Testimonios de trabajadores en casinos de la frontera
Foto por Jorge Damián Méndez Lozano.

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Testimonios

Testimonios de trabajadores en casinos de la frontera

"Una mujer me alcanzó en el estacionamiento y me ofreció sexo oral por 400 pesos".

Baja California es el estado con más casinos en México. 44 establecimientos concentrados en su mayoría en dos de los cinco municipios del estado: Tijuana (19) y Mexicali (14). Esto no es de extrañar si tomamos en cuenta que en los albores del siglo XX esta región fronteriza creció y se desarrollo económicamente a causa de su situación limítrofe con el estado de California. Durante la instauración de la Ley Volsted en Estados Unidos ― popularmente conocida como Ley Seca, vigente de 1920 a 1933―, Tijuana y Mexicali se encargaron de divertir ―en cabarets, fumaderos de opio y salones de juego y alcohol― a los ciudadanos y círculos sociales y artísticos de San Diego, Los Ángeles y Hollywood.

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Un emblema de lo anterior fue el bar y casino, The Owl Bar, en la ciudad de Mexicali ―actualmente ahí opera la cadena Caliente Casino a 50 metros de la frontera― el cual era frecuentado por el legendario traficante de licor, Alfonso Al Capone, ya que desde ahí operaba su negocio ilícito en Estados Unidos.

Un siglo después de que iniciaron operaciones los primeros salones de juego y apuestas en esta región fronteriza, nos dimos a la tarea de visitar algunos de los principales casinos ―Diamond, Winpot, Golden Lion y Caliente Casino― de ambas ciudades para conocer en voz de sus empleados algunas anécdotas que por su singularidad y rareza merecen ser compartidas. Por temor a ser despedidos por revelar datos que pudieran considerarse sensibles los trabajadores pidieron omitir su nombre.

Señor Huang

He trabajado en varios casinos y puedo decir que por la noche una clientela típica es la de los asiáticos propietarios de restaurantes de comida china; también es típico que gasten fuertes cantidades de dinero y fumen tabaco como si no hubiera un mañana. Enfrente, cruzando la calle del casino, hay un restaurante de comida cantonesa. Casi todas las noches viene a jugar el propietario junto a tres meseros mexicanos. A cada uno le da 500 pesos para que juegue en las máquinas tragamonedas. Hasta aquí uno pensaría que es un buen patrón el señor Huang. El asunto es que lo que gana es para él, pero lo que sus empleados ganen jugando también es para él. Solamente los pone a maquilar su suerte. Yo me encargo de caminar por los pasillos recargando tarjetas electrónicas para jugar en las máquinas y todo lo veo. Hace una semana uno de los meseros mexicanos ganó 5,000 pesos. Se emocionó mucho aunque debió darle todo el dinero al señor Huang; su paga fueron unas cervezas. A mí esa misma noche el señor Huang me arrojó restos de café en la cara porque aunque ganó a través de su empleado, él perdió dinero. Como yo me había encargado de recargar su tarjeta para que jugara en las máquinas, alegaba que lo feo de mi rostro le había dado mala suerte.

Superstición

Cuando comencé a trabajar aquí supe que no lo había mirado todo. Hablo de los actos de superstición de los clientes. Algunos, por ejemplo, no permiten que el mismo empleado les recargue su tarjeta electrónica para jugar más de dos veces seguidas con el pretexto de que se "salan" ―se llenan de mala suerte―. Otros tienen el ritual de semi-introducir la tarjeta de recarga en la terminal dos veces y hasta en la tercera lo hacen totalmente; hacer esto, se supone, les da buenos resultados. Unos más cargan consigo objetos de la suerte como monedas chinas, figuras de santos católicos, tréboles de cuatro hojas, ranitas de plata, muñequitos Troll y escapularios de San Judas Tadeo. Hay un cliente frecuente, profesor de educación física en secundaria, que le da besos a la máquina tragamonedas, le dice hermosa, se persigna frente ante ella y coloca una estampita de la Virgen María junto a la pantalla para que lo proteja de la derrota.

Otro cliente muy supersticioso es una obrera que trabaja en una fábrica de partes para avión. Ella siempre carga en su bolso una botellita de agua del garrafón que le bendice un sacerdote que es su vecino. Antes de comenzar a jugar se lava las manos con el agua bendita y en ocasiones frota el recibo de la luz en la pantalla de la máquina para ganar y poder pagarlo.

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"No voy a calentar la máquina para alguien más"

Con los años he aprendido que los jugadores pueden ser supersticiosos y también agresivos. Está el caso de una clienta a la que hace unos meses se le acabó el dinero para seguir jugando y, como tenía que marcharse para que alguien más ocupara la máquina, enloqueció. Aseguraba estar a punto de ganar. ¿Sabes qué hizo? Se quitó su zapato y le dio varios taconazos a la pantalla hasta que la rompió. "No voy a calentar la máquina para que alguien más gane", dijo enfurecida. La mayoría de los clientes no saben que todo es un capricho del software. Debido a que las máquinas están aseguradas no se le cobró el daño, solamente tiene prohibido regresar.

"Deja mi porquería en paz"

Hay una enfermera jubilada que no deja que limpies su espacio de juego. Le gusta tener dentro del cenicero un caldo hecho de colillas de cigarro, agitadores de bebida y restos de café. "Deja mi porquería en paz", me dijo la primera vez que acudí a limpiarle su desmadre. Como yo era nueva en el trabajo y tenemos prohibido contradecir a los clientes simplemente me aparté. En la siguiente visita también la atendí. Esta vez a su caldo de porquería se le habían unido dos huesos de pollo; un platillo que no vendemos, aquí todo es deshuesado. No quise quedarme con la duda de lo que pasaba y la vigilé. Todo se resolvió cuando vi que de su bolso de mano extraía una bolsa Ziploc con varios huesos. Cada que realizaba una jugada importante chupaba un hueso con restos de carne. "Me da suerte, es una manía", me explicó cuando me gané su confianza. A pesar de que los clientes no pueden entrar al casino con bebidas o alimentos, no hay nada dicho acerca de un hueso que más que alimento es una especie de amuleto.

Ladrones

Algunos clientes se enojan cuando pierden dinero y quieren vengarse del casino. Si son mujeres se roban todo el papel sanitario que puede meterse en las bolsas de su chamarra y tapan la taza con toallas para secarse las manos. En el área del comedor se roban las servilletas, los saleros, los pimenteros y de paso los sobres de azúcar y crema para el café. Los hombres hurtan otro tipo de cosas: focos, ceniceros, las pertenencias de los ancianos que se quedan dormidos ―lentes, celulares, bastones―, vasos de cristal, asientos de papel para el inodoro y hasta arrancan los percheros de las puertas en donde cuelgas tu saco antes de cagar. Y si están borrachos, a nosotras como mujeres, tratan de tomarnos por la cintura o darnos nalgadas. A ese tipo de clientes no se les vuelve a permitir la entrada; tampoco a los que se meten a coger a los cubículos de los sanitarios. El mes pasado a una señora de aproximadamente 60 años, que había quedado en banca rota y pedía dinero a los clientes, se le exigió que se retirara. Un guardia de seguridad la escoltó a la salida, pero cuando casi llegaban al final el guardia se distrajo y la señora continuó sola su camino. Y se vengó. Lo supimos al revisar los videos. Antes de perderse en la noche se llevó consigo tres litros de gel antibacterial, un contador manual de personas, un detector de metales y una lata de Coca Cola que estaban junto a la máquina de rayos X donde se revisan las pertenencias de los jugadores. Al guardia de seguridad lo despidieron por inepto.

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"Ánimas sin descanso"

Hace unos meses salí de mi jornada nocturna y me dirigí a mi auto. Una mujer me alcanzó en el estacionamiento y me ofreció sexo oral por 400 pesos. Supuse que era la clásica jugadora capaz de todo, hasta de marcar por teléfono a su familia para que acuda en su auxilio con dinero en efectivo para seguir apostando, y perdiendo. No miento. A mí me han tratado de vender un anillo de matrimonio, un reloj de buzo, una loción Hugo Boss, las placas de un auto, una motocicleta y un trailero me quiso empeñar su permiso de trabajo en Estados Unidos. Hace tres años trabajo en este casino y conozco a casi toda la clientela, pero a otros no y por lo tanto desconozco sus mañas.

La señora no estaba culera y le contesté que nos fuéramos a unas calles del casino en donde me hizo sexo oral. Al otro día llegué al casino y en la sala de empleados estaba una fotografía pegada en la pared con el rostro de la señora. Un compañero me explicó que la imagen pertenecía a la esposa de un hombre. Un hombre que estaba visitando los casinos de la ciudad para pedir al personal que le prohibieran jugar a su mujer ya que padecía de un trastorno de ludopatía. Había vendido el auto de su hijo, empeñado las escrituras de la casa y gastado 40 mil pesos en máquinas de juego en sólo dos noches. "No creo que sea broma; el señor realmente se veía afectado", me dijo mi compañero. Solamente pude escuchar un silbido dentro de mi cabeza. Imaginé que me volvía parte de una película en donde los protagonistas eran las almas en pena de jugadores en busca de dinero en efectivo. "Es como si la Llorona del mundo de los casinos me hubiera dado la mejor mamada de mi vida", pensé.

Muerte y derrota

Trabajo en este casino desde hace diez años. Aquí se juega en las máquinas tragamonedas y se puede apostar en deportes, carreras de caballos y perros galgos. Como te puedes dar cuenta la frontera con Caléxico, California, está a 50 metros. Hay un cliente que le gusta apostar a las carreras y cuando no puede cruzar a México por estar trabajando me habla por teléfono para que me acerque a la línea fronteriza. Cuando llego me da dinero a través del cerco para que lo apueste. Hace unos meses visitó el casino y apostó en una carrera de galgos. Cuando el animal casi llegaba a la meta se detuvo. Dicen que eso pasa cuando miran a un ratón en el piso. El tipo estaba borracho y los ojos se le humedecieron. Puso su cabeza sobre la mesa y creo que lloró. Había perdido 100 dólares. Esa vez había acudido con unos de sus amigos que como muchos de los clientes de este casino es adicto a la heroína y más que jugar sólo viene a perder el tiempo con unos cuantos pesos. Todo transcurría con normalidad cuando de pronto uno de los guardias de seguridad corrió a los sanitarios. Fui a ver qué pasaba. Como si fuera un médico, el guardia inyectaba agua con sal en el brazo del amigo del perdedor que estaba sentado y desmayado sobre la taza del baño. Se le habían pasado las cucharadas ―sobredosis de heroína―. El guardia de seguridad, que alguna vez usó chiva ―heroína―, sabía qué hacer.

Pasaron 40 minutos. El jugador perdedor me dio diez dólares de propina y me aviso que al otro día me marcaría temprano para que me acercara a la línea fronteriza a recoger 200 dólares que apostaría a uno de sus caballos favoritos que competiría desde un hipódromo en Australia. Los dos amigos se marcharon. Uno cruzó la frontera a Estados Unidos con la derrota en la espalda. El otro permaneció en México con la muerte en el rostro. A diferencia del galgo perdedor, ninguno de los dos se ha detenido.