El retorno a la trocha

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El número en llamas

El retorno a la trocha

La historia jamás contada de la primera guerrilla colombiana condenada por la justicia transicional.

Los Farallones del Citará separan a Andes y Betania del Carmen de Atrato. Por su difícil geografía son corredor estratégico y refugio de grupos armados. Todas las fotos por Federico Ríos.

Esta historia hace parte de la edición de febrero de VICE.

La trocha. Así llaman los lugareños a la carretera entre El Carmen de Atrato y Quibdó. 96 kilómetros de polvo, barro endurecido y piedras que cada tanto se desprenden de las paredes laceradas de las montañas y caen sobre la vía en forma de rocas enormes. Rocas del tamaño de una casa.

Siendo exactos, la trocha empieza en los últimos metros iluminados de Ciudad Bolívar, municipio limítrofe de Antioquia con el Chocó. Y no es una transición o un acoplamiento moderado. Es un tajo súbito en la textura de la superficie: desde la salida de Medellín y hasta la entrada a Ciudad Bolívar la carretera es una ruta de ida y vuelta, señalizada y demarcada en el asfalto; luego, superadas unas últimas casas solitarias, las señales y el trazado amarillo de las vías intermunicipales desaparecen a cambio de saltos de asiento en continuas ondulaciones de barro y grava. El tajo es el paso entre el departamento que más ha hecho por domeñar las extremas condiciones de su topografía y el departamento que padece uno de los más graves atrasos en infraestructura. En otras palabras y sin haberlo visto en aviso alguno, el tajo puede leerse como un "Bienvenido al Chocó".

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Abierta con dinamita y machete en la década del treinta del siglo XX, la trocha bordea el río Atrato desde que es casi una quebrada hasta que se convierte en el ancho y caudaloso afluente que determina todo o casi todo en Quibdó —desde el transporte intermunicipal hasta la economía local—. En algunos tramos, el borde de la vía se desliza como una hondonada plácida hasta la orilla del río; en otros, es un corte rocalloso y perpendicular sobre un abismo de hasta 60 metros de hondura.

A comienzos de 2009, un bus de la empresa Rápido Ochoa que recorría la ruta Quibdó-Medellín cayó al fondo del cañón. Murieron más de 30 personas. Que un deslizamiento de rocas lo había sacado de la carretera, dijeron al principio. Que el bus venía con sobrecupo, agregaron luego. Que el "pésimo" estado de la vía había causado el accidente, se defendió la empresa. Lo cierto es que desde aquellos ya remotos años treinta, ningún gobierno ha sido capaz de pavimentar la trocha. Ahora, en este momento, algunos tramos están siendo ensanchados y asfaltados. Y en la prensa, el Gobierno Nacional ha dicho que la obra llegará hasta Quibdó. Consecuencia que parece impostergable tras el accidente de 2009.

La trocha está delimitada por sectores bautizados con el nombre del número del campamento que trabajó en él: desde el Uno —apenas rebasado el límite con Antioquia— hasta el Veintiuno —poco antes de entrar al casco urbano de Quibdó—. En todos hay rastros de la violencia. Del Cinco, llamado La Mansa, los campesinos narran violaciones de derechos humanos por parte del Ejército; del Siete, sus habitantes describen retenes guerrilleros donde han secuestrado, extorsionado y reclutado menores de edad; en el Diez todavía quedan en pie vestigios de casas campesinas quemadas por paramilitares; en el Doce y el Dieciocho hay cruces imaginarias por los asesinatos selectivos con fusiles guerrilleros.

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Recuerdo que por los días de aquel accidente del bus vi en televisión a un chocoano en lágrimas lanzando su queja con resentimiento: "Todo lo malo le pasa al Chocó. Cuando no es la pobreza, es la guerra".

La difícil topografía de la región y las condiciones de humedad y pluviosidad hacen que frecuentemente se presenten accidentes en la ruta. Deslizamientos de tierra y rocas sueltas obstaculizan el paso constantemente.

Habitado por unos 13 500 habitantes, El Carmen de Atrato está situado en lo profundo de los Andes colombianos, cuando ya las cordilleras Occidental y Central parecen una sola cadena de nevados, páramos y cañones que se acuestan luego en los valles de los ríos Cauca y Magdalena. Para entrar al casco urbano hay que subir unos quince minutos por una carretera pavimentada que sale desde el Siete, en la que es frecuente toparse con camperos Willys y campesinos a caballo. Edificado en la inclinación más suave y baja de una pendiente montañosa de casi 90 grados, El Carmen de Atrato fue fundado por colonizadores de Jericó, municipio del suroriente antioqueño, en 1874. La arquitectura de las casas más antiguas conserva los rasgos de aquellos años: teja de barro, paredes de bahareque, puertas y ventanas de madera, chapas de hierro. En general, los carmeleños hablan en un acendrado acento paisa, sirven fríjoles a la mañana, al mediodía y a la noche, y beben el aguardiente de la licorera de Antioquia.

La ascendencia paisa del lugar me sorprendió porque desvirtuaba el estereotipo: en un país donde hemos emparentado a la región de la costa atlántica con el gran Caribe antillano, al Chocó lo hemos equiparado al África subsahariana. Pero El Carmen ni es un lugar de clima tropical en el que uno pueda contagiarse de paludismo ni sus habitantes son de raza negra. El clima es todo lo frío que puede ser en los municipios de la cordillera edificados por debajo de los páramos y la raza de sus pobladores es mestiza.

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A excepción de Quibdó, que por ser la capital ha recibido y multiplicado todas las manifestaciones de la violencia en el departamento, y de Ríosucio, que por ser el epicentro del Urabá chocoano ha padecido las históricas masacres del banano, El Carmen de Atrato es el municipio del Chocó que más ha sufrido enfrentamientos y combates entre la Fuerza Pública y las guerrillas. Y la trocha siempre ha sido el lugar y el objeto en disputa. Entre 2001 y 2002, para citar uno de los momentos de mayor violencia en la última década, los carmeleños sobrevivieron a más de 40 de estas acciones. La cuota más alta de todo el departamento.

En una charla inicial con Alexander Echavarría Agudelo, por esos días el alcalde, y con el enlace de víctimas ante el Gobierno, Virgelina Tobón, pregunté por el orden público. Eran los primeros días de mayo de 2014 y dos o tres meses antes la guerrilla había quemado algunos buses y camiones en la trocha. Caminábamos por un sendero de pantano y maleza en la parte alta de la vereda Guaduas, a dos horas del casco urbano. Me respondieron que había mejorado mucho. Que ya no se daban asesinatos selectivos y que hacía años no los embestía una masacre.

—Ha disminuido la presencia de los grupos armados —aseguró Echavarría Agudelo—: los paras no volvieron a matar ni aparecerse por acá y el único grupo guerrillero que vive en zona rural es una columna móvil del ELN que tiene catorce miembros, llamada Manuel Hernández El Boche. Ellos son los que han estado quemando vehículos y minando algunas zonas. Y tenemos la esperanza de que el proceso de paz con las FARC tenga éxito para que el ELN siga lo mismo y ahí sí, definitivamente, liberarnos de los grupos armados y del estigma.

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Quizá como ningún otro municipio chocoano, El Carmen de Atrato ha cargado con la imagen de ser un municipio guerrillero. En el suroccidente antioqueño durante la década de 1990, sobre todo en Ciudad Bolívar y Bolombolo, era común escuchar que todo el que pasara por el Siete o entrara al Carmen era secuestrado. Y muchas veces en las que algún caficultor u otro agroindustrial de esa región era extorsionado por la guerrilla las investigaciones de la fuerza pública comenzaban en el casco urbano del Carmen.

—A mí me tocó que en la universidad un profesor me dijera en la cara "la guerrillera del Carmen" —me contó Virgelina—. Yo estudiaba Trabajo Social en la Tecnológica del Chocó. Hasta que un día ese profesor me la voló. En una evaluación me llamó: "A ver la guerrillera del Carmen". Me paré con rabia. "¡Muéstreme que yo soy una guerrillera o vamos y nos demandamos! Ya la cosa está muy maluca. Usted va terminar haciéndome matar por algo que yo no soy".

Añadió que hubo una época en que los papás hacían toda la fuerza para que sus hijos se cedularan en otra parte, menos en El Carmen. Y no era una cuestión de imagen, era de proteger la vida:

—¡¿La lucha de mi mamá para que mi cédula no fuera del Carmen?! Traté de sacarla en Ciudad Bolívar pero el registrador puso mil peros por la foto. A lo último me tocó sacarla acá. Y mi mamá: "Ay, mija, usted con esa cédula mostrándola a toda hora en esa trocha… la van a terminar matando".

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Aunque muchos carmeleños pudieron sentirse discriminados, lo cierto es que las diferentes guerrillas tenían a este municipio como zona de reclutamiento. La misma Virgelina, de adolescente, fue tentada por alias El Paisa, comandante del frente 34 de las FARC, una vez que se lo encontró sentado en un rastrojo sin escoltas como si estuviera descansando. Al verla, le dijo: "Ya está como para cargarlo". En otras palabras: que ya tenía el cuerpo para portar un fusil e irse con ellos. Años más tarde, mientras trabajaba en la construcción de la cárcel de San Cristóbal en Medellín, conoció a Francisco Galán, uno de los máximos comandantes del ELN. Cuando ella le contó que era del Carmen de Atrato, el tipo le dijo con cinismo: "¡Ah! Ese es un muy buen semillero de gente".

—Y era verdad, Juan Miguel —aceptó Echavarría Agudelo—. La cantidad de gente que reclutó aquí el ELN fue mucha. Y después las FARC. Yo tuve muchos amigos de infancia que no volví a ver. Nunca supimos nada de ellos. Y fue porque fueron reclutados.

Además del ELN y de las FARC, El Carmen de Atrato fue lugar de origen de una de las guerrillas minoritarias del país: el Ejército Revolucionario Guevarista, ERG.

Surgida en 1993 como una disidencia del ELN, su líder y fundador fue un campesino de la vereda Guaduas llamado Olimpo Sánchez Caro, alias Cristóbal. Entre otras cosas, esta guerrilla se distinguió por su composición familiar. Junto a Olimpo delinquieron varios de sus hermanos: Lizardo, Efraín, Octavio y Yolanda.

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También se distinguió porque ni sembró minas antipersona ni fue acusada de narcotráfico. A punta de atracos, secuestros y extorsiones llegó a completar un pie de fuerza de unos 120 hombres armados en su momento más fecundo, año 2000. Dividida por comisiones —grupos itinerantes de diez a treinta guerrilleros— bautizadas con el rimbombo habitual de la insurgencia —Los Conquistadores, Héroes de Belén, Los Patriotas, Los Vencedores y Los Libertadores—, hizo presencia en municipios del departamento de Risaralda y en el norte del Valle del Cauca. Por años, transitó a placer por las veredas más distantes de Andes, Jardín y Ciudad Bolívar, municipios del suroccidente antioqueño, así como en los chocoanos de Tutunendo, Bagadó, Istmina, Nóbita y Tadó. A pesar de tal despliegue, su retaguardia siempre fue la parte alta de la vereda Guaduas, donde los Sánchez Caro vivían desde niños y donde han mantenido unas tierras heredadas de su padre.

—Así como en Ciudad Bolívar decían que acá secuestraban a todo el que pasara —dijo Echavarría Agudelo—, acá sabíamos que si un carmeleño iba a Ciudad Bolívar, lo desaparecían. Si aquí predominaba la guerrilla, allá el paramilitarismo era muy fuerte. Los carros que venían para El Carmen con carga desde Medellín los paraban y los desocupaban, y a los camioneros los mataban en la trocha. Cualquiera que fuera del Carmen era asesinado. Uno no podía decir que era del Carmen o que su apellido era Sánchez.

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***

Los habitantes del Carmen de Atrato recuerdan que a comienzos de los años ochenta algunos pocos guerrilleros del M-19 y del EPL transitaron por la región pero sin buscar asentarse. Fue entre 1984 y 1985 que el ELN apareció con el ánimo de colonizar el Alto Atrato.

Un comando de no más de veinte hombres se presentó ante los campesinos, los engolosinó prometiéndoles que sus patrones, los dueños de las fincas, les iban a subir el sueldo, les iban a reducir horas laborales, los iban a dotar con uniforme de trabajo y les iban a pagar vacaciones y horas extras. Era el núcleo del frente Ernesto Che Guevara del ELN. Algunos eran conocidos como alias William, alias Ajedrez o José, alias el Calvo, alias el Barbudo, alias Cristian, alias Galeano y alias Roque. Animados por los anuncios, los campesinos empezaron a llamar cariñosamente a estos guerrilleros: "Los muchachos".

—El ELN entró por el Doce a la vereda La Puria —me explicó el profesor Jota, José Jesús Sánchez Velásquez, de 67 años, uno de los carmeleños más queridos por la gente del pueblo pues fue docente de bachillerato de todas las generaciones que hoy están en edad laboral—. Y por allá pasó a Guaduas donde empezó a instalarse con ayuda de muchas personas de la comunidad. Es la verdad. Como somos un país de ignorantes, la gente pensó que con lo que la guerrilla prometía iba a transformar sus vidas, iba a mejorar su situación económica.

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El Ernesto Che Guevara comenzó a operar de varias maneras: extorsiones bajo amenaza de muerte a terratenientes y hacendados, reuniones a modo de cabildos con los campesinos para alinearlos con sus ideales subversivos, y reclutamiento de nuevos integrantes de entre esos mismos campesinos y habitantes del casco urbano. El hoy exalcalde Echavarría Agudelo me contó que cuando tenía 12 o 13 años venía de Quibdó junto con sus compañeros de clase luego de haber participado en unos juegos intercolegiados y el bus fue detenido por el ELN. Un guerrillero, fusil al hombro, se subió: "Bájense que les vamos a dar una charla". El rector del colegio que iba en los asientos de adelante se paró: "De aquí no se baja nadie. Estos muchachos están a mi cargo y los estoy educando no para que sean guerrilleros sino para que sean gente de bien".

Contrario a buena parte del Chocó, El Carmen de Atrato es un municipio frío y su población es predominantemente blanca.

—El rector se llamaba Noel Enrique Robledo. Era un hombre muy bondadoso que tenía muy clara cuál era su función de educar. Siempre se les opuso a los elenos. Hubo ocasiones en que se les metió a los campamentos y les arrebató a los muchachos recién reclutados. Los de esa generación que hoy estamos vivos gracias a él.

Tres o cuatro años después de que el Che Guevara estuviera aposentado en la zona, les llegó un nuevo comandante. Se trataba de alias Juan Camilo, un exestudiante de Medicina de la Universidad de Antioquia que había sido uno de los líderes más visibles de las milicias urbanas de esta guerrilla en Medellín. Y escapando de la persecución del F2 —la policía judicial de la época—, buscó refugio en este frente. Juan Camilo pudo haber sido el guerrillero colombiano más parecido al ícono tutelar del ELN y de casi todas las guerrillas latinoamericanas, el argentino Ernesto "Che" Guevara: además de haber estudiado medicina con el ánimo de servir a la comunidad, fue tocado por el don de la elocuencia.

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—Juan Camilo era un muchacho con una dialéctica especial —me contó el profesor Jota—. Tenía una manera de entrarle a la juventud, de hablar con un poder de convencimiento que engañaba al que fuera y se lo llevaba y lo metía en ese cuento de "vamos a salvar al mundo". Y como era bien parecido, se llevaba a toda muchachita que dejara que él la abordara.

Su rollo, además de "vamos a salvar el mundo", era "nosotros estamos para protegerlos". Y los carmeleños le creyeron.

—Cuando yo estaba en la escuela —me explicó Virgelina— los adultos decían que Juan Camilo cuidaba a la gente, que estaba para proteger a todo el mundo. Uno se lo imaginaba como alguien muy grande y especial, un héroe de la comunidad. Y también decían que era un hombre muy lindo. Recuerdo que muchas de mis compañeras contaban orgullosas que Juan Camilo las había cargado cuando ellas estaban de brazos.

Aquella imagen del ELN como protector o salvador del Alto Atrato se trastocó en los primeros años de los noventas. El frente Ernesto Che Guevara comenzó a citar a los campesinos a reuniones ya no de adoctrinamiento sino para pedirles expresamente que se convirtieran en colaboradores. El Ejército venía desplegando hombres en la trocha, más que todo en sectores cercanos a Ciudad Bolívar, y estaba formando un cercElo sobre El Carmen de Atrato. Además, en regiones no muy distantes —Urabá y nordeste antioqueño—, ya habían ocurrido masacres de campesinos a manos paramilitares con la anuencia de la Fuerza Pública. Para el ELN, la única forma de resistir lo que parecía una arremetida del Estado y una probable incursión paramilitar era asegurar la complicidad de los habitantes de la trocha.

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Don ÓmarLópez vive en el sector del Once, en la trocha. Frente a su casa tuvieron lugar muchos de los enfrentamientos entre guerrilleros y paramilitares. Hoy atiende un pequeño abasto del que se surten, sobre todo, los Embera que habitan alrededor de los afluentes del río Atrato.

—Llegó el momento en Guaduas —me contó el profesor Jota— en que quien no asistía a las reuniones lo calificaban de sapo, informante del Ejército. El ELN estaba aplicando la famosa sentencia de la guerra frontal: quien no está conmigo está contra mí.

Al mismo tiempo intensificó amenazas. Los dueños de cultivos y de ganado habían implementado los cambios en el trato a sus empleados impuesto por la guerrilla. Pero habían compensado: si antes de las extorsiones una finca pequeña les daba trabajo a cuatro o cinco personas, después sólo empleó a dos: el agregado y un ayudante. Y el Che Guevara, interpretando a su manera eso de ser el protector de la comunidad, se impuso con violencia sobre quienes redujeron la mano de obra: a varios empleadores los secuestró y los mató. El que más recuerdan los campesinos fue el del dueño de una hacienda en el sector del Doce, en la que había ganado y una fábrica de baldosas y prefabricados. Con el secuestro y posterior asesinato de este hacendado, quebró la fábrica y la familia heredera perdió el ganado.

—Matar a ese señor y quebrar esa fábrica —me dijo un campesino del Once— fue una estrategia de reclutamiento: como toda la gente quedó sin trabajo, muchos o por miedo o por no ver más oportunidades se metieron a la guerrilla. Y unos poquitos se pusieron a minear (extraer oro de manera artesanal en los ríos).

Así como este, los asesinatos selectivos comenzaron a abundar también en el casco urbano. A las víctimas de las extorsiones se aunaron las víctimas por los comportamientos que la guerrilla consideraba perjudiciales: de buenas a primeras fueron matando consumidores y expendedores de drogas, ladroncitos de finca y viajeros caminantes que no sabían explicar por qué habían llegado o estaban pasando por la trocha. Si alguien era señalado como violador de mujeres también caía asesinado; si aquel otro era tildado de vicioso, igual. En la región recuerdan la historia de un profesor de música y canto llamado Jorge Luis Saldarriaga que enseñaba en La Colonia, colegio del casco urbano. Luego de que lo sorprendieran como consumidor regular de marihuana, el maestro fue asesinado con sobrada atrocidad: ultimado a tiros, le cortaron la lengua y se la dejaron expuesta entre los labios.

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En opinión del exalcalde Echavarría Agudelo, este recrudecimiento de la criminalidad del frente Che Guevara tuvo que haber tenido origen en la pérdida de poder de mando de Juan Camilo a favor de un comandante anterior, combatiente radical y feroz, apodado Cristian.

—Nunca he estado de acuerdo con la lucha de guerrillas y menos con la lucha de guerrillas al estilo colombiano —subrayó—. Pero si hoy, ¡hoy! (decir lo que voy a decir era un riesgo años atrás), alguien me pregunta, yo digo que Juan Camilo era un buen tipo. Lo conocí varias veces. Y en una de las tantas ocasiones en que ellos buscaban adoctrinar jóvenes lo escuché y conversé con otras personas que lo conocían muy bien. Y para mí era un hombre bien estructurado. En cambio, alias Cristian era sanguinario y no iba a permitir que no se hiciera lo que él ordenaba. Y ahí fue cuando también cayó asesinada la persona que más me dolió: Noel Enrique Robledo, el rector del colegio.

Llegando a Quibdó, el bus en que iba el rector fue detenido por un retén del ELN. Un guerrillero lo bajó en medio de insultos y golpes. Le ordenó al bus que arrancara y segundos después le disparó.

—Eso fue el 6 de abril de 1993 —precisó el alcalde, con algún desconsuelo todavía—. Un día muy triste para nosotros, para El Carmen, porque además de educador Noel era un líder de la comunidad. Era un afrodescendiente que no había nacido acá, pero que se sentía de acá. Era un bacán.

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En junio de ese mismo año, el profesor Jota fue retenido durante un día por esta guerrilla. Lo acusaban de ser el jefe de una red de informantes del Ejército.

—En marzo ya habían desterrado a un primo y a mi hermano con el argumento de que éramos sapos. Y que yo por ser el más intelectual de los tres era el jefe. A mí no me la iban a perdonar, me iban a matar luego de hacerme un juicio político. Pero como yo era el profesor, la comunidad de Guaduas no lo permitió. Entonces, el ELN me cambió el tiro de gracia por el destierro. En esa época no se hablaba de desplazamiento, se hablaba de destierro.

Estos ataques a la comunidad ocurrían al mismo tiempo en que el Ejército había logrado estrechar el cerco en Guaduas obligando al Che Guevara a replegarse hacia lo profundo de la montaña. A pesar de ello, de lo que pudiera considerarse una victoria momentánea del Estado, los campesinos no recuerdan con gratitud a la Fuerza Pública. Sí recuerdan, en cambio, abusos de autoridad por parte de los soldados, señalamientos que los incriminaban como guerrilleros o colaboradores de la guerrilla, detenciones arbitrarias durante horas y días, interrogatorios con torturas psicológicas y físicas, entre muchas otras violaciones de derechos humanos.

—En El Carmen se organiza una feria de ganado en el último lunes de cada mes —me explicó el exalcalde—. Y Guaduas es ganadera. Cuando los campesinos traían su ganado al casco urbano, no había feria en la que no hubiera atropellos de la Fuerza Pública contra ellos: los golpeaban, los humillaban, los torturaban, les hacían de todo. Llegó a haber desapariciones.

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Para los carmeleños, aquel 1993 fue un año crucial en la historia de la guerra en el Alto Atrato. Tras las presiones de la Fuerza Pública y el recrudecimiento del enfoque subversivo del ELN, sobrevino el surgimiento del ERG.

El nacimiento de esta guerrilla tuvo varias explicaciones. Para algunos habitantes del casco urbano, Olimpo Sánchez Caro, alias Cristóbal, había entrado en desacuerdo con el mando por la violencia que Cristian había desatado contra los habitantes de Guaduas. Para varios de los campesinos de esta vereda, sin embargo, la disidencia fue el resultado de la ambición de poder de Cristóbal: al darse cuenta de que nunca llegaría a ser el comandante máximo del frente Ernesto Che Guevara, había armado su propio grupo.

Casi en contraposición a estas dos explicaciones, la prensa ubicó el origen del ERG en la coyuntura política nacional. Los periódicos dijeron que Cristóbal, por ser un hombre de guerra, privilegiaba el fortalecimiento militar antes que la negociación política, por lo que no había estado de acuerdo con que el Comando Central del ELN hubiera pactado un alto al fuego mientras adelantaba conversaciones de paz con el Gobierno del presidente César Gaviria. A esto había que sumarle su inconformidad con el hecho de que todo el dinero recaudado en la lucha armada fuera directo a las arcas del Comando Central, cuyos miembros residían en el exterior.

Semanas después de haber salido del Carmen de Atrato tuve la oportunidad de conversar con uno de los observadores internacionales del conflicto armado colombiano que ha seguido de cerca el caso del ERG y para ese entonces se había reunido varias veces con alias Cristóbal y otros miembros de esta guerrilla. En su interpretación, la disidencia era la única manera que tenían estos hombres para sobrevivir al asedio del Ejército sobre el frente Che Guevara. Como Cristóbal ya había adquirido algún estatus, tenía asegurada la lealtad de varios combatientes. Y al ser oriundo de la vereda, conocía palmo a palmo el terreno. Su numerosa familia —más de quince hermanos, incluidos los que ya eran combatientes— podía ayudarle a entramar su clandestinidad y la de su grupo con el silencio y la solidaridad de muchos habitantes de Guaduas, afincada en el vecindaje y la amistad de años. La división del grupo y la probable actitud congraciada de la comunidad con los disidentes obligó al resto del Che Guevara a retirarse de esa vereda, arrastrando consigo el grueso de los operativos de la Fuerza Pública lo que alejaba el peligro sobre los Sánchez Caro y la población de la vereda.

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Sobre la vía a la vereda a Guaduas se encuentran vesitigios de los delitos del ERG contra comerciantes.

Muy al principio, los campesinos y la comunidad en general veían en Cristóbal a un líder generoso y preocupado, discípulo de Juan Camilo. Y aun cuando la violencia no cesaba —se mantenían los operativos militares—, el ERG parecía cumplir su pretendido papel de protector. Sobre todo, de los excesos de fuerza y violaciones de derechos humanos por parte del Ejército.

—Varios de los campesinos del casco urbano que estaban siendo perseguidos por el Ejército —me dijo el alcalde— se fueron a vivir a esa vereda porque allá el ERG podía protegerlos. Recuerdo personas que fueron compañeros míos del colegio que ni eran del ELN ni andaban armados y el Ejército los estaba buscando para matarlos. La única manera en que salvaron su vida fue yéndose para Guaduas.

A pesar de este clima de paranoia militar y connivencia con la guerrilla del ERG, la opinión que recogí entre algunos residentes a orillas de la trocha y algunos otros de la cabecera municipal es que hasta mediados de los años noventa la gente podía vivir, cultivaban la tierra y pastaban el ganado, otros conseguían el dinero del día pescando oro en las cañadas.

***

En el sector del Once en toda la orilla de la trocha, justo por donde se descuelga un camino de herradura que lleva hasta la vereda La Puria, queda la casa de Ómar López.

Nacido en Abejorral, Antioquia, López tiene 66 años y se gana la vida con el comercio chiquito: ofrece comida y posada a los viajeros que les coge la noche en el camino. La primera vez que pisó la trocha fue en 1986. Vendía ropa a los habitantes de la carretera entre Istmina y el Siete. Se abastecía en las fábricas de Medellín, llenaba su campero Nissan Samurai hasta el puesto del acompañante y emprendía el recorrido.

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—Mi negocio era que el campesino no saliera al pueblo a comprar ropa —me explicó—. Yo se la traía a la casa. Le surtía desde las medias y la ropa interior hasta los pantalones, camisas, camisetas, blusas. Todo para hombre y mujer. La venta era buena y uno podía comprar bastante, póngale 200 pantalones y 200 camisetas —Añadió que el éxito de sus ventas consistía en la puntualidad y en no ser carero: acordaba con sus clientes el día, la hora y el punto exacto de encuentro en la trocha. Y sus precios eran iguales a los de las vitrinas en Medellín—. En ese tiempo —prosiguió—, los campesinos que vivían bien adentro del monte bajaban a la trocha para encontrarse conmigo; yo no les podía quedar mal. A la hora que pactábamos, a esa hora yo pasaba con la mercancía. La gente me cumplía. Y les vendía barato porque yo compraba en cantidad y mi utilidad era por volumen. El negocio era muy bueno para mí.

Pero en 1996 —no recuerda el día— no quiso volver a viajar entre El Carmen y Quibdó. Lo previno el asesinato de un vendedor de carne para los negocios y viviendas situadas en la trocha, habitante de Ciudad Bolívar al que apodaban Papeleto. Este crimen fue uno de los primeros anuncios paramilitares en la región.

Desde el suroccidente de Antioquia, entrando por Ciudad Bolívar y conformado por hombres de la fuerza pública, sicarios de Medellín, delincuentes comunes perseguidos por la guerrilla y algunos desertores, llegó una banda llamada Dignidad Antioqueña —que terminó siendo la base del Bloque Metro de las Autodefensas Unidad de Colombia (AUC)—. Casi al tiempo, pero procedente del municipio de Turbo y finalmente asentado en el sector del Veinte, apareció un comando de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) —que terminó siendo el Bloque Élmer Cárdenas, de las AUC—. En ese entonces no eran dos grupos bajo un mismo mando y no se tuvo certeza de que hubieran operado de manera coordinada. Pero ambos centraron sus acciones criminales contra la población civil que residía a lo largo de la trocha. Ómar López me dijo que los dueños de los restaurantes al borde de la vía fueron las primeras víctimas.

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—Los paramilitares quemaron las casas, las tiendas, los restaurantes. Y a los moradores de esta carretera que no mataron los desplazaron acusándolos de colaboradores de la guerrilla.

—En mi memoria —me dijo el exalcalde— no recuerdo ni una baja guerrillera por acción paramilitar. ¡Ni una! Lo que hicieron fue ensañarse contra los campesinos de la trocha. Creo yo que su estrategia era la de cortar la provisión de víveres a la guerrilla. Yo era concejal en ese momento y nunca hicimos levantamientos de cuerpos de guerrilleros, siempre levantábamos dos o tres civiles. Siempre era: "Mataron al señor que conducía el camión hacia Quibdó, que por colaborador". Gente que uno conocía, que ni estaba uniformada ni armada. Si alguien manejaba el camión hacia Quibdó y en la trocha lo paraban guerrilleros armados y le pedían que los llevara, ¿qué hacía? No tenía más remedio que llevarlos. Y eso lo marcaba con los paramilitares.

Toda esta violencia indiscriminada y el consecuente despoblamiento de la trocha obligó a Ómar López a mover su mercancía por un camión de carga, mientras él viajaba en avión Medellín-Quibdó para luego retomar carretera hacia Itsmina, ya con la ropa en su campero.

—Había veces en que yo me arriesgaba a coger carretera desde Medellín pero sólo llegaba hasta el Siete y entraba al Carmen. Ahí únicamente estaban los del ERG. Como eran de la región me conocían y me dejaban trabajar.

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Lo sui géneris en el caso del Carmen fue el encuentro inesperado entre víctimas y victimarios: un laboratorio real para ensayar la reconciliación de este país.

A mediados del año 2000 corrió el rumor de que la guerrilla se iba a tomar el casco urbano del Carmen de Atrato. No era la primera vez que la población lo escuchaba. Prácticamente desde la llegada del ELN flotaba la incertidumbre por el día en que realmente sucediera. Con el tiempo, la gente se dio cuenta de que este grupo no tenía suficiente capacidad bélica —ni tantos hombres ni armas tan contundentes— para entrar al casco urbano, derrotar a la policía y saquear las oficinas estatales. El ERG tampoco ostentaba ese poder de fuego y aunque lo hubiera tenido seguramente no le convenía destruir el municipio que para ellos era su casa. En el fondo, ninguna de esas dos guerrillas amparaba dentro de su magín de guerra la toma violenta de las cabeceras municipales. El rumor, sin embargo, era más sólido en esta ocasión. Y lo era porque lo había puesto a rodar la guerrilla que sí disponía de los hombres y las armas necesarias para tomarse un municipio, y que además lucía estas acciones como una de sus fortalezas de guerra contra el Estado: las FARC.

El 5 de agosto, a las cinco y media de la tarde, Alexander Echavarría Agudelo, quien estaba en campaña para llegar al Concejo, se paró bajo el marco de la puerta de entrada a su sede política, ubicada en la calle principal.

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—Me puse a mirar hacia la montaña cuando me dio por reparar bien y vi que empezaron a bajar guerrilleros. Era una cosa impresionante: parecían hormigas. Luego supe que eran los frentes 5 y 34 juntos, yo creo que sumaban más de cien hombres.

Candelearon los primeros disparos de fusil. Echavarría Agudelo arrancó para su casa, pero a medio camino lo detuvo un guerrillero: "Váyase para las partes altas —le advirtió—, porque nos vamos a tomar el pueblo". Desde los miradores con garita que la Policía mantenía en las cimas cercanas al casco urbano, los centinelas vieron llegar a los guerrilleros. Los 17 policías optaron por acantonarse en la parroquia. Sin resistencia, las FARC saquearon el Banco Agrario y lo volaron con cilindros de gas; fueron a la estación de policía, destruyeron las oficinas y les pusieron cilindros; hicieron lo mismo con el Palacio Municipal, pero las pipetas no estallaron bien. Saquearon las tiendas, se llevaron las motos de la Alcaldía y atravesaron camiones con explosivos en las vías de acceso a El Carmen. En una de ellas, emboscaron a un grupo de ocho soldados y quienes sobrevivieron a las granadas y a las ráfagas de fusil fueron rematados a machete.

A las nueve de la noche las FARC consumaron la toma.

—Durante horas buscaron a los policías —prosiguió el exalcalde Echavarría Agudelo— hasta que se dieron cuenta de que estaban en la parroquia. Los policías, muy valientes, resistieron como pudieron. Ya en la madrugada, se pasaron a la casa cural y la guerrilla la voló. Con el primer cilindro que lanzaron asesinaron a tres, uno de ellos quedó partido a la mitad y una de sus manos voló hasta el atrio de la parroquia. Los otros dos quedaron aturdidos por la explosión, los guerrilleros entraron y los ultimaron con tiros de gracia. Los otros policías escondieron las armas y se escurrieron por unos corredores que conectaban con casas de familia vecinas y se ocultaron en los cielo rasos de esas casas. Ahí se quedaron hasta las dos de la tarde del otro día.

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A la mañana siguiente, las FARC se replegaron hacia el municipio antioqueño de Urrao, en cuyas veredas más escarpadas ha tenido asiento el frente 34. Al no escuchar más disparos ni estallidos y al no ver por la ventana hombres armados en las esquinas, los habitantes del Carmen salieron de sus casas, levantaron los cuerpos de los policías y de dos civiles, y barrieron los escombros. La artillería pesada de la Fuerza Pública llegó después del medio día: la fuerza aérea bombardeó la alta montaña y la infantería del Ejército persiguió el rastro guerrillero.

—El Carmen quedó casi destruido —se lamentó Echavarría Agudelo.

Desde esta toma y hasta finales de 2004, la violencia del ERG, las FARC, los paras y, en menor medida, el ELN hizo de la trocha uno de los lugares más atemorizantes del país, sino el más. Puede que en algunas otras regiones la violencia tuviera igual grado de intensidad, pero sin la misma importancia política y económica: no hay que olvidar que la trocha era la vía principal entre dos capitales de departamento.

—Una vez me tocó un viaje así —me contó un habitante de la cabecera municipal que pidió omitir su nombre—: íbamos al matrimonio de una hermana mía en Quibdó. Y desde el Siete hasta que llegamos nos pararon en cuatro retenes: uno del Ejército, dos de la guerrilla y uno de los paramilitares. En todos nos hicieron lo mismo: nos preguntaban para dónde íbamos, nos hacían bajar, quitar la ropa, requisaban todo. En el retén de los paras, la cogieron contra uno de mis primos: que era un guerrillero, que era un guerrillero. Mi primo se orinó en los pantalones del miedo. Íbamos con mi mamá, mi abuela, toda la familia. Eso fue muy difícil, como ya sabíamos que los muertos en este guerra éramos los civiles…

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En esta cancha de fútbol fue la ceremonia de desmovilización del ERG.

Una tarde de agosto de 2001, Ómar López salió del Carmen rumbo a Medellín. Pocos metros después de haber superado el casco urbano del municipio lo detuvo un retén de las FARC. "Venga con nosotros —le dijeron luego de haber digitado su número de cédula en un computador— que mi jefe necesita hablar con usted".

—Caminamos esa noche completa y al otro día todo el día —me contó—. Hasta que llegamos a un campamento en las montañas de Urrao. No había un solo jefe: eso me hablaba el uno y el otro, que tenía que manifestarme con plata, que con cuánto les iba a colaborar.

El secuestro duró 17 días y López me dijo que ni lo trataron mal ni lo forzaron a caminar y siempre le dieron lo que en el monte puede ser buena comida. Logró su liberación tras haberles prometido una cuota de dinero que no me quiso revelar.

—Yo tenía una finca y me tocó venderla. Igual me tocó vender una casa muy buena que tenía en Medellín. Me quitaron casi toda la plata. Pero yo tenía que seguir viviendo, seguir trabajando.

Durante dos años López dejó de transitar la trocha y encargó el negocio a dos trabajadores. En 2003, hombres del ERG le mandaron a decir que qué había de su vida, que cuándo iba a volver, que le enviaban muchas saludes.

—Mis trabajadores me dieron a entender que la situación había sido honesta. Incluso los guerrilleros compraron algunas prendas. Entonces me dije: "Vamos a entrar".

López era consciente de que la trocha todavía estaba amenazaba por guerrillas y paramilitares, pero sentía algo de seguridad porque no había tenido inconvenientes con el ELN y, como había sido víctima de las FARC, creía que los paras se pondrían de su lado. Un mañana cualquiera de 2003, salió de Quibdó con su campero lleno de ropa. En el Doce fue detenido por un retén de hombres armados sin distintivos. López no reconoció a ninguno. Se le presentaron como paramilitares y le pidieron plata.

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—La cantidad que yo pudiera, me dijeron. Les contesté que les podía dar 50 000 pesos. "¿Cada que baje?", me preguntaron. "Si así toca, cada que baje". Seguí camino y más arriba, en el Once, me detuvo otra comisión. Eran las cuatro de la tarde y me dejaron ahí hasta las ocho de la noche.

A esa hora llegó un guerrillero del ERG al que López distinguió. "¿Cómo así, don Ómar, que usted le va a ayudar a los paracos?". López entendió que quienes lo habían detenido esa mañana habían sido los del ERG. Se habían hecho pasar por paramilitares; querían detectar supuestos colaboradores. López se defendió explicando que para trabajar se veía obligado a hacer cosas que no quería. "Si para trabajar en esta carretera me toca colaborarles a ustedes y a ellos, así tengo que hacer", zanjó. "Eso está bien", le respondió el guerrillero, saliéndole al paso. "Váyase pues, pero háganos el favor de enviarnos cien camisetas. Todas de color verde".

—Tocó mandárselas —me dijo Ómar, con la voz dolida como si hubiera recuperado la desazón de aquel momento.

Luego de eso, optó por quedarse en Medellín.

Para comienzos de 2005, el desplazamiento de las comunidades situadas a lo largo de la trocha fue casi absoluto. El exalcalde Echavarría Agudelo me lo describió así:

—Argelia, mestiza, desplazada toda. Guaduas, mestiza, desplazada toda. Zabaletas, indígena, desplazada toda. La Puria, indígena, desplazada casi toda. El Dieciocho, indígena, desplazada toda. Y las que no huyeron en un solo desplazamiento porque eran comunidades más pequeñas fueron migrando familia por familia hasta que desaparecieron completamente. Llegó un momento en que no había absolutamente nadie en ninguno de los asentamientos de la trocha. Y se encontraba en tan mal estado que uno podía demorarse entre ocho y doce horas para recorrer 96 kilómetros, sin que hubiera lugar para bajarse a comprar una gaseosa.

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—Espantaban —me dijo un conductor de Willys que transporta gente y carga por la trocha—. Todos los negocios cerraron. En el Siete el único que medio abría era el señor de la ventanilla que vendía los pasajes hacia Quibdó: cuando el bus llegaba, le pitaba. El señor quitaba la reja. Abría la ventana. Entregaba los tiquetes. El bus arrancaba. Y el señor volvía a cerrar y a poner la reja. Luego todo volvía a quedar abandonado y en silencio. De vez en cuando se escuchaban los silbidos de los disparos.

El esposo de doña Olivia Montoya fue víctima del ERG. Ahora ella vive en el Carmen de Atrato con sus hijos en una situación muy precaria.

***

Con el aniquilamiento del Bloque Metro a manos de otras estructuras paramilitares y la desmovilización del Bloque Élmer Cárdenas en 2006, la guerra cambió en la región. El ELN y el ERG perdieron combatientes por lado y lado: unos murieron en enfrentamientos contra el Ejército y otros desertaron para enrolarse en las FARC, donde se sentían más fuertes. La guerrilla de Tirofijo les había advertido a las demás guerrillas, incluida el ELN, que se dejaran absorber o pasarían a ser objetivo militar. De esta manera en el Alto Atrato se impusieron como la fuerza dominante; tanto así que el frente Che Guevara del ELN se desactivó y el ERG terminó desmovilizándose, bajo los acuerdos establecidos por la ley de Justicia y Paz.

Para ese entonces, el ERG había perdido cualquier credibilidad entre los campesinos de la trocha y los carmeleños del casco urbano. Con el recrudecimiento del conflicto armado tras la llegada de paramilitares y de las FARC, esta guerrilla perdió el control de la zona y comenzó a ver enemigos entre los mismos campesinos que siempre habían sido sus amigos y sus vecinos.

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—Fue una situación terrible —aseguró el exalcalde—: era gente del pueblo haciéndole daño a la gente del mismo pueblo.

Ya desde 2003, la Alcaldía y el Concejo Municipal del Carmen de Atrato habían tentado a Olimpo Sánchez Caro con que desmovilizara al grupo, haciendo uso de la confianza natural como instituciones y habitantes originarios del mismo pueblo. Pero no hubo acuerdos debido, entre otras cosas, a que el comandante guevarista prefirió esperar los beneficios que otorgaría la futura ley de justicia transicional que desmovilizaría a los paramilitares y que podía extenderse a las guerrillas.

Durante el acto de entrega de armas en agosto de 2008, en la cancha de fútbol de la vereda Guaduas, pasaron al frente 36 combatientes, entre los que había hombres y mujeres, algunos menores de edad. De ellos, 20 quedaron postulados a la ley de Justicia y Paz. Y, en la primera ronda de imputación de cargos contra los comandantes en octubre de 2013, la Fiscalía enumeró el reclutamiento de 21 menores de edad, el desplazamiento de 53 familias, 89 secuestros, 23 casos de abuso sexual y la desaparición de 38 personas.

Hoy, después de que el 16 de diciembre de 2015 la Sala de Justicia y Paz de Medellín emitiera la sentencia condenatoria contra los 20 postulados, se sabe que el ERG cometió al menos 1775 delitos que abarcan desde crímenes de lesa humanidad hasta causas menores. Olimpo Sánchez Caro y el resto de comandantes permanecen en la cárcel de Itagüí, purgando penas de entre cinco y ocho años, acogidos al proceso de desmovilización. Entre tanto, los excombatientes sin rango y los colaboradores se incorporaron a la vida civil y la mayoría reside en El Carmen de Atrato, a lo largo de la trocha y en la cabecera municipal.

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Sin el ELN, sin paramilitares y sin el ERG, los desplazados del Alto Atrato comenzaron a retornar. Fue un proceso espontáneo: el posconflicto apenas se asomaba tímido en el discurso del Gobierno Nacional y la idea de que una comunidad regresara a un territorio desolado por la guerra ni siquiera se imaginaba como algo posible. Faltaban más de tres años para el emblemático retorno de la comunidad al municipio de San Carlos, en el oriente de Antioquia, momento a partir del cual en Colombia empezamos a creer que esto era posible.

Lo sui géneris en el caso del Carmen fue el encuentro inesperado entre víctimas y victimarios: al volver, los retornados se dieron cuenta de que los matones de antes ya eran sus vecinos. A mi modo de ver fue un laboratorio real para ensayar la reconciliación de este país. El exalcalde Echavarría Agudelo me explicó que cuando él notó que los desplazados carmeleños estaban regresando, se dijo: "Acá se va a armar una batalla campal", pero los días fueron transcurriendo y ningún crimen ocurrió.

—Vea: van siete años y no habido problema —enfatizó—. No ha habido conflicto, la verdad, y nadie los está amenazando. —Aunque matizó la situación: dijo que hay un rechazo común: la gente evita encontrarse con ellos de frente.

Algo parecido me explicó el profesor Jota, quien fue encargado por la Misión de Apoyo al Proceso de Paz, de la Organización de Estados Americanos, de ser el enlace del Gobierno con los reintegrados.

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—Ellos están conviviendo con la sociedad, se han reintegrado. Han venido trabajando en las obras sociales que se les impuso como una forma de reparación: han ayudado a construir puentes, abrir caminos, trabajar en las escuelas y cosas así. De todas maneras habrá gente que no los quiera. Gente que les tenga un resentimiento muy fuerte. Digamos que la convivencia es casi normal.

A decir verdad, estas explicaciones me sonaron entre idílicas y esperanzadoras. Así que busqué la manera de visitar casa a casa algunas familias a quienes el ERG les había secuestrado o matado a alguien; hice lo mismo con desmovilizados. Luego de escuchar sus historias, les pregunté a las víctimas: ¿cómo llevan la convivencia con los exguerrilleros del ERG? Y a los desmovilizados: ¿cómo están siendo tratados por los habitantes y las víctimas?

Empecé visitando a Carlos Hernán Maya, de 48 años, comerciante del Siete, quien fue el primer secuestrado por el ERG. Tenía 33 años cuando se lo llevaron. Duró 57 días en cautiverio. Y desde el primer momento hasta que lo soltaron fue consciente de quiénes en el casco urbano y en la vereda Guaduas habían participado en su secuestro. A uno de sus cuidadores lo conocía desde niño. A otro, su papá le había dado vivienda y trabajo. Su liberación le costó a su familia 60 millones de pesos.

—Yo soy rencoroso —me dijo, tranquilo, sentados en la sala de su casa en el Siete—. Pero tampoco de ir a vengarme con la muerte de alguien. Si usted me hace un mal a mí, yo le pido a Dios que me dé años para verlo a usted en su vejez, porque a usted la vida le va a cobrar todo lo malo que hizo. Un día un vecino que fue extorsionado por el ERG me dijo que iba a matar a uno de ellos que vivía ahí junto a su casa. Le dije: "¿Para qué? Usted le pega dos tiros y esa persona se muere y ya: nunca más volvió a sentir nada. En cambio véalo vivir y vea cómo la vida le cobra todo el mal que nos hizo". El mal no se paga con mal. Ahí está él, en la pobreza. Ya una persona me dijo: "Pobrecito, mire que está aguantando hambre". Y como le mataron a un hijo: "Pobrecito, mire que le mataron un hijo". ¡¿Pobrecito?! —exclamó con un sarcasmo resentido—. ¡Eso fue lo que él cultivó en su vida y su dolor de padre fue el mismo que muchos padres sintieron acá en El Carmen por culpa de él! Y si tengo la oportunidad no le voy a dar la mano, le voy a refregar su drama.

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Después fui donde Nelly Velásquez, madre de tres hijos, habitante del Seis en una casa a orillas de uno de los únicos tramos pavimentados que tiene la trocha. El ERG le reclutó al mayor a comienzos de 2001. Tenía 13 años. Y cuando ella intentó hablar con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, un guevarista la amenazó con quemarle la casa y matarla a ella y a sus otros dos hijos, que eran menores. Por miedo, los mandó para una finca en Ciudad Bolívar a que un conocido de ella los terminara de criar. Ella se desplazó hacia Quibdó. Entre tanto, su hijo reclutado duró en la guerrilla cuatro meses. Los comandantes dieron la orden de fusilarlo porque el niño les decía que ya no quería andar más con ellos, que quería volver a su casa con su mamá y como no se lo permitieron intentó escaparse. Ella sólo se vino a enterar de esto siete años después por boca de un desmovilizado. En abril de 2014, tras una audiencia con alias Cristóbal, supo que los restos del niño estaban en la región del bajo Baudó, a orillas de un río. Nelly me lo contó llorando, con la voz asfixiada por la amargura, sentados en una banca a la entrada de su casa.

En el punto conocido como el Once, Alexander Echavarría, exalcalde del Carmen de Atrato, se reúne con algunos miembros de la Guardia Indígena Enrique Arce para discutir los problemas de la comunidad que ha retomado a su territorio después de haber sido desplazada por los grupos armados ilegales.

—Cada vez que voy al pueblo los veo por ahí —dijo, recuperando la voz—. Yo no hablo con esa gente. Siempre los había visto en el Siete uniformados, armados, creyéndose mucha cosa. Y ahora los veo en el pueblo de civil, como si no hubiera pasado nada. Hace cuatro o cinco días me encontré de frente con una que era guerrillera y ¿qué puedo hacer? Nada. Aguante y siga para donde va. Y déjela. —Respiró y se llevó las manos a la cara—. Lo más injusto es que ella hizo los daños que quiso y ahora vive mejor que uno… Simplemente por haberse desmovilizado y entregar armas recibe sueldo cada mes. Le dan muchos más beneficios que nosotros que fuimos las víctimas. Eso es muy injusto. Y donde yo le tire a esa gente, la mala del paseo voy a ser yo: la ley no va a decir "es que ella es la mamá de un niño que fue reclutado y asesinado por ellos". La ley no me va a dar la razón… —Nelly tragó saliva y frenó sus palabras—. Por Dios… —clamó, limpiándose las lagrimas—. La ley es injusta.

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Me dijo luego que cuando los excomandantes del ERG cumplieran la pena saldrían de la cárcel "pensionados como si hubieran trabajado en una empresa".

—Mire cómo es la ley —añadió con vigor, ubicándose mejor en la banca—: me toca ir hasta Medellín a las audiencias y eso me cuesta la plata que no tengo. Y yo le pregunté a la juez que por qué más bien no traían a esos señores acá al Carmen. Que fueran ellos a los que les tocara viajar. Y respondió que era muy peligroso, porque podían matarlos. ¡Y a mí qué me importa! —exclamó, vengativa—. ¿Eso no es lo que merecen? Desde el 2012 me están diciendo que ya me llega la reparación. Que me van a dar una plata. ¡¿Cuál plata?! Es una limosna. La que me den ya me la he gastado yo en vueltas y trámites. La que me den no paga la vida de mi hijo. —Nelly dejó de llorar en algún momento, pero sus ojos seguían inyectados de sangre—. ¡¿Cuál reparación?! Yo lo que necesito es que me entreguen los restos de mi niño. —Nelly siguió hablando más rápido y más rápido, dejando ver todo su rencor—. ¿Paz? En Colombia no va a haber paz, porque todo esto… todo esto es para que uno se vuelva más malo. Mis otros dos hijos mantienen indignados con lo que pasó con su hermano mayor y se fueron para el Ejército llenos de rabia, no más que para "encontrar a esos perros y matarlos". Mire que la violencia sigue. El Gobierno cree que va a conseguir la paz apoyando a esa gente allá en Cuba, teniéndolos como ricos. ¡Ja! Que espere sentado.

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En la iglesia del Carmen de Atrato cuelgan las fotos y los nombres de las víctimas de la violencia; en cada cartel se lee también el victimario de cada caso.

Luego fui a la casa de Olivia Montoya, de 41 años. Hoy reside en la cabecera municipal, pero vivía en Guaduas cuando el ERG asesinó a su marido y a su hermano. Ambos crímenes los explicó Cristóbal como un hecho de guerra: sospechaban que las víctimas eran informantes del Ejército. Mientras me contó la historia, Olivia también lloró y se ahogó tragando saliva.

—Por mucho tiempo les tenía una rabia —me dijo, sentados en butacas de la cocina—. Yo los veía caminando y los miraba con odio y con ganas de hacerles daño. Pero ahí mismo me decía: "Ay no, eso no es bueno en un creyente. Mi Dios es el que hace justicia". Pero primero les tenía un miedo y una desconfianza, yo pensaba que me iban a hacer daño. Ambos sentimientos se me pasaron ya. Yo le pedía a Dios que me quitara esos sentimientos y gracias a Él ya no siento nada por ellos. Yo quisiera tener a esos comandantes frente a mí, para preguntarles en la cara y que me dijeran en la cara que mi esposo y mi hermano eran informantes, y yo decirles en la cara que no es verdad, que fue una mentira, que más bien los mataron por envidia, porque a ellos dos la gente de Guaduas los quería mucho, en cambio a los del ERG ya no los quería nadie.

Las otras víctimas que entrevisté mantuvieron opiniones parecidas y coincidieron en que una cosa era soportar o convivir con los exguerrilleros rasos y otra imaginar el retorno a la trocha de quienes habían sido comandantes, sobre todo de los hermanos Sánchez Caro.

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Sobre este punto, el profesor Jota me explicó:

—Señor periodista, yo considero que si ellos son inteligentes no debieran regresar a radicarse en la región. Puede que vuelvan a ver el pedazo de tierra que les heredó el papá, pero no más. Si consideran quedarse va a ser difícil. Podrían dar papaya.

A su entender, con ellos en el pueblo sí podría aumentar el riesgo de que sucediera alguna retaliación y no a manos de la gente del Carmen sino por la cantidad de enemigos que dejaron en municipios vecinos, sobre todo en Ciudad Bolívar y en otros del suroccidente antioqueño. Abelardo Sánchez Caro, el hermano menor de los exguerrilleros, quien nunca estuvo en armas y hoy sigue viviendo en su casa de Guaduas tras haber retornado en 2005, me corroboró la opinión del profesor Jota:

—De volver ellos por acá, la gente de la vereda no les haría nada. Pero ellos dejaron mucho enemigo en los otros municipios y también quedaron en problemas con las FARC.

Sabiendo esto hablé con dos de los desmovilizados. Y aunque en el pueblo y en la trocha todos saben quiénes son, me pidieron proteger su identidad. El primero fue una mujer de 25 años madre de dos hijos de brazos. Temerosa y desconfiada, me recibió exactos cinco minutos a las afueras de la escuela de Guaduas. De raza negra, llegó a este sector del Chocó luego de dos años haciendo la guerra en otra parte. En la actualidad vive en la vereda y los campesinos le dieron trabajo preparando la comida para los niños de la escuela.

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—Soy del municipio de Nóbita, no de acá —dijo con la voz temblorosa y en un tono muy bajo—, pero la gente de la vereda me ha tratado muy bien. Acá vivo y me han permitido criar a mis hijos. Yo soy una mujer sola y la gente de la vereda me ha ayudado.

Horas después, ya en la cabecera municipal del Carmen, me recibió el otro desmovilizado. Un hombre alto y fornido de 37 años, también de raza negra, nacido en Puerto Boyacá. Huérfano de mamá —se la mataron los paramilitares—, llegó de cinco años a Pereira, donde vivía su papá. A los 16 fue reclutado por el ERG y mantuvo su centro de operaciones en el occidente de Risaralda.

—Si le digo que fui reclutado a la fuerza, le estoy diciendo mentiras —me dijo, y agregó que a él lo había convencido el discurso político de la lucha de clases.

Tras haber entregado armas, anduvo por Medellín, en el Valle del Cauca y terminó en El Carmen de Atrato. Dos razones me dio para ello: una, porque su esposa —con la cual tiene dos hijos— es carmeleña y su familia podría darles la mano. La otra: porque aun cuando toda su familia reside entre Mistrató y Pueblo Rico, en Risaralda, su vida como guerrillero fue en esa región. "Era inaudito irme a vivir por allá". En la actualidad está empleado por la compañía que adelanta la pavimentación de la trocha.

—Mal que bien, muchos de mis jefes saben que soy desmovilizado y me han sabido acoger —dijo, sobreponiendo la voz a la de sus hijos que jugaban en torno nuestro en la sala de su casa—. Pero me tratan bien porque yo me he comportado bien. Uno como desmovilizado es quien debe agregarse a la sociedad y no esperar que la sociedad se agregue a uno.

—¿Sus compañeros de trabajo saben de su pasado guerrillero?

—Una gran mayoría no sabe. Y los pocos que saben me tratan muy bien. Yo he tratado de tejer un lazo de confianza y de amistad con los compañeros. Por eso estoy por aquí. Donde no fuera así, donde aquí hubiera un mal ambiente para uno, uno ya no estaría aquí.

Continuó diciendo que desde que regresó al Carmen junto con otros desmovilizados empezaron a hacer lo que el Gobierno "no supo" planificar: participar en la cotidianidad al lado de la gente del pueblo. Me habló de haber jugado en campeonatos de fútbol con equipos conformados por carmeleños, en celebraciones decembrinas, en actos cívicos y en cuanta cosa le permitiera integrarse como cualquier habitante.

—En esos eventos la gente ya no nos vio como los criminales que habíamos sido, sino como personas de una nueva sociedad.

Enseguida y sin preguntarle, dijo que seguramente había otros que sí los miraban con "otras vistas" porque habían sido "lastimados". Que eso le parecía comprensible.

—Pero nadie nos ha dicho en vivo y en directo que nos va a matar por haber sido del ERG. Nunca. Si lo han pensado, a nosotros no nos lo han manifestado. Entonces no —concluyó— no siento miedo de vivir aquí.

***

De entre todos los casos de retorno a la trocha, quizá el más conocido o difundido en medios de comunicación nacionales ha sido el de 52 familias emberá katío de la comunidad de La Puria, en junio de 2013. Un resguardo situado a cinco horas del casco urbano del Carmen —dos en carro por la trocha y tres a pie o a lomo de mula montaña adentro—. Como fue un proceso financiado y organizado por el Gobierno Nacional y la Alcaldía de Medellín, tuvo gran despliegue publicitario y fue mostrado como un ejemplo de que la reconciliación y el posconflicto son posibles.

—El de La Puria —indicó el exalcalde— fue el único proceso en el que la comunidad desplazada recibió atención humanitaria y fue objeto de restitución de sus derechos. Las otras comunidades —añadió con la voz tranquila— volvieron por su propia voluntad sin que el Estado jamás les haya dado nada. Pienso que lo más injusto ha sido con los habitantes de la orilla de la trocha: son los que más han resistido y los que menos han recibido. El de La Puria ha sido el desplazamiento más visible porque eran muchas familias y muy notorias en Medellín, pero en nuestra base de datos tenemos más de 800 familias de desplazados, que son unas 5000 personas.

Si de los 13 500 habitantes unos 5 000 estaban regresando a sus tierras, ¿en qué iban a trabajar? ¿Seguirían siendo campesinos dueños de su finca y podrían tener dinero para empezar a cultivar? ¿Qué otras opciones laborales ofrecían el municipio o la región? En sus palabras y sin ufanarse, Echavarría Agudelo me dijo que después de Quibdó, El Carmen de Atrato es el municipio más "desarrollado" del Chocó. El resto son "municipios más pobres que este". Me aclaró que por su ubicación en la trocha todo el comercio que procedía de Medellín le dejaba parte de la carga y que por la fertilidad de sus tierras los campesinos podían sembrar casi cualquier cosa: hortalizas, plátano, yuca, aguacate, mora y un café de calidad especial con el que la Federación Nacional de Cafeteros produce una tasa de exportación de alto valor comercial. Por ambas razones, agregó, El Carmen podía ser considerado la alacena de Quibdó. Con soltura, Echavarría Agudelo continuó diciendo que a pesar de tener una mina de cobre en jurisdicción del municipio, "la segunda de América Latina detrás de la chilena", la fuente más socorrida de empleo era la obra de pavimentación de la trocha. Y que había "cualquier cantidad" de licencias de explotación de oro, "afortunadamente" suspendidas en ese momento.

La trocha esta fuertemente custodiada por batallones del Ejército y la Policía.

—La tierra del Carmen produce lo que se le siembre —insistió, como si quisiera soslayar la minería, refrendando la palabra "afortunadamente"—. Pero las tierras están subutilizadas: muy poco está sembrado. Muchas tierras fueron abandonadas. Y la mayoría de los desplazados que han retornado no han tenido la manera de volverlas a sembrar, no han recibido ayuda de ninguna oficina del Estado. Queremos recuperar la economía del municipio, pero necesitamos el apoyo del Gobierno nacional.

—¿Qué le pide concretamente?

—Este pueblo para ser tan pequeño dentro de la geografía colombiana le tocó sufrir mucha violencia. Entonces lo único que le pido al Gobierno es que atienda a las víctimas del conflicto. A esas 800 familias. Hace unos días un campesino me decía: "Esa tierra mía es muy buena, pero yo no puedo comer tierra". Entonces, ¡ayúdenos! A una persona que lleva seis, siete años de haber retornado le dieron un millón de pesos, y con eso no resuelve nada. Esto se resuelve con vivienda, generación de ingresos y seguridad alimentaria. La gente de este pueblo es trabajadora y echada para adelante. Usted vio toda la gente que ahora hay en la trocha; y eso estuvo desolado. Y a esa gente jamás le han dado un centavo ni los han apoyado de ninguna manera. Así como don Ómar López, que recuperó una casa y montó un negocio; de ahí hasta Quibdó hay muchas más personas en las mismas condiciones. Si esa gente sin recibir nada fue capaz de arrancar…

El exalcalde hizo una pausa.

—Pero en concreto —dijo—: si les ayudamos con un proyecto de vivienda y productivo que no tiene que ser muy grande; si el Banco Agrario les abre la puerta del crédito a los campesinos a tasas bajas; si hacemos una alianza público-privada para conseguir los recursos… Eso sería lo único. No necesitamos una autopista ni un aeropuerto. ¡Ayúdennos! Si han sobrevivido tanto tiempo en medio del hambre, un campesino de los nuestros puede salir adelante con un pequeño proyecto productivo de unos cinco millones de pesos.

Durante 2015, el casco urbano del Carmen de Atrato y la trocha permanecieron casi en completa tranquilidad. Fue hasta mediados de septiembre que varios ataques del ELN montaña adentro por los sectores del Once y del Doce causaron el desplazamiento de al menos 239 indígenas emberá. Como suele pasar, las familias armaron cambuches de esterilla y plásticos y los levantaron a orillas de la trocha. Allí permanecieron durante varias semanas mientras fueron atendidos por los organismos de socorro y las oficinas del Gobierno nacional. Muchos ya retornaron a sus resguardos. Pero otro tanto alcanzó a llegar a ciudades como Bogotá, Medellín y Pereira, y la experiencia de los desplazamientos masivos advierte que será muy complejo hacer que estos emberá regresen a su territorio.

Para la comunidad, sin embargo, la noticia fue la sentencia condenatoria contra los desmovilizados del ERG proferida a mediados de diciembre pasado (los 20 guerrilleros recibieron penas de entre cinco y ocho años de prisión). Para algunos habitantes del Carmen, los más escépticos, nada va a cambiar; para otros, la sentencia —que es parcial— ayuda a recuperar la dignidad de las víctimas y aclara muchos de los aspectos que catalizaron la guerra en esta región.

De entre las resoluciones de la sentencia, la que más ha despertado inquietud entre los habitantes del Alto Atrato, sobre todo en la vereda Guaduas, es la obligación que tienen los postulados a Justicia y Paz de presentarse en El Carmen y en un acto público ante la comunidad y las autoridades políticas pedir perdón. A Olimpo Sánchez Caro y al resto de exguerrilleros les tocará poner la cara ante las víctimas.

Varios de los grupos indígenas de esta región han sido desplazados por la violencia; actualmente algunos han retornado a sus territorios protegidos por el Estado y por la guardia indígena Enrique Arce.

Un miembro de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la Organización de Estados Américanos me contó que antes de llevar a cabo este acto público, entre la Agencia Colombiana para la Reintegración, la Unidad de Víctimas y la Misión deberán adelantar algunas actividades para que la comunidad acepte recibir y escuchar el perdón de los postulados. "Se trata de generar las condiciones para la reconciliación", acotó. ¿Qué sentirán Nelly Velásquez, Olivia Montoya, Carlos Hernán Maya y el resto de familiares de víctimas al tener frente a frente a quienes fueron sus victimarios? ¿Podrán aceptar el hecho de la reconciliación?

En mi última visita al Carmen de Atrato, volví a conversar con Ómar López. Lo busqué en su casa en el Once. Debo decir que fue un día soleado, que vi a los campesinos y a los emberás caminando tranquilos por el borde de la trocha, muchos de ellos cargando el azadón al hombro. Debo decir que sentí más optimismo del que acostumbro.

El retorno a la trocha de Ómar López fue a comienzos de 2013. Para ese momento en que hablamos ya llevaba más de año y medio de haberse ubicado en esa casa. Nuestra charla de despedida comenzó cuando él se empezó a quejar de que toda la ayuda había sido para La Puria y que para ellos, los de la orilla de la trocha, no había habido nada. Le pregunté por las razones de su retorno. Me contestó que siempre se había propuesto pasar su vejez en el campo.

—¿Vive tranquilo o preferiría tener otra vida?

—No. Así como estoy estoy bien.

—¿Le quedó algún resentimiento con la guerrilla?

—No —respondió en automático pero al segundo corrigió con la voz opacada y bajando la mirada—: Sí. Queda uno con resentimiento. Perdí lo que tenía. Lo que me había demorado toda la vida en conseguir.

—¿Quisiera decirle algo a la guerrilla de las FARC en este momento que están en proceso de paz y siguen merodeando la trocha?

—¿Que si les quiero decir algo? —me preguntó como si lo hubiera tomado por sorpresa. Pensó unos segundos. Dijo—: Se los dije la vez que me secuestraron. —Me lanzó una mirada de seguridad y encono—. "¿Ustedes qué han hecho por este país? ¡Destruirlo!". No sé por qué no me mataron.