. El sistema de calificación ética de la compañía con respecto a sus suministradores consiste en una escala de grados que van del verde al amarillo, el naranja y el rojo. Estas clasificaciones, que cubren principios básicos de seguridad y evalúan la calidad de vida de los trabajadores, se asignan en función de peritajes realizados por investigadores subcontratados. En los días en que se declaró el incendio en Tazreen, una clasificación naranja significaba que la fábrica en cuestión debía pasar por una nueva revisión en seis meses. Si la segunda revisión concluyera que no se habían realizado mejoras, la fábrica recibiría una segunda calificación naranja y tendría que ser revisada de nuevo en un plazo de seis meses. Una tercera calificación naranja pondría al suministrador, figurada y literalmente, dentro de la clasificación roja, significando esto que Walmart dejaría de trabajar con la fábrica incumplidora.

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            Dos días después de que Tazreen ardiera, representantes de Walmart hicieron un comunicado: “Nuestros pensamientos están con las familias y las víctimas de esta tragedia”, decía. A continuación hacía referencia a las enormes cantidades de prendas Walmart que se encontraaron entre los restos calcinados. “La fábrica Tazreen no tenía autorización para producir material para Walmart. Un proveedor subdelegó una parte de la producción a esta fábrica sin nuestra autorización, en una violación directa de la política de la empresa. A día de hoy, nuestra relación con este proveedor ha terminado”.

            El uso que hace Walmart del singular en esta declaración –“un proveedor”– llama a engaño. Documentos fotografiados por Zain y otras personas después del fuego indican que no uno, sino al menos tres proveedores de Walmart habían recurrido a Tazreen en los meses anteriores al incendio. Es cierto que Walmart cortó relaciones comerciales con un proveedor relacionado con Tazreen, una compañía afincada en Nueva York llamada Success Apparel, pero hasta el momento no han dicho nada de otros proveedores. Walmart ha declinado especificar en base a qué han terminado la relación.

            Se sabe que Tazreen recibió dos auditorías y una calificación naranja, pero no está claro si atravesaron por una tercera revisión completa. Cuando le pregunté a un representante de Walmart, Kevin Gardner, si en algún momento se había declarado de forma explícita que la fábrica Tazreen estaba en la lista roja, rehusó responder. Tras repetidas solicitudes de respuesta, Walmart ha rechazado decir cuándo, exactamente, se les había puesto en esa lista y cómo se habría hecho cumplir la prohibición de su uso. Tampoco recibí respuesta a la pregunta de cómo podían estar en la lista roja sin no habían pasado por una tercera revisión.

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            Es preciso destacar que en el programa de estas auditorías no figuraba controlar medidas de seguridad como salidas de incendios o cajas de escaleras a prueba de humo; el sistema deja que las violaciones del código sean competencia exclusiva de funcionarios del gobierno. No queda claro, por tanto, quién habría estado alguna vez en posición de prevenir un desastre como el de Tazreen. Los compradores norteamericanos y europeos han creado una infraestructura en la que las fábricas bangladesíes con las que trabajan son tratadas como distantes subcontratistas; a ojos de Walmart, queda más allá de la responsabilidad de la compañía emprender acciones directas como, digamos, instalar salidas de incendios.

            Por lo que parece, la carga financiera que supone proveer condiciones laborales seguras y pagar salarios justos es algo que los compradores occidentales y los gobiernos esperan que los productores locales asuman por su cuenta. Como me explicó Scott Nova, director del Consorcio por los Derechos de los Trabajadores, si los gobiernos responsables de supervisar dichas condiciones permitieran que los trabajadores se organizaran y crearan sindicatos, y si los productores intentaran mejorar unas medidas deficientes que en los últimos años le han costado la vida a cientos de personas, entonces los compradores tendrían que pagar más, ya fuese de un modo directo o debido al aumento de los precios de los fabricantes. “Pero las marcas no quieren hacer nada porque, de hecho, si están en Bangladés es porque quieren reducir los costes al mínimo posible”, añadió Scott.

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            Esta es una apreción que un representante de Walmart suscribió en 2011, en una reunión convocada después de que dos incendios arrasaran, con consecuencias mortales, sendas fábricas en zonas industriales bangladesíes. Representantes del gobierno, grupos activistas y fabricantes se reunieron en la sede del BGMEA en Dhaka y, en cierto momento, se habló de la redacción de un borrador de propuesta que habría instituido algunas mejoras, menores pero obligatorias, en cuestión de seguridad antiincendios. Scott asistió a esa reunión. “El representante de Walmart se puso en pie”, me contó. “Primero reconoció que había problemas en materia de seguridad que se tenían que resolver. Después dijo que de ningún modo Walmart iba a pagar por ello”. Resumiendo: ningún estándar de seguridad iba a recibir mejora alguna de mano de la parte alta de la industria.

            Si bien el incendio de Tazreen podría haberse prevenido de contar con unas medidas de seguridad de las que se hizo caso omiso, la respuesta consiguiente demuestra lo difícil que resulta imputar responsabilidades entre las diferentes partes que intervienen en la industria de la confección en Bangladés y, presumiblemente, en cualquier otro lugar. Inspectores del gobierno visitaron Tazreen en las semanas previas al desastre y, en teoría, deberían haber señalado riesgos, como la inexistencia de cajas de escalera antihumo; por el contrario, los mayores hallazgos postmortem del comité de investigación del gobierno apuntaron a la posibilidad de que el incendio se debiera a un acto de sabotaje industrial. Incluso de ser esto cierto, no supone una excusa a la falta de medidas básicas de seguridad que la fábrica, según la política de los clientes occidentales, debería haber impuesto tiempo atrás. Compradores como Walmart y Sears rechazan aceptar responsabilidades; afirman, ya en primer lugar, desconocer que estuvieran comprando productos hechos en Tazreen. Delowar Hossain, director ejecutivo de la empresa matriz de Tazreen, Tuba Group, no ha sido todavía procesado, como recomendó el comité del gobierno, por “negligencia imperdonable”. De hecho, los únicos que han sido acusados de algo son tres gerentes de medio rango, los hombres a los que se acusa de haber instruido a sus empleados para que ignoraran las alarmas el día del incendio. No facilitó encontrar culpables el hecho de que, horas después del incendio, se encontraran los ordenadores de la fábrica aplastados y sin sus discos duros.

            El 26 de enero, unos días antes de la fecha prevista para que este artículo fuera a imprenta, se declaró un incendio en Smart Export, una fábrica de confección en Dhaka. Murieron siete trabajadores entre las llamas. No se encontró en el lugar rastro de equipo para combatir el fuego, y una de las salidas de la fábrica, según afirman los periódicos locales, estaba bloqueada, lo que obligó a los trabajadores a romper las ventanas y saltar. Igual que en Tazreen.

            En el suelo de Smart Export, Zain encontró prendas producidas para Lefties, una marca propiedad del conglomerado español Inditex. Un auditor que trabaja para Inditex le dijo a Zain algo que ilustra lo fácil que resulta rechazar responsabilidades en el disociado sistema de subcontrataciones que los compradores occidentales han creado: “Este es un vertedero al que ninguna marca que se respete a sí misma debería hacer un pedido”.

            Walmart, por su parte, ha actualizado sus estándares y avisado a sus proveedores de que no compren a fábricas no autorizadas. Sin embargo, el sistema básico de un conjunto de normas de seguridad que las compañías adoptan de forma voluntaria sigue vigente.

E

l último día que estuvimos juntos, Zain y yo hablamos con Abdus Salam Murshedy, propietario de una fábrica productora de mercancía para Walmart y presidente de la Asociación de Exportadores de Bangladés. Hijo de un profesor de escuela en la pantanosa zona rural del país conocida como Subdarbans, de joven Abdus fue capitán de la selección nacional de fútbol de su país. En su día fue el deportista más famoso de Bangladés, pero ahora es director general del Envoy Group, un conglomerado que, partiendo de la industria de la confección, ha crecido hasta abarcar también la hotelera y la de empaquetado de productos cárnicos, con unos beneficios anuales de unos 220 millones de dólares. Es un hombre muy poderoso en Bangladés.

            Abdus nos recibió en su despacho, donde tomamos té ante su escritorio. Era un hombre pequeño pero todavía en forma, y llevaba unas pulcras, formales gafas de leer. Nos habló de su primer trabajo en una trituradora de yute. “Todo estaba en orden y bien cuidado”, nos dijo. “Las cosas se hacían como tenían que hacerse”. Las implicaciones de esto son que la situación era muy distinta a como actualmente es en Bangladés. “Y me dije, ¡en el futuro seré empresario industrial!” Se lo estaba pasando bien contando su historia; tanto, que siguió hablando con total confianza cuando nosotros cambiamos de piel y empezamos a preguntar sobre la Policía Industrial –“¡Ese fui yo! ¡Yo la creé!”– y la presión en los precios creada por los compradores occidentales. “Los compradores son nuestro dios”, dijo. Después se corrigió a sí mismo: “Son nuestro segundo dios… ¡No podemos hacer todo eso que piden, seguridad contra incendios, cuando los precios son tan bajos!” Incluso sacó el tema de las estrategias comerciales occidentales: “Una cosa que me gustaría saber es por qué tienen que comprar una y llevarse una gratis. Esto es dinero que se llevan de aquí. ¿Por qué tienen que comprar una, tener otra gratis?”

            Abdus dejo que tenía una magnífica relación con sus trabajadores y que exigía unas estrictas medidas de seguridad antiincendios en todas sus fábricas. Creía que la industria de la confección era una buena forma de llevar a su país a la prosperidad. “¡El ochenta por ciento de ellos, los trabajadores, son mujeres!” Le pedí que me describiera sus sentimientos cuando supo lo de Tazreen. Dijo que se enteró estando en Londres, y añadió: “Me sentí mal porque conozco al propietario, el señor Delowar Hossain. Es un buen hombre y ahora todo son problemas financieros, tiene deudas, se quedará fuera del negocio”. Abdus tenía en su cartera la tarjeta de Douglas McMillon, el presidente de Walmart International. La sacó para enseñárnosla. Tenía la mitad del tamaño de una tarjeta de negocios normal. Zain comentó este hecho. “Le pregunté por esto”, respondió Abdus. “Me dijo que era pequeña para ahorrar dinero”.

            Fuimos a la sala de conferencias para hacer unas cuantas fotos. Abdus había tenido tiempo para pensar en lo que nos había estado diciendo y de repente se puso muy nervioso. “¡No sabía que iba a preguntar sobre Walmart!”, le dijo a Zain en Bangla. “Ahora veo lo que está intentando hacer”.

            “Puede que esta sea la última entrevista que doy”, me dijo cortésmente. “¡Podrías costarme todo lo que tengo!” Sonrió y nos estrechamos la mano. Me pidió, de algún modo implorándolo, que le enviara una copia de mi artículo antes de que fuera a imprenta.

            Abus era decente, moderno, evolucionado; esa fue, en primer lugar, la razón de que Zain me llevara a verlo. Quería saber qué aspecto tendría la industria en años venideros, a medida que cimenta su posición en el sistema global y, con algo de suerte, los productores empiezan a adoptar la ética de Abdus. Antes de que nos marcháramos, Abdus y yo hablamos de la logística de la seguridad antiincendios. “En mi fábrica hay cuatro escaleras, y cada una lleva a un sitio distinto”, dijo. “¿Para qué necesitas una escelera de incendios?” Le pregunté por Aminul Islam y el acoso a activistas en la industria de la confección. “Alguna gente está causando problemas”, dijo, ondeando la mano.

            Hoy, tres meses después de que escapara del fuego en Tazreen, Swapna ha encontrado trabajo en una compañía llamada S21 Apparel, que afirma producir prendas para AllSaints, abastecedor inglés de ropa trashy-pero-chic para suburbanitas de clase media-alta. Mominul, mientras tanto, me dijo que estaba tratando de conseguir empleo en una fábrica propiedad del Grupo Ha-Meem; una fábrica en la que, el 14 de diciembre de 2010, 23 trabajadores murieron al declararse un incendio en la octava planta. “Le estamos dando a la gente comodidad y haciendo que tengan buena imagen”, me dijo Mominul. “Y así cada vez más gente oye el nombre de Bangladés”.

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