2019

Así salíamos de fiesta en España hace 10 años

Hay infinitas maneras de tomarle el pulso a una época y la manera en que se divierten sus habitantes es una de ellas.
DR
ilustración de Daniel Romero
espanafiesta

Hay infinitas maneras de tomarle el pulso a una época. Acudir a sus vertederos y hurgar en sus basuras, pasear por sus museos y observar sus ruinas, reparar en a qué le construían templos y en nombre de quién levantaban efigies. De entre todas ellas, conocer cómo se evadían, con qué se divertían y en qué invertían sus ratos de asueto los habitantes de ese tiempo no es ni mejor ni peor que ninguna otra, pero nos da pistas de por dónde iban los tiros. Porque no es lo mismo emocionarse con una naumaquia que con una corrida de Manolete ni jugar a las tabas que atracarse de series o tragarse "Historia de un matrimonio" solo para poder emitir un juicio en redes sociales.

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Hace diez años nada era muy distinto pero todo lo era. Nos encontrábamos en los albores de ese momento de crisis en el que "lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no acaba de morir" en el que estamos instalados. El que tenía un iPhone era un moderno y moderno, de hecho, era un insulto un poco absurdo, porque todos ansiábamos serlo pero todos teníamos que fingir que, en primer lugar, no lo pretendíamos y en segundo que nos ofendía que nos dijeran que lo éramos.


Y salíamos. Salíamos mucho. Según el informe Jóvenes, ocio y TIC. Una mirada a la estructura vital de la juventud desde los referentes del tiempo libre y las tecnologías del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud la culpable era la tecnología, que aún no había avanzado lo suficiente. En el año 2012, el 47,9% de nosotros se iban de botellón y el 43, 5% salía a discotecas. Hoy tan solo el 25, 1% hace lo primero y el 20,2% lo segundo, lo que ha venido de la mano de un descenso del consumo de alcohol y de un aumento exponencial del tiempo que pasamos frente a pantallas.

Porque los que tenemos entre 15 y 29 años salimos cada vez menos. Un 74% de nosotros invertimos nuestro tiempo libre, mayoritariamente, en hablar o navegar por internet, frente al 22,7% que asegura que salir de fiesta es su actividad favorita. Igual los millennials le diremos a nuestra descendencia, si es que algún día la tenemos, "hijo mío, antes todo esto eran potas, regueros de John Cor [que era una bebida espirituosa que costaba 5 euros en el Mercadona, tendremos que matizar] y bolsas de hielo derritiéndose en el suelo".

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Hace 10 años era 2010 y era el indie. También era el Mundial —que por cierto, ganamos, porque aún eran tiempos de "soy español, ¿a qué quieres que te gane?"— y el Waka Waka, pero sobre todo era el indie. El reguetón todavía era escuchado en sesión privada y Mando Diao en pública y no al revés como sucede ahora, porque romper el piso y perrear hasta abajo no era motivo de orgullo, pedigrí o nobleza —qué antirracista, qué interclasista, qué ser de luz que mueve el culo en nombre del empoderamiento al ritmo de una letra hipersexualizada y un bombo potente— sino que aún daba vergüenza.

Íbamos a las discotecas con camisas de cuadros, gorros borsalinos y pantalones excesivamente ajustados a los gemelos que luego no había Dios que se los quitara —ni mucho menos que se los quitara al otro si uno pillaba— para desgañitarnos con el "You only live once" de los Strokes o con "Mardy Bum" de los Artic Monkeys. Y seguramente si un agente del Ministerio del Tiempo hubiera venido del futuro con un iPad, nos hubiera puesto el vídeo de "Callaíta" y nos hubiera advertido de que el mañana iba a sonar así nos habríamos preocupado bastante.

"Ya fuera primavera u otoño, el botellón era un trámite casi obligado antes de ir de fiesta, quizá incluso una finalidad en sí misma"

Como algunos teníamos WhatsApp y otros no —aunque la aplicación se lanzó en 2008 hubo un momento en el que el ayer y el hoy, los SMS y el check convivieron, no sin conflictos— aún nos llamábamos para quedar. Los grupos no podían tener más de 15 participantes, hasta 2013 no había notas de voz y hasta 2014 no pudimos ocultar el "última conexión a las….", lo que también acarreaba sus problemáticas en general y a la hora de salir de fiesta en particular.

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Aún nos echábamos fichas en analógico porque tampoco había Tinder y Grindr —de 2009— acababa de nacer pero no lo conocía ni el tato, al menos en España, así que el coqueteo más allá de los ceros y los unos era más habitual que ahora, cuando prácticamente se ha extinguido como herramienta, al menos de acercamiento inicial.

Ya fuera primavera u otoño, el botellón era un trámite casi obligado antes de ir de fiesta, quizá incluso una finalidad en sí misma. En diciembre congelarnos agarrando una copa de vodka con una mano y un piti con la otra y evitando ser visto por la Policía era el pan nuestro de cada viernes. El piti te lo podías seguir fumando en la discoteca porque —y ojo que es por culpa de estos detalles que uno se da cuenta de que diez años sí que es algo aunque el tango diga que ni veinte lo son— AÚN SE PODÍA FUMAR EN LAS DISCOTECAS.

La Ley Antitabaco entró en vigor en enero de 2011 y eso explica que entre nuestras fotos de Tuenti haya muchas en interiores y con cigarros. La condena que había que pagar por ello era, además de que uno no pegaba el hilo con cualquiera en la puerta de cualquier garito, que llegábamos a casa oliendo irremediablemente a tabaco, hubiéramos ido o no de after. Alguna cosa buena tenía que traer el progreso.

"Teníamos resacas sin posibilidad de pedir un Uber de vuelta a casa si amanecíamos en cama ajena ni un ramen y de paso ibuprofenos por Glovo"

Las fotos las hacíamos, aún y a veces, con cámara porque las de nuestros móviles salían con grano, y estábamos comenzando la lenta transición entre tener solo fotos en grupo y en situaciones sórdidas a tener únicamente estudiadísimos selfies/stories que luego nos arrepentimos de subir porque se ve un bote de popper sobre la mesa y nos siguen nuestros primos pequeños.

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También estábamos avanzando y trabajando entonces hacia la abolición definitiva de las tribus urbanas para convertirnos, también en lo que a la estética se refiere, en una masa aparentemente ecléctica pero realmente uniforme. El indie iba muriendo un poco más con cada macrofestival y el EDM colándose por sus grietas en forma de canción de Skrillex, de gafas de pasta de colores y sin graduar, de camisetas de Nirvana de H&M, de medias cabezas rapadas, septums y remixes raveros y machacones que hoy nos provocarían rubor.

Pero entonces disfrutábamos. Teníamos resacas sin posibilidad de pedir un Uber de vuelta a casa si amanecíamos en cama ajena ni un ramen y de paso ibuprofenos por Glovo, así que también sin la probabilidad de sentirnos —aún más— un despojo humano por necesitar de un intermediario precarizado que nos trajera lo básico para subsistir.

Tampoco teníamos, la mayoría de nosotros, ni Netflix ni Amazon Prime ni HBO para ver la serie que había que ver en cada momento, así que o bien nos poníamos la tele o bien SeriesPepito, cuyos administradores acabaron detenidos. Las posibilidades eran más estrechas pero el libre albedrío más ancho, porque sobre nuestras cabezas aún no flotaba, o no tanto, el imperativo de consumir audiovisuales o ser condenado al destierro en la mesa del curro a la hora de comer, en el ascensor, en las cenas de colegas….

Y quizá no sea más que eso: que nuestro ocio ha cambiado porque los imperativos sociales lo han hecho. Que si antes éramos los garitos a los que íbamos, la 5 panel que nos poníamos o las copas que éramos capaces de robar de la barra ahora somos los libros que elegimos leer de entre los de la mesa de destacados de La Central, las películas que elegimos ver de entre las más vistas de Netflix. Y los tuits y Stories, claro, que compartimos sobre todos ellos, que antaño fueron selfies de fiesta en Facebook que cumplían exactamente la misma función.

Sigue a Ana Iris en @anairissimon.

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