Ilustración de Gustave Biscarra

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El perfil de otro pibe con privilegios

En VICE hacemos la descripción de los hombres blancos que hacen lo que quieren porque pueden. El caso de un abusador que pidió por su madre cuando se lo llevaban a la comisaría

Artículo publicado por VICE Argentina

Rodrigo Eguillor, mediáticamente conocido en Argentina como el “hijo de la fiscal”, fue denunciado por abuso sexual tras violentar e impedir la salida de una mujer de un departamento en el barrio porteño de San Telmo. El joven de 24 años hizo un descargo en un video de Instagram, denigrando a sus denunciantes y asegurando su inocencia. Horas después, la policía en el aeropuerto de Ezeiza le impidió salir del país. Sin embargo, continúa sosteniendo sus argumentos. Las pruebas abundan: ¿por qué Rodrigo Eguillor se sigue defendiendo? ¿cómo es el pacto social que protege a los varones violentos de la clase alta?

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Lo miro atónita porque se parece a muchos vecinos de mi barrio. Habla del principio de presunción de inocencia: “soy inocente hasta que se demuestre lo contrario”. En su vivo de Instagram se peina frenéticamente el flequillo con la mano. Dice que pesa 97 kilos, pero es puro músculo. Los chicos más cool de los “countries” —los barrios cerrados ubicados, en su mayoría, en el conurbano de Buenos Aires—, son todos bien fornidos.

Está fumando marihuana y las comisuras de sus labios se quiebran hacia abajo en una sonrisa de complicidad consigo mismo. Explica que con esa baby face, él no necesita “violarse” a ninguna mujer. Qué él se coge ahora a una mujer por semana, pero que este año se cogió a millones. Y ni hablar de las que se chapó, el término en jerga que refiere a besarse casualmente. Rodrigo Eguillor es un varón de clase alta de un barrio exclusivo en Canning (sudoeste de Buenos Aires), y cree que puede hacer lo que él quiera. Y él, agente de todas las generosidades de sus privilegios, por ello, hace. Porque a él nadie le puede hacer nada.

Año 2008. Tengo 15 años y dos chicos de 16 del colegio más costoso de Capital Federal nos buscan a mí y a tres amigas por una esquina elegante del barrio de Belgrano. “Vamos a una fiesta en una quinta”, nos explican. Manejan decenas de kilómetros hasta que llegamos a un country y allí, a una casa con las luces apagadas. Uno de ellos saca las llaves y entramos. Una mansión. Vodka y jugo, nosotras iniciándonos en el tabaco, proponen que hagamos un strip tease. No lo hacemos, nos da demasiada vergüenza. Pero seguimos tomando.

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Esa noche terminamos llorando tres de nosotras: yo estaba desesperada porque no nos decían en dónde estábamos y no sabía cómo podíamos volver, la segunda lloraba porque estaba muy borracha y uno de ellos le había roto el corazón y la tercera, descubrí muchos años después —demasiados años después—, porque había despertado de una borrachera en una cama con uno de ellos al lado sin saber qué había sucedido. Lloramos tan fuerte que la fiesta se terminó y nos llevaron, finalmente, de vuelta a Belgrano.

Tantos años después conversamos honestamente con mis amigas. ¿Cómo pueden habernos llevado tan lejos adolescentes de 16 en un auto? ¿Cómo puede haberse propasado tanto uno de ellos bajo nuestras propias narices? “Porque podían”, resolvemos. Y porque hasta donde sabíamos, nosotras no teníamos opción.

No es sólo su madre —Paula Martínez Castro, fiscal de ejecución penal— la que protege a Eguillor de la condena judicial y social. En Argentina, los varones como él son criados con la certeza de que siempre podrán tenerlo todo: son los CEOs de las empresas poderosas, los dueños de las propiedades más costosas, agentes de las vacaciones más lujosas, funcionarios de los cargos más altos de gobierno. La meritocracia también tiene un techo de cristal, un límite explícito: como explica el mismo imputado, “siempre fui un pibe de bien”. Y “pibe de bien” no se hace, se nace.

En el país en el que nadie es responsable por la muerte de Lucía Pérez —la joven de 16 años asesinada en Mar del Plata, en cuya causa fueron absueltos los tres imputados inicialmente por suministrarle drogas, abusar sexualmente de ella y culminar con su femicidio—, los varones como Eguillor gozan de una impunidad VIP. No es sólo el sistema judicial el aparato que se la provee, sino una sociedad entera que los enaltece. El varón blanco, heterosexual, poderoso, born and raised en cuna de oro, está blindado socialmente.

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No es sólo su género. Es también su clase. Es sobre todo su clase.

Año 2013. En la puerta de mi casa de Olivos (barrio de zona norte, de alto poder adquisitivo), se agarran a trompadas dos bandas de jugadores de rugby. A uno de ellos lo golpean tanto que tiene pérdida de masa encefálica y termina internado, al borde de la muerte. Mediante arreglos con la justicia local, para preservar a los culpables procesan a mi vecino, Germán, que es de una familia de la villa de Pelliza que heredó una casa en el centro de Olivos. Germán es pobre, tiene 17 años y trabaja en un Mc Donald’s mientras termina la escuela. Esa noche estaba en Villa Adelina, otro barrio, visitando su abuela. Pero eso no importa. Nada de eso importa: a pesar de las pruebas de que no estaba ni en la zona de los hechos, a Germán lo procesan, y se va un año a esconderse al sur de la provincia. Deja a su familia, la escuela y el trabajo. La pesadilla culmina recién dos años después, con su absolución.

“Me pueden hacer millones de causas y voy a estar tranquilo acá en mi casa, si quieren vengan”, arenga Rodrigo Eguillor mientras fuma un porro en un vivo de Instagram, provocativo. El 15 de noviembre, se encontró con una mujer en un departamento de San Telmo. De acuerdo a la denuncia que ella realizó, él abusó de ella y se negó a usar preservativo, para luego retenerla en el departamento e impedirle su salida. Lo que sucedió luego ya es viral: forcejearon en el balcón por el cual ella intentaba escapar, y a la fuerza la hizo entrar de nuevo al departamento.

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A la denuncia judicial le siguieron testimonios de decenas de mujeres que vivieron situaciones de acoso o maltrato por parte de él. “Me mandaba mensajes, le dije que no, me insultó”, “por todos lados me habló”, “me mandaba fotos de su pija”, “no me paraba de decir cosas zarpadas cuando tenía 16 años”, “me dijo que era una negra nefasta por haberme ido”. Él mismo hace explícita su misoginia: mientras denigra en su video a la mujer que lo denunció, hace alusiones a su cuerpo. “Tenía buen orto”, dice y ríe, mientras describe aquella noche.

La tarde en la que su descargo por video se hizo viral, a Rodrigo Eguillor lo demoraron en Ezeiza cuando estaba por tomar un avión a Europa. Porque los pibes de bien hacen eso también: irse unos días a Europa, hasta que se pase el lío. Pero restringieron su salida del país. “¡Llamen a mi vieja!”, exclamó, pareciendo una parodia de sí mismo. Pero no. Pedía de verdad que llamen a su madre para sacarlo de esa situación.

¿Por qué, a pesar de la mediatización de su caso, se sigue defendiendo?

Porque está convencido de que es impune, y no se equivoca tanto: porta aquella misma impunidad con la que un adolescente menor de edad arranca un auto, con la que le dan esa trompada que remata al rugbier, aquella impunidad con la que resolvió que era una buena idea hacer un video fumando marihuana y hablando de la joven que lo denunció por abuso sexual. La impunidad con la que acusan falsamente a un pibe pobre para zafar al hijo idiota. Esa impunidad con la que dice que se las coge. No es ni sólo su mamá, ni sólo la justicia. Rodrigo Eguillor está protegido por la sociedad entera: el pacto social que reproduce las complicidades con las que tejen su status los varones poderosos. Él es la regla, y no la excepción.

Hasta que se demuestre lo contrario, por lo menos.

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