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COLOMBIA

Adiós al cocoloco en San Andrés: ahora hay una multa por servir cocteles en cocos

Lo inimaginable pasó: se están acabando los cocos de la isla.

La postal del paraíso tropical soñado es idéntica en la imaginación de todos los humanos del planeta: una playa de arena blanquísima, aguas transparentes, palmeras distribuidas de forma homogénea para no saturar el panorama, en donde una persona (una mujer bronceada o un hombre con sólidos pectorales, gafas de sol sobre la cabeza) sorbe un coctel de un pitillo espiralado que desemboca en un coco abierto.

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La clave es el coco. Ese exótico fruto que es la metáfora misma de las vacaciones, la médula del resort caribeño, es el ingrediente que dota de color la escena. El coco abierto de un machetazo contundente por algún isleño; el coco lleno de agua casi salada, ron o vodka; el coco con una sombrillita de madera que evoca algún remoto bungaló antillano. Sí, el coco es la base de la fantasía caribeña.

Pues bien, llegó el momento de despedirnos de ella: en San Andrés y sus islas ese coco ya no va más. A través de una ordenanza, firmada el 14 de julio por la Asamblea Departamental de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, se dictó que el coco no podrá ser usado "como envase para servir bebidas y cocteles y en el uso de cualquier presentación que subutilice el fruto".

La razón: evitar el desabastecimiento de coco en la isla y, según se lee en la ordenanza, "garantizar la facilidad de las prácticas gastronómicas tradicionales en el Departamento". En otras palabras —y si entendimos bien la premisa— no quieren que ningún cachaco ni ningún gringo les quite los cocos con los que han formado su identidad gastronómica.

Y aferrarse a ellos va a salir caro. Las personas que lo incumplan, los cocoteros y bartenders que sigan sirviendo trago en cocos y no en vasos desechables de plástico —o de icopor o ¿de vidrio?—, tendrán que pagar cinco salarios mínimos mensuales vigentes. Es decir, algo así como 3.600.000 pesos. Y esa platica iría a la "tecnificación de la producción de coco" en la isla.

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O sea, adiós al coco decorativo de recepción de hotel, al coquito para tomar limonada, al coco bañado en piña colada, al abierto relleno de una homogénea mezcla de vodka, tequila, ron blanco y zumo de limón. Así es: adiós al cocoloco sanandresano.

Si le creemos a la Asamblea que emitió la ordenanza y realmente está acabándose el coco en las islas, somos unos cerdos. Somos una horda de consumidores caprichosos que, aún sin comernos el contenido, añoramos tener un coctel servido en un coco que luego se va a botar a la basura. Labramos nuestra utopía vacacional sobre el gran mito de la abundancia capitalista, de que todo está ahí, disponible siempre para nosotros: el coco alicorado, los mariscos, la playa limpia. Pero ya vemos las consecuencias.

Sin embargo, a esta medida habría que acompañarla con todo un plan de impacto a las poblaciones que viven de este comercio y que, como revela este artículo de El Espectador, están descontentos con la medida.

En el más ideal de los escenarios, las autoridades le quitaron una pata al sueño tropical para ponérsela a otro sueño, mucho más concreto: que a los isleños no se les acaben sus propios frutos. Y, bueno, no es tan grave tomarse el cocoloco en cualquier otro envase. Tampoco sería un crimen si lo tomamos directamente de las botellas. Lo que sí es claro es que, si seguimos así, nos tocaría tomar el mismo coctel en la misma playa nívea, arrullados por el sonido de las olas y un montón de palmeras desnudas, sin un solo coco del que podamos beber.