Tradición y sonidero en la fiesta de San Loco en Edomex

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Más que fiesta

Tradición y sonidero en la fiesta de San Loco en Edomex

Una vez al año, miles de familias regresan a San Lorenzo Huehuetitlán para festejar a su santo patrono con varios días de fiesta, cumbia y comedera.

Fotos por Ernesto Álvarez

Pedro Salazar, el abuelo, espera para recibir a los familiares y amigos que lo visitan durante las fiestas.

"¿Son güeros de Ahuatenco?", el abuelo se presenta con un chiste que no entendemos. Carga con 84 años, suficientes para no necesitar que nos riamos con él. Da la bienvenida a la fiesta de cada agosto para San Lorenzo, patrono de las guitarras, como se le llamó en un momento en Huehuetitlán, uno de los pueblos prehispánicos del Estado de México.

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Como buen santo, la historia cuenta que su muerte fue trágica y tuvo que ver el fuego o el rayador ese que trae en las manos, el mismo que también se ve como una guitarra. Ventajas de la libertad de tener apenas una imagen para guiar la interpretación de la historia. El 10 de agosto fue el día del Santo Patrono y desde el miércoles a la noche, en su víspera, se empezó a recibirlo cantando las mañanitas. El jueves se hicieron los castillo —figuras de luz y fuego— y el viernes a la noche empezó la fiesta.

Un par de horas más tarde, el patio de la casa de los abuelos de la familia Salazar está barrido mientras le colocan el toldo y las mesas con sus manteles. En la cocina de humo extienden la masa para tamales de haba y las niñas de las cocineras lavan y pelan tomates para el arroz. Los nietos estaban encargados de llevar 40 kilos de pollo, pero la noche anterior se pelearon, entonces el hermano más chico se cargó con todo a las siete de la mañana y se fue solo. Cuando se bajó del camión en el crucero de Almoloya, también lo hizo un hombre con un diablito vacío y "pa ´que pues", que le pasara la carga.

"San Loco" hace que Huehuetitlán deje de ser un pueblito en el que viven algo más de 1,500 personas para recibir dos veces más de gente. ¿Qué es lo que los impulsa a volver, como atraídos por un imán, a su lugar de origen? "Su fe", responde el mayor de los nietos.

Uno de los pobladores baja a San Lorenzo Huehuetitlán.

La fiesta consiste en ofrecerle danzas al santo. Fueron tres: la de los arrieros, la de los lobos y la de los moros. No necesariamente tienen un origen común o siquiera algo que ver con la historia de San Lorenzo, pero sí se comparten con otros pueblos de los municipios de Santiago Tianguistenco y Almoloya del Río, próximos al Monte del Ajusco. Se supone que por acá atravesó Hernán Cortés para llegar al valle de Toluca. Una zona de asentamientos prehispánicos, de intercambio. Eso significa Tianguistenco: el lugar que está junto al mercado. No es raro entonces que los arrieros representen el truque.

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El predio frente a la Iglesia tapizada de flores ("así es una fiesta, con flores", respondió Ángeles, una de las niñas) se reserva para las cuadrillas que bailan desde el sábado hasta el lunes. Los arrieros se forman en varias hileras de bailarines vestidos de blanco. Hay un violín, un bajo y una guitarra que marcan el ritmo y convocan a la gente. En la primera hilera un grupo de mujeres carga imágenes de San Lorenzo que colocan en un altar al frente, para poder bailar durante las ocho o diez horas que siguen.

El pasito sencillo de los arrieros empieza a volverse hipnótico cuando un redoblante embiste desde atrás con un golpe parejo que te devuelve a la realidad. Son los moros que avanzan en el espacio de junto y comienzan su danza. Están vestidos de retazos de colores y cargan palos y banderas. Ellos pelean cuando bailan, como si estuvieran en una justa medieval en el valle de Toluca. Un silbidito finito y chirriante irrumpe desde una única flauta en el otro extremo: dos filas de lobos disfrazados en trajes peludos andan como si fueran en fila a trabajar en el monte. San Lorenzo comanda la fila y recibe sus ofrendas, como no, de comida e incienso.

Para cuando una segunda cuadrilla de arrieros danzantes empiece, la fiesta será un mar de instrumentos mezclados en una bola de ruido, que sólo se distinguen en la medida que uno elige a cuál quiere escuchar y se acerca. Colgadas como decoración hay cosas que influyen en esa decisión, porque se regalan a los presentes. Hay tazas y ollas, hay playeras y baldes de plástico.

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Uno de los bailarines en La Danza del Lobo.

Más que una liturgia religiosa esta fiesta es un carnaval; es una competencia caótica por la cuadrilla que baile mejor, suene más fuerte y juegue hasta el final. Alrededor le crecen los placeres de la carne: hay puestos de pan y pizzas entre dulces, juegos de tiro al blanco y tacos.

Una segunda fiesta empieza cuando las cuadrillas terminan cada día: después de las diez de la noche hay Sonidero en la puerta de la Iglesia. No importa que haya agua entre los adoquines dónde se pisa cuando la luz pega de costado e ilumina un mar de cabezas como horizonte. Tampoco les importa nada a los chavos que se ocultan detrás del escenario, recostados a la pared de la calle Morelos. No hay policía que venga a molestar aquí.

Doce o catorce horas, quién sabe, después de llegar el cuerpo ya está inmerso en otro tiempo. En la casa de los Salazar se cocina a ritmo parejo de lo que se come. Una olla con mil tamales que debería ser considerada patrimonio de la humanidad. Para cuando llegue el mole y el pollo, los cincuenta invitados de la casa estarán diciendo amén a San Lorenzo como cualquier cristiano. También hay pulque y, ¿un tequilita? Sí, muchas gracias.

Otra figura clave en la fiesta son los mayordomos, que funcionan como los anfitriones para las cuadrillas de danzantes. Sólo para una de las cuadrillas de los arrieros, ocho personas invirtieron unos 150 mil pesos en conjunto, según estimó Ruben Darío, uno de ellos. Don Pedro Salazar fue mayordomo tres veces antes de retirarse, hace dos años. Sentado en su cocina dice que antes era una sola persona la que hacía todos los gastos.

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"Era complicado porque había que reunir el dinero para los cuetes, la comida, el chupe de todos los que venían de otros pueblos. Se mataban dos o tres reses".

El baile de sonidero en San Lorenzo Huehuetitlan.

Ahora, son los chilangos los que invierten. Margarita lleva el cabello rubio y atado en una cola de caballo; es una de las mayordomos. Dice que heredó la fiesta de sus abuelos desde niña y lleva 30 años bailando. Vive en México y viene a la fiesta. Para Ruben Darío ser mayordomo es cumplir con las obligaciones que le tocan, a sus 46 años, y que cumple como aprendió a hacerlo desde los ocho. "Se hace por fe y también se pide algo, pero lo que damos de comer y los regalos no tiene costo para nadie. Luego el pueblo, en comisiones, arma el resto de la fiesta".

La familia Salazar festeja para reunirse, dice Teresa, la abuela, como señalando lo obvio. Lleva más de 60 años casada con Pedro. Entonces tenían 28 y juntos se fueron a vivir a la Ciudad de México. Dejó el magisterio para convertirse en comerciante y vender jugos de naranja en la Colonia Morelos. De Huehuetitlán a Tepito.

Para entonces, Pedro ya había viajado siete veces a Estados Unidos. "Siempre trabajé en el campo. Ahora ya no puedo porque me caigo, pero en el pueblo nos manteníamos del monte, con el carbón y la leña; o con los americanos para ir a las piscas, a cortar jitomate, durazno, uva, fresa. Nos daban nuestros contratos por seis meses, o trece, o año y medio. Cuando se vencían, vámonos pa´ México. Después todos los del pueblo trabajamos en México City".

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"Regálame un caldito siquiera, Teresa", pide Pedro cuando vuelve a la cocina con un papel añoso que guarda en un folio de plástico. "En un ingenio nació un niño llamado Emiliano que creció y se levantó por tierra y libertad. Mi papá fue zapatista, en este pueblo fue la revolución". El documento es una "condecoración al mérito revolucionario", a nombre de José Salazar Díaz, emitido por la Comisión Pro Veteranos de la Revolución, en octubre de 1949.

Este mismo José Salazar escribió uno de los diccionarios de náhuatl que se conserva y que fue editado en el pueblo, y que Don Pedro nos va soltando durante los días de la fiesta, como un curso básico para güeros de Ahuatenco.

La condecoración al merito revolucionario entregada al padre de Pedro Salazar.

A media cuadra está la casa centenaria de la familia que aún tiene parte de sus muros hechos de adobe, que sirvió para esconder mujeres de la violación y jóvenes de la leva durante los días de la Revolución: "días de mucha muerte".

Los nietos vienen con la historia de los pedos que la danza de los moros ocasionó entre dos carnales, que uno era moro y el otro Santiago —capa roja, casco con pluma, un caballito de madera a la cintura y una cruz de madera en la mano— y sí se daban sus buenos putazos durante la fiesta. Que se baila como una ofrenda, en la que se van diciendo algunas palabras a San Loco.

"La palabra de mi abuelito no se escucha pero cómo suena", dice el más chico. "Con él es a la voz, lo que pida, a la voz". Ahora la impunidad de la vejez le permite al abuelo escabullirse de alguna hija que lo persigue para que se cambie el pantalón miado, y boicotear todo aparato para achicar su sordera. Don Pedro se ríe, desde la nebulosa personal en la que parecen vivir los que eligen cuándo y a quién escuchan.

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Uno de los nietos tiene 28 años y el otro 21. Pasaron buena parte de su infancia en San Lorenzo y ahora viven en México, donde continúan la tradición en la venta de jugos en la calle que inició Pedro. "Aprendí a querer al pueblo, aun cuando a las ocho de la noche ya no hay ni madres."

Aarón, el mayor, desde la puerta cuenta las historias de la casa que en tiempos de Revolución escondió a mujeres y niños en San Lorenzo Huehuetitlán, Estado de México.

Después de cortar flor de calabaza, Román, el menor, la prepara para la comida.

En la cocina, Evelyn y Nataly observan como su madre prepara el zacahuil para la fiesta de San Lorenzo.

Los niños danzantes de Los Moros bailan al mismo tiempo que las otras tres cuadrillas en la plaza de la iglesia.

Evelyn le toma una foto a su hermana Nataly mientras esperan el mole en la fiesta por el día de San Lorenzo.

Aarón camina en el bosque que rodea a San Lorenzo Huehuetitlán.

Pedro Salazar entra a la cocina de los humos en la noche.

Aarón, el mayor, fuma un cigarrillo de mariguana en la cocina de los humos.

Uno de los pobladores de San Lorenzo Huehuetitlán camina en la plaza de la iglesia.

Los fieles rezan al llegar el fin del baile que se hace para venerar a San Lorenzo.

Uno de los pobladores frente a la iglesia de San Lorenzo Huehuetitlan.

Un poblador fuma un cigarrillo con el que prendera el ultimo torito que marca el fin del baile.

El último torito se prende para marcar el fin del baile que se hace como manda para San Lorenzo.

Un niño se emociona en la feria que se monta junto a la iglesia de San Lorenzo.

El carrusel con una niña en la feria de San Lorenzo por su fiesta al santo.

Una bolita de muchachos escucha la banda que suena durante la fiesta de San Lorenzo.

Una pareja baila durante la fiesta a San Lorenzo Huehuetitlán.

Uno de los danzantes se retira del baile.