Frío

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Profundidades

Frío

Un cuento de Alberto Chimal.

Ilustraciones por Rata Rey.

Cosme Valek es su seudónimo. Su nombre de batalla. Su identidad secreta. Quién sabe cómo se llamará de veras. Estoy en su consultorio de paredes blancas y piso blanco. La mesa es blanca; las sillas, blancas. El calendario es prácticamente blanco: la foto del mes es de un gatito blanco y los números de los días son gris clarito. El siguiente mes debe traer una montaña nevada o un vaso de leche.

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Cosme es enorme. Trae puesta una camisa blanca y grande como una tienda de campaña. También trae pantalones bombachos blancos y pantuflas blancas. Como además es orejón, diría que se parece a Buda de no ser porque no trae toda la cabeza rapada. De la nuca le sale una trenza negra, larga y delgada como de genio de la lámpara. Es su imagen.

La trenza brilla como si estuviera aceitada y tal vez lo está. El resto de la cabeza brilla también. En los pliegues de la nuca se le acumulan gotitas. Me pregunto si se aceitará también el resto del cuerpo. La panza.

También me pregunto cómo empezó. Lo de que fue al Tíbet a estudiar con el Dalai Lama es pura mentira. En su juventud, Cosme pudo haber sido estudiante del ICEL o empleado en un Soriana. A lo mejor le decían El Gordo o El Oso (o a lo mejor hasta El Buda) y un día simplemente tuvo su revelación y cambió de vida por completo.

—Ya te dije, la "medicina alternativa" es una mamada —me regaña—. Pura mentira para puro pendejo.

Nunca le habla así a ninguno de sus clientes, obvio. A ellos les habla con suavidad y los convence, con palabras new age, con la exactitud de sus diagnósticos y con la firmeza que proyecta. Se para a un lado de ellos, hablándoles de la salud y del equilibrio, en lugar de caerles encima o romperles un brazo, y la gente se siente aliviada incluso antes de curarse de sus males. También le podrían haber dicho El Ropero. También pudo haber sido madrina o hasta sicario. O policía. A lo mejor un día estaba quemando cadáveres y de pronto vio la luz.

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—Cuando te sientas mal, ven —me dice Cosme—. Güey. Ven para acá. Luego, luego. No vayas con nadie más. ¡Si a ustedes no les cobro, cabrón!

La verdad es que ya me había dicho que no nos cobraba.

Y no nos cobra: su secretaria, el tipo que le hace la contabilidad, el chofer que lo lleva con los clientes pesados… todos ya me habían contado de sus consultas gratis con él. Es que yo nunca me había animado. Le surto las pastillas homeopáticas, en general me lo brinco y me receto solo (porque también estudié un par de semestres de la carrera en el Poli) y ahora lo quise hacer también. Pensaba que tenía reflujo nada más, por tomar demasiada cerveza y por demasiado estrés.

—¿Cuántos meses dices que llevas teniendo que dormir sentado? —me pregunta Cosme.

—Cuatro.

—No te digo, habías de ser pendejo. ¡Si ustedes son mi familia!

Lo miro desde la silla en la que estoy sentado mientras la panza me quema desde adentro. Realmente es un pinche animalote. También me siento feliz de que no me pegue mientras me habla de fraternidad y solidaridad. Soy de los que más tiempo han trabajado con él. Antes de este consultorio (según) tenía otro en la Merced y de ahí empezó a subir, pero esa primera etapa no duró mucho. Un año o dos. Dicen. Hay gente que jamás pasa de dar filtros de amor o dizque curar el sida en un puestito infecto entre las carnicerías y el basurero de un mercado.

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Lo que pasa es que Cosme tiene una "novedad": una característica especial y única. A todos nos dicen que somos especiales, claro, que tenemos nuestra "novedad", pero si fuera verdad los mediocres no existiríamos. Lo de él es cierto.

La novedad no es sólo que Cosme le atina siempre y que todos sus pacientes se alivian. Todos los curanderos y sanadores y demás son infalibles porque la gente quiere creer y les da la razón hasta cuando no la tienen. Es la historia de mi tío Toño: una bruja le había "curado" el cáncer y dos meses después, cuando se moría de cáncer, él juraba y perjuraba que debía ser otro cáncer, no el de la bruja.

No: la novedad de Cosme es cómo examina a la gente.

—¿Traes ropa? —me pregunta. Por un momento no le entiendo y pongo cara—. Ropa sudada, güey.

—¡Ah, sí! —antes de venir aquí fui a casa de mi mamá a usar su caminadora. Ella la usa como tendedero. El ejercicio no se nos da en la familia. Pero pude comprobar que todavía funciona. Con media hora tuve para que el corazón me latiera como ametralladora, las piernas no me sostuvieran y la ropa "de ejercicio" (de hecho es una piyama vieja) quedara totalmente empapada. Mi mamá se ofreció a lavarla. También me preguntó si iba a ir a verla más frecuentemente. Aunque sólo fuera para usar el aparato.

—No y no —le contesté. Me costó arrebatarle la piyama. También me costó salir.

Ahora saco la bolsa de la Comercial Mexicana en la que traje la ropa. Se la doy a Cosme. Sigo sentado y sigo cohibido por lo grande que es. Darle la bolsa es como dar una ofrenda en un templo. Podría decir que soy como un sacerdote azteca. Salvo que estamos en este consultorio blanco en la colonia Condesa, yo vengo vestido de mexicano y Cosme de genio de la lámpara.

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Cosme va a sacar la ropa de la bolsa. Hace una pausa. Luego cambia de opinión, mete la cabeza en la bolsa y aspira profundamente. Cuando vuelve a levantar la mirada tiene la cara rara, la que todos los esoteristas deben poner para que les crean. Pero él la pone en serio. No está bajo su control. Un ojo se le va para la izquierda. Otro se queda centrado y la pupila se dilata. No sabe cómo describirlo, dice, pero sólo en privado. A la clientela le dice que así se pone en contacto con las fuerzas del Universo.

Cosme reconoce las enfermedades oliendo el sudor de las personas.

—Hay base científica —nos dice todo el tiempo. También se lo dice a los clientes. Parece que es cierto. Cómo apesta el sudor depende de lo que traemos en el cuerpo.

Lo miro desde abajo. Él no me mira. Me pregunto si tiene tetas, como otros tipos gordos. También me pregunto si se las aceita.

Y me pregunto, claro, qué me dirá. El de la contabilidad dice que Cosme no sólo averigua enfermedades. Dice que puede ver el pasado. Y el futuro. Pero el de contabilidad está un poco mal de la cabeza: usa aretes con plumas y en su tiempo libre va y abraza árboles en el Ajusco.

La cara de Cosme se alisa. Sus ojos se entrecierran. Sus labios se estremecen. Su papada también se estremece. Está aceitada (tal vez) y cubierta de pelos pequeñísimos. O no se rasuró esta mañana o le crecen muy rápido.

Ahora abre los ojos. Me mira. Su nariz se ensancha.

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Recuerdo que no me bañé en casa de mi mamá. Cosme se inclina hacia mí y entierra su nariz en mi axila.

Me tenso de inmediato. Creo que tiemblo un poco. Este contacto cercano no es tan raro. Algunas veces necesita precisar el diagnóstico, dice él. Lo tiene que hacer con uno de cada diez o doce pacientes. Es como recoger más datos, dice, desde más cerca. La secretaria me contó que tuvo que hacerlo con un cliente pesado. No me dijo quién pero debe haber sido muy pesado.

—Los guaruras se ponen locos cuando pasa eso —me dijo. Yo me pregunto si el cliente habrá sido Rafael, el subsecretario. O Carmelo, el vicealmirante. O algún mirrey o alguna lady. Esos son los peores.

Es que Cosme, brincando de contacto en contacto, ya está llegando alto. Ya conoce a amigos de Miguel Ángel —le dice así, nada más, como si no supiéramos que es Miguel Ángel el mero mero secretario, el hombre más poderoso de México— y cualquier día le va a tocar atenderlo. Y luego (claro) seguirá con Enrique. Y luego se mudará a un consultorio todavía más grande y blanco en una zona de mejor calidad. Y luego se deshará de todos los que somos sus amigos ahora para conseguirse otros de más calidad.

Estos pensamientos amargos se me vienen a la cabeza porque Cosme no quita su cara de mi axila.

La quita.

La pone en mi entrepierna.

Lo siento aspirar el aire. Cierro los ojos. Me pongo a pensar en algo más que me dijo el contador. Que hay personas con poderes entre nosotros. Unas pocas. Tristes casos. Un día tienen la revelación y Dios las bendice. Les da poder. Las manda a usar ese poder para el bien. No hay opción. Pero… Triste caso. Dios las bendice y las manda, pero además tienen que esconderse. No deben revelar su bendición. Deben fingir que son estafadores mientras hacen el bien. Tristes, tristes casos. Si revelaran todo su poder, los otros —los falsos profetas, los matasanos, los políticos— los odiarían y harían lo posible por destruirlos.

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Triste caso.

—Ay—me dice Cosme ahora. Acaba de quitar su cara de mi entrepierna—. A veces sí es muy humillante. Espero que no te haya molestado demasiado a ti.

Yo me relajo en la silla. Un poco.

Él me dice que sí, al final sí es reflujo, pero un reflujo cabrón. Tengo que tomar Almax e ir al doctor.

(Eso es parte también de la novedad de Cosme. Debe ser el único sanador en el mundo que de vez en vez manda a sus pacientes al doctor. Cuando el doctor es la mejor opción. Dice).

—Yo puedo ver más cosas —dice— aparte de cómo tienes el estómago. Pinche atascado.

—¿Eh?

—Veo parte de tu pasado, de quién eres y de tu futuro — me doy cuenta de que todavía tiene un ojo un poco desviado y dilatado—. Te puedo decir más. ¿Te digo?

Todavía no me termino de relajar. Esto es muy humillante.

—¿Como qué? —pregunto.

—Sé cuándo te vas a morir. No es pronto. Ni hoy ni mañana. Ni pasado. Van a ser años. Pero sí va a pasar. Obvio. ¿Te digo?

—¡No!

Cosme parpadea. Su ojo está volviendo a la normalidad.

—Siempre me dicen lo mismo —se queja—. Nadie quiere saber —vuelve a parpadear—. Pero hay algo que sí te tengo que decir.

Por fin me estoy relajando de verdad. Doblo los brazos y los apoyo en la silla.

—A ver, cómo te digo… Uno: tu mamá siempre ha sabido y no tiene problema. Dos: la verdad es que es muy halagador, pero… no, güey. Me gustan las viejas. Y no serías mi tipo. Mejor te digo. Me gustan las gordas.

Me empieza a dar mucho. Mucho. Mucho. Frío. Estoy en las montañas del calendario. Las que no he visto aún. Me acuerdo de muchos momentos. Pienso en su espalda. Ancha y blanda espalda. ¿Tendrá aceitada la espalda?

—Tú sí ya sabías, ¿verdad, güey? —pregunta Cosme. Entiendo que está realmente preocupado por mí.

También entiendo que ha llegado mi revelación.