Los huesos de Borneo: expedición a los mares del sur (Parte 1)

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Los huesos de Borneo: expedición a los mares del sur (Parte 1)

Al clavar la vista durante unos segundos en la fiera, lo que se revela en realidad es el primate que llevamos dentro.

La primera parte de esta expedición fue publicada en agosto de 2016. Lee la segunda parte de aquí.

Orangután. El gran simio de pelaje rojo. Con solo emular su nombre —cuyo significado en malayo es "hombre de la selva"— dentro de mi cabeza se desata una cascada de ensoñaciones febriles. Rostros grises y abultados, fauces rematadas por trompas expresivas, dientes generosos, manos ásperas e imponentes. Veo una cría con el pelo despeinado, un macho rotundo con rastas en la espalda, un juvenil mordisqueando un mango; visiones que se revuelven caóticamente en mi cerebro conforme el avión destartalado en el que estoy sentado comienza a descender hacia las aguas del Pacífico sur.

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Pienso en esas miradas profundas e inquietantes. Semblantes familiares que denotan inteligencia y pasividad. Ojos brillantes e inquisidores que, al sostener su eje de visión, bien podría pensarse dotan al organismo con carácter humanoide; sin embargo, el artificio opera en sentido opuesto: al clavar la vista durante unos segundos en la fiera, lo que se revela en realidad es el primate que llevamos dentro. El Homo sapiens primigenio. El reflejo ocular hace evidente que nosotros somos los que nos parecemos a ellos y no al revés. Porque la verdad es que no venimos del mono: somos monos. Changos tecnológicos y eficaces, quizás con capacidades sobresalientes, como fabricar aeronaves, pero changos al fin y al cabo.

Imágenes por el autor y Ana J. Bellido

El orangután de Borneo, Pongo pygmaeus, es el animal arborícola de mayor tamaño del mundo. Los machos pueden llegar a pesar hasta 100 kg. mientras que las hembras rara vez sobrepasan los 50. Se estima que el 97% de sus genes son idénticos a los nuestros.

Afuera, la silueta de la isla comienza a ganar detalle obligándome a salir de mis cavilaciones. La excitación se sobrepone a las numerosas horas de viaje y el cansancio acumulado pasa a segundo término. Si mis sentidos no me engañan, pronto aterrizaremos en Borneo; el reino del orangután y tantas otras reliquias biológicas.

Tierra prometida para todo naturalista. Paraje indómito en donde, hasta hace no mucho tiempo, merodeaban tribus caníbales. Con algo de suerte, durante las próximas semanas podremos encontrar pitones reticulados, varanos de agua, elefantes enanos, plantas carnívoras y la gama más extensa de animales voladores: lagartijas, serpientes, ranas y ardillas adaptadas para surcar los aires conforme planean entre los árboles. Además, claro, de la Rafflesia; la flor más grande del mundo, que llega a medir más de un metro de diámetro y rebasar los diez kilogramos de peso, de color rojo brillante y que despide un aroma fétido, parecido al de la carne en descomposición, para atraer moscas.

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Postal ilustrada por Ana J. Bellido: orangután macho, rafflesia, martín pescador y escarabajo Goliat.

Recuerdo un orangután particularmente avispado del zoológico de Chapultepec que, tras llamar la atención de los visitantes dando manotazos insistentes sobre el cristal de su encierro, les pasaba una hebra de paja a través de una pequeña fisura que había descubierto (o quizás confeccionado él mismo) en el marco inferior de la ventana. Interacción que invariablemente generaba sorpresa y azoro por parte del humano involucrado, y que causaba que el simio fuera presa de un ataque de risa demente.

Pero lo más interesante era lo que sucedía a continuación, que consistía en que el mono, una vez recuperada su seriedad habitual, pedía con señas que le devolvieran la pajilla utilizando el mismo método; instrucciones por lo general acatadas obedientemente. Después, ya cerciorado que el humano comprendía el juego y pasado la pajilla un par de veces en ambas direcciones, el animal expresaba la verdad de sus intenciones y comenzaba a indicar con señas el objeto de su interés: un matojo de tréboles apetitosos que crecían a unos metros de distancia y que el mono reclamaba le fueran entregados por el orificio. Demanda ante la cual, la mayoría de personas —quizás por sentirse utilizadas— huían desconcertadas.

Esa fue la primera vez que sentí realmente depresión por ver a un animal enjaulado. No la incomodidad, lástima o pesadumbre que a veces martillea la moral al pasear por los pasillos del zoológico; sino depresión aguda y opresiva. Resultaba evidente que aquel ejemplar era consciente de su condición cautiva. Seguramente no alcanzaba a identificar las razones detrás de su encierro —¿quién podría formularlas de manera convincente?—, pero se sabía prisionero dentro de un escaparate.

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Algo comenzó a gestarse en mi interior en ese momento, un deseo que pronto adquirió alcances obsesivos: poder ser testigo de una criatura como aquella en libertad. Observar al majestuoso orangután en su ambiente natural. Claro que, para conseguirlo, primero habría que inventar una estrategia que permitiera ahorrar lo suficiente para dar media vuelta al globo terráqueo y alcanzar las islas del sureste asiático, específicamente Sumatra o Borneo, únicos reductos silvestres con poblaciones de estos simios en estado salvaje.

La dieta de los orangutanes consiste principalmente de frutas, en especial higos salvajes, cortezas tiernas, hojas, miel e insectos (hormigas, termitas, abejas). Se han reportado conductas que involucran el empleo de distintas herramientas para conseguir sustento; estas varían considerablemente dependiendo de la localidad y se enseñan de madre a hijo, lo que sugiere que al menos una parte de su comportamiento responde a códigos culturales.

En el extraordinario libro En el corazón de Borneo, Redmond O'Hanlon —un aguerrido naturalista británico y escritor formidable que ha caminado las selvas húmedas más remotas del planeta— narra con humor e ironía los peligros a los que se vio confrontado cuando exploró la isla en 1983 para buscar al elusivo rinoceronte enano. Proeza nada sencilla, pues implicaba abrirse camino a través de uno de los entornos más desafiantes de la geografía. En ese entonces Borneo todavía estaba cubierto en su mayoría por vegetación prístina. Cientos de kilómetros prácticamente inexplorados. Jungla impenetrable.

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Hoy en día, como pude constatar al poco tiempo de mi llegada, la situación es drásticamente distinta. El antes considerado ecosistema más biodiverso de la Tierra ha sufrido una debacle sin precedentes. Un cataclismo funesto y desgarrador. Entre 1980 y 1990 Borneo, hasta ese momento casi virgen, fue escenario de una las explotaciones forestales más intensas jamás registradas. Se dice que la madera exportada de sus selvas durante aquella década superaba a la de Sudamérica y África juntas.

Por si esto fuera poco, lo que quedó del bosque tropical comenzó a confrontar una amenaza incluso más severa: los monocultivos de palmera. La cruenta e insaciable industria del aceite de palma ha probado ser tan devastadora que actualmente la isla está prácticamente en los huesos y sus numerosas especies endémicas empujadas hacia la extinción. Pareciera como si del exuberante territorio solo hubiera quedado el esqueleto.

Exequias aún impresionantes, sin duda, pero limitadas a un puñado de parques nacionales y reservas privadas; muchas de las cuales son administradas por las mismas empresas que arrasan la selva y que cobran cifras exorbitantes para visitarlas, cuestión que dota al asunto de tintes francamente maquiavélicos.

Postal ilustrada por Ana J. Bellido: criaturas nocturnas de Borneo.

De vuelta a nuestro viaje. Acabamos de aterrizar en Kuching (que en malayo significa "gato"), capital de Sarawak, el mayor de los estados que integran Malasia. El calendario marca mitades de julio y en unos días iniciará el ramadán. Hace más calor que el del verano yucateco y el cielo presagia tormenta.

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Cuando Redmond aterrizó en este mismo aeropuerto, hace poco más de treinta años, para realizar su emblemática expedición, lo hizo financiado por la universidad de Oxford y en compañía de su amigo el notable poeta inglés James Fenton. Yo viajo al lado de Ana J. Bellido, ilustradora y diseñadora de producción de origen español que desde finales del 2011 figura como mi esposa. La verdad es que el matrimonio es responsable, en parte, de que estemos aquí. O, al menos, la boda fue la transacción que nos permitió banquear semejante travesía: en lugar de electrodomésticos, pedimos efectivo y con lo que recaudamos resolvimos partir hacia el sudeste asiático y viajar a la manera gitana hasta que se acabara el último centavo.

Así que esto es nuestra versión de la luna de miel. Austera y en momentos ruda, pero edificante. Llevamos cerca de dos meses de recorrido y calculo que, si hacemos ciertos sacrificios, todavía podremos extender el escueto presupuesto durante uno más. Ya veremos, el caso es que hemos alcanzado el archipiélago Indonesio y el sueño de ver un orangután en libertad comienza a ser asible.

El autor y Ana J. Bellido, bitácora de viaje, comienzo de la expedición.

Borneo es gigante, desde el aire remite más a tierra firme que a una masa mineral rodeada por mar. Espejismo no del todo descabellado, pues, con una superficie un poco mayor que la de Francia y el Reino Unido sumadas, se trata ni más ni menos que de la tercera isla más grande del mundo.

La población total ronda los 18 millones de habitantes, de los cuales aproximadamente el 18% son indígenas dayak y una fracción importante de ellos pertenece a la tribu de los iban, llamados en otros tiempos los cortadores de cabezas y de los pocos nativos que aún conservan la tradición milenaria del tatuaje y las expansiones de oreja que se hicieran tan famosas en occidente. Las casas alargadas en las que viven son como hangares de madera que comparten hasta cien individuos.

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El gran contorno ameboide de la isla se localiza justo sobre el Ecuador y se encuentra dividido en cuatro regiones que pertenecen a tres países distintos: Sarawak y Sabah (Malasia), Kalimantan (Indonesia) y el diminuto reino de Brunei (la nación musulmana más pequeña del mundo). En esta ocasión nuestra ruta se limitará únicamente a la parte malaya de la isla, por ser las más accesible en términos de tiempo y dinero; aunque tristemente también representa la porción más deteriorada por los avances del grotesco mar de palma.

Mapa de las regiones malayas de Borneo comprendidas en la expedición, bitácora de viaje del autor.

Antes de perseguir la misión que nos atañe, nos dirigimos a Bako, el parque nacional más antiguo de Borneo y posiblemente uno de los contextos naturales más especiales en los que jamás haya estado.

Aunque el parque no cuenta con poblaciones de orangutanes y es un tanto pequeño en cuanto a superficie refiere, alberga prácticamente todos los ecosistemas presentes en la isla (cerca de 25 tipos distintos de vegetación) y por consiguiente una buena dotación de su fauna más emblemática. Digamos que si retomáramos la comparación de Borneo con un esqueleto, Bako sería como el cráneo.

Se trata de uno de los escasos remanentes prístinos de la isla que se pueden recorrer sin la necesidad de un guía, libertad que permite explorar a voluntad y a la vez ahorrar; ambas pulsiones fundamentales en nuestra expedición. Además de que, debido a que se encuentra adyacente a la costa, se trata de un área no favorecida particularmente por las sanguijuelas (tormentos tropicales insidiosos y desagradables) y en la zona solo habita una especie de serpiente venenosa: la víbora de Wagler's.

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Vipérido emparentado con las nauyacas del nuevo mundo, de hábitos arborícolas y veneno sumamente tóxico, pero de carácter generalmente poco agresivo, cuya coloración críptica (variedades verde brillante o negro con patrones amarillos y naranjas) otorga al transeúnte la posibilidad de distinguir al ejemplar antes de cometer la estupidez de perturbarlo.

Dos noches más tarde es claro que el sudor que inundó nuestras vestiduras desde el momento de poner pie en el parque jamás terminará de evaporarse. La humedad circundante se acerca al cien por ciento, lo que le confiere a nuestros ropajes una sensación semejante a la de estar perennemente bajo la lluvia. No obstante, la incomodidad implícita en una cotidianidad empapada, sobreviviendo básicamente a base de curry con arroz —desayuno, comida y cena irritantes que incluso para un mexicano representan desasosiego intestinal— y asediado continuamente por moscos, chinches y garrapatas, no alcanza a eclipsar ni por un segundo la embriaguez biológica de transitar estos senderos.

El tupido y heterogéneo panorama botánico en el que estamos embebidos parece corroborar aquella teoría que asevera que el ojo humano está confeccionado para distinguir más tonos de verde que de ningún otro color; la idea principal detrás de esta tesis consisten en que discernir entre tonalidades de verde pudo haber representado una ventaja adaptativa significante a la hora de detectar depredadores o presas entre el follaje.

Selva húmeda del parque nacional Bako, uno de los 25 tipos diferentes de vegetación que salpican la reserva.

Durante las largas jornadas de caminata en la floresta, acompasadas en todo momento por insistente estridencia artrópoda, nos hemos topado con ardillas voladoras, hongos bioluminicentes, jabalíes barbudos, murciélagos gigantes, peces pulmonados, algunas de las telarañas más grandes sobre la faz de la Tierra —con arañas esbeltas y metálicas que con facilidad rebasan el tamaño de la palma de la mano—, demasiados pájaros como para nombrarlos y unas doce serpientes distintas, de las cuales, al menos cinco eran venenosas y que sin eceptuar ocasión, y a pesar de fanfarronear sobre mis dotes como herpetólogo, Ana siempre atinó a detectar antes que yo. Salvándome de la penosa situación de dejarla viuda tan lejos del terruño.

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No obstante, es posible que, de todas las fieras que encontramos a nuestro paso, el ente más fascinante sea el mono probóscide: un primate endémico de Borneo, de tamaño considerable, cola larga y pelaje café con blanco, cuyo rasgo más distintivo es ostentar una gran nariz ganchuda que le confiere un semblante surrealista.

Postal ilustrada por Ana J. Bellido: monos probóscide, en malayo referidos como hombres holandeses en burla de los rostros de los colonizadores europeos.

Con los días de Bako llegando a su final, el orangután vuelve a ser el personaje central de mis trenes mentales. Conforme avanzamos hacia el centro de vida silvestre de Semenggoh, recuerdo a Jean-Jacques Rousseau, quien en el siglo 18 argumentaba que "bajo las condiciones correctas, los orangutanes podrían ser incorporados en la sociedad humana". Noción que gozaba de cierta popularidad en la época, pues muchas de las crías que eran llevadas a Europa por los colonizadores, aprendían a vestirse, tender la cama y utilizar cubiertos en la mesa.

La inteligencia del gran simio pelirrojo no está en duda. Algunos científicos consideran que son bastante más brillantes que los chimpancés, superando a sus primos africanos en la mayoría de pruebas y pudiendo incluso ser entrenados a comunicarse por medio de lenguaje de señas. Y si bien afirmaciones del tipo "si los orangutanes no hablan, es tan solo para que no los pongamos a trabajar", son definitivamente exageradas, los monos que componen este grupo sí cuentan con una capacidad de vocalización, imitación de sonidos y control de la voz, notable. Características que recientemente están reavivando el debate sobre el posible origen del habla humana.

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Unas horas más tarde estamos parados en una plataforma de madera internada en la selva, son las nueve de la mañana y el follaje de los árboles comienza a sacudirse violentamente. Las ramas del dosel forestal se mueven en canon al tiempo que varias figuras aún indistinguibles se abren paso hacia el lugar en el que aguardamos. Ojos atentos. Oídos afilados. El estruendo anuncia la cercanía de los seres ocultos. Por un segundo me siento expuesto, como si estuviéramos a merced de los organismos que se aproximan. La ansiedad aumenta, hasta que sucede el momento de la revelación. Un juvenil emerge de la cobertura vegetal, salta hacia la plataforma y recoge un mango. Posteriormente se acerca una hembra con una cría sobre el lomo. Y a los pocos minutos llegan dos ejemplares más.

El centro sirve como refugio para simios rescatados de la nefasta interacción con el hombre —tráfico ilegal de especies, destrucción del habitad, mascotas exóticas, etcétera—, mismos que se intenta adaptar paulatinamente de nuevo a las condiciones silvestres. El grupo que tenemos enfrente vive en libertad, sin embargo, se les ofrece comida diariamente como apoyo durante el proceso de retorno a la vida salvaje.

Los guías están algo nerviosos, escudriñan las sombras con semblante tenso. El día de ayer un gran macho, al parecer perturbado por el tripié de un turista que el simio interpretó como si fuera un rifle, arremetió contra los visitantes y después embistió y destruyó una de las cabañas del centro. En cuestión de minutos el poderoso orangután hizo añicos la construcción.

El líder de los guías explica que no hay cosa que moleste más a ese macho en particular que sentirse bajo la mira de un rifle. Me pregunto cuantos de sus semejantes habrá visto morir para quedar traumatizado. Después me invade un deseo incontrolable de ver a la bestia durante un desplante de furia. La verdad es que me hubiera encantado ser testigo de ello. No hay nada que te haga sentir más insipiente que estar expuesto a un desplante extremo de la zoología.

Aunque durante la visita tenemos la suerte de poder observar varios ejemplares andando a sus anchas entre la vegetación, incluyendo dos o tres crías con sus madres, la escena no termina de llenar mis expectativas. De alguna manera el hecho de que los animales hayan venido atraídos por la comida que se les ofrece le resta algo primordial a la experiencia.

Quizás sea un juicio injusto por mi parte, pero estos orangutanes no son completamente salvajes. Para bien o para mal, han sido profanados por la mano del hombre. Así sean criaturas magnificas, sin duda, no terminan de saciar mis ansias. Por lo que soy presa de una mezcla sentimental difícil de expresar, por un lado estoy extasiado y conmovido, y por el otro, insatisfecho y ligeramente frustrado.

Para cumplir mi sueño y poder ver a un orangután realmente salvaje, tendré que esperar un par de semanas más. No será hasta que alcancemos el río Kinabatangan, en el extremo opuesto de la isla, que sucederá ese careo con el simio producto de mis obsesiones. Pero eso ya es materia de la segunda parte de este relato, por ahora cerremos con el video de los animales que encontramos durante el viaje.

Lee la segunda parte de esta expedición aquí.