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Cultură

Un salón de belleza para las víctimas de ataques con ácido en Pakistán

Las autoridades pakistaníes están colapsadas por los casos de mujeres atacadas con ácido por sus esposos. Una realidad terrible y constante en Pakistán. Una magnate de la belleza en el país ha abierto las puertas de sus salones a las sobrevivientes.

Víctimas de ataques con ácido encontraron en los salones de belleza de Musarat Misbah un nuevo espacio para renacer. Fotografías de la autora.

Después de que el hermano de su suegra se casó, Bushra Shafi les trajo algunos dulces y ropa a su esposo y a su suegros como es costumbre en algunas zonas de Pakistán. Sus suegros esperaban un regalo más sustancioso, al menos uno de 50.000 rupias, pero cuando Shafi le dijo a su esposo que no tenía el dinero para hacerlo, él le tiró ácido causándole un daño casi mortal.

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Su historia refleja la de muchos sobrevivientes por quemaduras con ácido, 70% de los cuales son mujeres. La mayoría de las veces, este tipo de violencia de género suele presentarse en discusiones maritales. Son abundantes las historias de mujeres quemadas por no traerles a sus suegros la dote suficiente, o por negarse a dar su mano en matrimonio a un pretendiente violento. Si bien una ley en 2011 fortaleció el poder del gobierno para actuar en estos casos, las autoridades pakistaníes están colapsadas por este tipo de demandas y la facilidad de comprar al sistema legal no ayuda mucho. La Fundación paquistaní de Sobrevivientes del Ácido, encontró 143 casos reportados en 2013, lo que supone un aumento en la cifra respecto al 2012 cuando hubo 110 casos. Sin embargo, Valerie Khan Yousafzai afiliada a la Fundación, advierte que “no se sabe si esto se debe a un conocimiento [de la ley] o a un incremento en el número de ataques”.

Khan señala que muchas víctimas permanecen en silencio por miedo a una violencia mayor, especialmente porque los victimarios suelen ser familiares cercanos. Además, con la gran demanda de ácido cáustico usado en la industria textil del país, es relativamente fácil conseguirlo a un bajo precio. Al contacto con el ácido la piel se derrite, causando una desfiguración que puede comprometer órganos vitales.

Y aunque no parece que esta práctica macabra vaya a disminuir a corto plazo, el problema tampoco se limita exclusivamente a Pakistán. La Acid Survivors Trust International (ASTI), la única organización en el ámbito internacional que trabaja en contra de este tipo de violencia, estima que cerca de 1500 casos suceden cada año en el mundo, aunque los activistas creen que la cifra es mucho más alta.

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El caso de Shafi es particularmente cruel. “Ellos me ataron, pusieron un trapo sobre mi cara y vertieron ácido”, me lo contó en Urdu, ahogada en sus palabras. “No había nada que pudiera hacer. No había nadie de mi lado”.

Shafi con su esposo antes del ataque. Foto cortesía de Shafi.

Shafi regularmente era castigada por su suegra por asuntos de dinero y tuvo que padecer las palizas casi diarias de su esposo, quien abiertamente tenía una amante. El incidente del ácido fue lo suficientemente grave y llamó la atención de los vecinos, quienes acudieron en su ayuda. Fue trasladada a un hospital cercano en estado de inconsciencia. Un médico buscó a la familia, quienes devolvieron su cuerpo ampollado y ennegrecido a la ciudad de Lahore, separándola de sus tres hijos.

Le tomó seis meses salir del coma, tenía sus ojos sellados por las quemaduras y la nariz deformada; su piel dura y sin tacto. Así comenzó su largo y arduo proceso para sanar las heridas. Shafi recibió donaciones, se endeudó y le rogó a médicos por un descuento para sus tratamientos. Aunque su rostro comenzó a reconstruirse, las heridas internas aún dolían.

Por miedo a escuchar los gritos de aquellos que la alcanzaban a ver, se envolvía a sí misma en metros de tela y cubría su cara antes de salir de casa. Si su familia recibía visitas, se encerraba en una habitación incapaz de enfrentar preguntas y miradas compasivas.

“Algunos incluso me decían que nadie podía ser tan cruel sin razón alguna, entonces que debí haber hecho algo para merecerlo”, cuenta Shafi. Tales cosas solo reforzaban su soledad.

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Después de casi una década de aislamiento, una sobrina de Shafi le trajo un anuncio de periódico que prometía ayudar a las víctimas de quemadura por ácido. Llamó al número que aparecía y le pidieron que asistiera a un salón en una de las zonas más ostentosas de la ciudad. Allí conoció a Musarrat Misbah, la mente tras una prominente cadena de salones de belleza y promotora de una fundación sin ánimo de lucro que provee asistencia médica y oportunidades laborales para las víctimas de ataques con ácido.

“Cuando llegué y la conocí, me abrazó y me trató con tanto amor que sentí que me conocía desde hace años”, me cuenta Shafi. Sus ojos se humedecen de solo pensar en su primer encuentro con Misbah, a quien respetuosamente se refiere como baji o hermana.

Misbah no perdió el tiempo y comenzó a apartarle citas con médicos y a consultar expertos para encontrarle a Shafi el mejor tratamiento.

La vida de Shafi ha cambiado mucho en los últimos diez años desde aquel encuentro con Misbah, y no solo por las cerca de 150 operaciones a las ha tenido que someterse.

Lleva una nueva nariz y sus barbilla ha sido separada de su cuello. Se le realizaron trasplantes de pelo en los lugares donde solían estar sus cejas y, al no resultar como esperaba, Misbah le hizo un maquillaje permanente para dibujar los dos arcos sobre los ojos de Shafi. En algunos puntos su piel se ve desarticulada y ennegrecida a causa de los injertos.

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Pero Shafi ya no lleva un velo. No porque se sienta totalmente contenta con su apariencia, sino porque piensa que no tiene nada que ocultar. “Sé que algunas personas sienten temor de mirarme, así que solo espero a quienes me hablan y quieren verme como soy”.

Shafi le concede el crédito de cada momento de su transformación a Misbah, quien en cierto modo es una celebridad en Pakistán después de abrir su cadena de salones Depilex. Conectada con el auge de la moda y la industria de medios en el país, durante mucho tiempo le prestó su sentido de la estética a revistas de moda y programas matutinos. Por su experiencia parecía improbable que terminara trabajando en el lado más marginal y drástico de su gremio, pero sus conocimientos de belleza puesto a favor de los sobrevivientes de quemaduras por ácido, cobran real sentido debido a su propia historia.

En 2003, mientras cerraba uno de sus locales, Misbah fue abordada por una mujer envuelta en un velo que entró pidiendo su ayuda. “Fue grosera, mal educada. Pensé, ‘Dios mío, el final de día y tengo una cliente complicada’”, recuerda Misbah desde su oficina de Depilex, en Lahore.

Cuando la mujer se quitó el velo, Misbah pasó de la exasperación a un estado de shock. “Tuve que sentarme porque sentí que se me morían las piernas”, relata Misbah, “porque justo frente a mi estaba una jovencita sin rostro”. “Usted dice ser estilista y da consejos de belleza en la televisión, entonces haga algo por mí”, le pedía la mujer. Esas palabras tocaron una fibra en Misbah, y la llevó a pensar que no era suficiente con hacer manicures y pedicures a la élite del país. Se comprometió a ayudar a aquella mujer que tenía enfrente y, aunque no pudo encontrarla luego, surgió una idea. “Ese fue el comienzo de la fundación Depilex Smile Again”.

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Poco después, Misbah puso un aviso en el periódico local ofreciendo tratamiento para los sobrevivientes de ataques con ácido, esperando algunas respuestas. Para su sorpresa, 42 mujeres la contactaron. “No me di cuenta de la magnitud del problema ni del gran trabajo que estaba poniendo sobre mis hombros”.

Misbah no pudo negarse a ayudarlas, así que comenzó a recibir donaciones de amigos y familiares y a destinar una porción de las ganancias de sus salones a la Fundación.

Desde entonces ha registrado los casos de más de 500 mujeres y continua subsanando sus necesidades. Les ofrece tratamientos médicos y psicológicos de manera gratuita, además de formación profesional y oportunidades laborales. Muchas mujeres que ha ayudado se han convertido en enfermeras, costureras, cajeras de bancos y operadoras telefónicas, pero para su sorpresa, la mayoría le han pedido que las entrene en la cosmetología.

Alberga a muchas de las sobrevivientes en su propia casa hasta que estén estables y saludables. Sus puertas permanecen abiertas, dice, hasta que pueda reunir los fondos suficientes para abrir un refugio.

Misbah se sienta en su escritorio de vidrio, bebe té y come limón, su voz es suave y sus maneras elegantes. Me habla sobre su vida, es su primer día de regreso después de un viaje a Estados Unidos. Aunque Pakistán está marcado por la creciente ola de ataques terroristas y las visiones fundamentalistas, la esquina de país donde se encuentra su oficina parece inmune a todo eso. Las chicas se pasean por su salón en pantalones ajustados y camisas sin mangas. Hay un Fro-Yo en la calle y a solo unos metros un Johnny Rockets, además de un generoso número de coffe shops (los pasteles son su debilidad, admite Misbah). Aunque son cada vez más frecuentes, ese tipo de escenas contrastan con las tiendecitas de dulces y los carritos de venta que dominan gran parte de Pakistán. Con su peinado y su carácter cosmopolita, Misbah parece existir en un mundo diferente al de las víctimas de quemaduras por ácido con las que trabaja, pero dice que sus experiencias jugaron un papel fundamental para acercarla a ellas.

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La infancia de Misbah parecía envuelta en oro. Su familia se había labrado un lugar en el negocio farmacéutico, pero ella no estaba interesada. Siendo la mayor de nueve hermanos y una estudiante prometedora, estaba dispuesta a contraer matrimonio a los 17 años. Se entusiasmó  con la promesa de convertirse en una novia y se sentía a gusto con sus propias ambiciones. Su esposo le había prometido que la dejaría estudiar medicina y completar su sueño de convertirse en médica. Pero las esperanzas de Misbah –y el sentido sobre sí misma– fueron desechadas cuando, luego del nacimiento de su hijo, su esposo la abandonó por una amante.

Cuando regresó a la casa de sus padres, Misbah les dijo que quería ganarse la vida por sí misma. La reprendieron gentilmente, pero al darse cuenta que hablaba en serio, le llevaron unas revistas occidentales para que buscara alguna carrera. Luego de revisar los avisos de una contraportada de Vogue, Misbah se matriculó en una escuela de belleza en Londres. Su familia la apoyó en sus planes y cuidó a su hijo mientras regresaba. Cuando se graduó y regresó a Pakistán, su familia había instalado un salón de belleza para que lo manejara. “Parecía más una barbería porque lo había decorado mi padre”, cuenta mientras se ríe. Pero fue en aquel pequeño espacio repleto de sillas de afeitar que comenzó su primer negocio y su búsqueda de auto-empoderamiento.

Sin embargo, no todos los pakistaníes están convencidos de sus buenas intenciones por la causa de las víctimas. En 2010, el investigador Umar Cheema escribió que las agencias del gobierno estaban investigando a Misbah por presunta malversación de fondos. Una de las víctima afirma que los fondos acumulados en el extranjero no estaban siendo utilizados para beneficio de los sobrevivientes, aunque admite que la Fundación le pagó cinco de sus cirugías y su curso de cosmetología. Por su parte, Misbah niega categóricamente todo el escándalo de corrupción. “Si tuviera que ganar a través de malos medios, tendría más oportunidades de trabajo contratando chicas hermosas y modelos, que con víctimas de quemaduras”, me dijo, “así que todo lo que recibo es para la salud y el apoyo de ellas”.

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Ninguna de las sobrevivientes que conocí mostró algo más allá de una completa admiración y confianza por Misbah. Muchas de sus colaboradoras hablan de los cambios que han visto en ella: la artista del pelo y el maquillaje –además de actriz ocasional–, que antes llevaba jeans y blusas que contrastaban con los trajes tradicionales paquistaníes, ahora lleva pañuelos en la cabeza todo el tiempo. Ha hecho de “las chicas”, como llama a las sobrevivientes que trabajan con ella, el foco principal de sus apariciones mediáticas.

Misbah acepta el hecho de que podría echar a perder su negocio por su trabajo caritativo, porque para muchos enfrentarse a sobrevivientes de ataques con ácido –y a la inmensa crueldad del mundo– no concuerda con su idea de un día de spa. Las novias, por lo general, encuentran chocante la presencia de las víctimas, les preocupa que sea un mal presagio para sus matrimonios el hecho de que alguna de ellas ayude con el peinado o el maquillaje.

“Debo decir, ‘lo siento, pero es tu decisión’”, me dice Misbah, “puedes irte a otro salón, pero estas chicas no tienen otra opción, así que ellas se quedan”.

Apoyar a las víctimas ha cambiado la concepción de belleza de Misbah y desde su salón se promueve una mirada más compleja del asunto entre sus clientes.

“Si tenemos una pequeña espinilla o un sarpullido por el calor, nos enojamos”, le dice a una mujer de mediana edad quien ha llegado por una pedicure. “Si las miras [a las sobrevivientes] nos hace darnos cuenta de lo agradecidas que debemos estar”.

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Yasmin Shail ha sido una cliente habitual de Depilex en los últimos 15 años y llega allí por lo menos una vez al mes.

“¿Está muy caliente el agua?”, le pregunta Shafi mientras prepara el agua para los pies de Sohail. “Nunca he dicho que no quiera que alguien que haya sido quemado me atienda”, dice Sohail. De hecho, le pidió a Shafi especialmente que la atendiera, porque dice que ella pone el corazón en su trabajo, quizá porque le ofrece algo más que un ingreso. Le brinda un propósito después de haber perdido tanto.

Le pregunto a Shafi si alguna vez se ha molestado con un cliente, de esos que se quejan por su cabello resquebrajado, por la cutícula o por alguna alteración ligera de su apariencia. Nunca, me responde. Para ella un tratamiento facial no es muy diferente a cuando su médico le dice que necesita unos cuantos injertos de piel de más.

Para muchos, mirar las páginas de una revista de moda puede suponer algo de celos y complejos sobre sí mismos, pero Shafi afirma que ella no siente ni un atisbo de envidia por las caras sin defectos o por las modelos que suele acicalar para las sesiones fotográficas.

“Nunca me entretengo con esos sentimientos”, dice, “incluso cuando la gente me temía, solía darle gracias a Dios por darme vida y salud, por me permite vivir otro día más”.

Quizá porque Shafi ha tenido que enfrentar tantas cosas, simplemente no se preocupa por esas pequeñeces.

“No sé qué pasó con mi esposo, porque cada vez que alguien menciona su nombre me hierve la sangre”, dice Shafi. Su única preocupación ahora son los hijos que dejó atrás hace 15 años.

“La gente me pregunta si alguna vez pienso en mis hijos y yo respondo que nunca dejo de pensar en ellos”.

En ese entonces era muy pequeños y Shafi no puede decir cuánto saben de los hechos que forzaron su partida. Tampoco tiene una pista de las condiciones en las que viven ahora y hay otra cuestión: el hermano de su suegra, que solía vivir con ellos, trató de obligarla a acostarse con él o de lo contrario vendería a sus hijos como servidumbre. Pero eso nunca se lo contó a nadie, ni siquiera a Misbah.

Esas cuestiones suscitan un gran dolor en Shafi, y cuando me acerco para despedirme está llorando en el hombro de Misbah. “¿Quieres quedarte esta noche en mi casa?”, le pregunta Misbah. “No”, responde Shafi, “quiero regresar a la casa de mi hermana porque puedo acurrucarme con mi sobrina. No soportaría dormir sola esta noche”.

Antes de que me vaya Misbah me dice que ha localizado a los hijos de Shafi, pero quiere prepararla para un posible rechazo por parte de ellos antes de revelarle donde están viviendo. Puede que no estén preparados para ver a su madre como es ahora y Misbah no quiere someterla a más angustia.

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