Internet: el código es tan sexista como nosotros
Ilustración por Valeria Álvarez Mendoza

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Internet: el código es tan sexista como nosotros

Porque la vida digital no es tan distinta de la offline.

Abro Google. En la caja vacía escribo “por qué las mujeres”… y el algoritmo del oráculo completa la frase: Por qué las mujeres… gimen. Por qué las mujeres… pierden el apetito sexual. Por qué las mujeres… se mojan… llegan tarde… aman a los pendejos… son celosas.

Segundo intento. Escribo: “mujeres negras”. Enter. Los primeros resultados son videos de Youtube: Mujer negra hermosa. Diosa de chocolate.

¿Por qué aparece esto primero? ¿Por qué Google me ofrece estos clichés y estereotipos sobre las mujeres? No son preguntas triviales, si tomamos en cuenta que en la actualidad Google es sinónimo de conocimiento. ¿Será que así se escribió el código? ¿O son los clics lo que lo determina? Quién sabe. Las fórmulas que determinan estos resultados son secretas e invisibles.

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Como usuarias, solo vemos la punta del iceberg: la interfaz aplicaciones y plataformas como Facebook, a Google, Twitter o Whats App. Pero lo verdaderamente importante son los cables y reuniones, los servidores y protocolos, la arquitectura, el diseño, el código. La infraestructura invisible, como las tuberías de una casa que nunca notamos sino hasta que se rompen.

El modo en que se programan las plataformas a través de las cuales nos conectamos determinan nuestra experiencia del espacio digital. En México al menos nueve millones de mujeres han sufrido alguna forma de violencia en línea, según datos oficiales citados en el informe más reciente del colectivo Luchadoras. Más allá de los actos concretos de un individuo haca otro, la verdad es que la tecnología no es neutral; ha sido creada por personas y en esa medida, refleja los valores de sus creadores. Internet, como la calle, es un espacio político.

Lo que pasa en línea no está disociado de la realidad offline: es un continuo. Repasemos: el género es el sistema que asigna ciertos roles, comportamientos, actividades, espacios, atributos, colores de ropa y temas de conversación considerados como apropiados para “hombres” y “mujeres.” Estos viejos estereotipos no solo se replican en internet, peor aún: se amplifican.

Video de la ONG Versus sobre los tuits, amenazas e insultos que reciben las comentaristas de deportes en México.

Nuestros cuerpos también son digitales. ¿Cómo podemos concebir la autonomía corporal que se traduzca a herramientas libres e igualitarias para conectarnos? Plataformas como Twitter o Facebook proponen “bloquear” a los agresores pero es una medida de diseño a corto plazo, de contención, que no implica soluciones estructurales como la dificultad de dar con la identidad real de los agresores sin poner en riesgo otros derechos como la privacidad y la libertad de expresión.

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Otro ejemplo es la respuesta social y estatal cuando se difunden imágenes íntimas de mujeres (la mal llamada “pornovenganza”). Se hacen campañas en contra del “sexting” que refuerzan discursos de la masculinidad hegemónica en lugar de educar sobre el ejercicio de la sexualidad digital de forma segura y consensual. Los mismo argumentos que culpabilizan a la víctima en casos de acoso offline se usan contra estas mujeres: se lo merecen por putas y mal portadas.

¿Qué podemos hacer? Además de crear conciencia sobre nuestra privacidad y seguridad, algunos colectivos feministas han propuesto desde la exposición pública de los acosadores hasta hasta la creación de redes de apoyo y la lucha por cambiar términos y condiciones en las plataformas de internet. Sin embargo, problema estructural requiere estrategias estructurales, no solo reactivas: un internet feminista desde su diseño y programación. Podemos ser más que meras consumidoras de tecnología, y mucho más que los productos de intercambio dentro de las mismas. Podemos entender internet como un espacio público y político transformador. Crear y experimentar con tecnología utilizando herramientas y plataformas de fuente abierta, que se opongan a la lógica privada que el poder económico impone hoy.

Un primer paso para lograr esto es solucionar una desigualdad básica: la de quién escribe el código. Aunque la primera persona en programar una computadora fue Ada Lovelace en 1842 y hasta hace algunas décadas, la programación se fue transformando en una actividad “masculina” conforme fue ganando prestigio… y poder económico. En México, por ejemplo, solo el 10% de las personas que estudian una carrera relacionada con ingeniería o computación son mujeres. Y sin embargo, algunos estudios sugieren que las mujeres son mejores escribiendo código que los hombres, siempre y cuando no se sepa el género de quien lo hizo.

Colectivos en México, Brasil y Argentina como Kéfir y Vedetas experimentan y cuestionan los códigos y diseños de internet montando sus propios servidores, haciendo sus propias aplicaciones, creando redes, administrando nodos que den conexiones seguras, aprendiendo y enseñando de forma distinta: ¿Pueden un diseño y una lógica distintas crear espacios digitales sin violencia? ¿Qué pasa si modificamos de raíz la noción de género sobre la creación de tecnología? ¿Qué cambio generaríamos a nivel colectivo si somos más que útiles de consumo al servicio de empresas privadas? ¿Si nos metemos en el diseño de la red hasta huesos?

Suena utópico y lejano, pero ¿no lo fue también la idea de Internet en sus inicios? Sí es posible imaginar un mundo y un internet distintos, igualitarios. Una red en la que la privacidad y el total control de nuestros datos sean un principio fundamental para construir espacios digitales seguros para todos. Una red tejida bajo los principios de autonomía que deberían también aplicar para nuestros cuerpos: nuestras reglas, nuestros dominios, nuestra libertad.