ilustración por Kitron Neuschatz​
ilustración por Kitron Neuschatz

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El número de Poder y Privilegio

Soy maestra y la falta de apoyo al sistema educativo me hizo mudarme a otro país

"Déficit presupuestario. No hay suministros. No hay nuevos libros de texto. El tamaño de las clases aumentó", son algunos de los problemas que afectan la educación moderna.

Artículo publicado originalmente en el número Poder y Privilegio de la Revista VICE México.

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Era 2009 y estaba lista para salir y cambiar el mundo.

Tras años de estudiar las mejores prácticas y las pedagogías más efectivas, pasé el verano realizando entrevistas para trabajos en el sector educativo del sistema de escuelas públicas de mi natal Oklahoma. Pero no había puestos disponibles para alguien sin experiencia, como yo, en aquel entonces una joven de 22 años recién egresada de la universidad. Finalmente, meses más tarde, entré a mi primer empleo como maestra: enseñar inglés de noveno grado en una escuela de los suburbios donde más de un tercio de los estudiantes recibían almuerzo gratuito o de apoyo. Un mes después del inicio del año escolar, debido al hacinamiento, estos estudiantes fueron sacados de sus clases de inglés al azar y los colocaron en mi “clase”, que era realmente un carrito que llevaba a diferentes aulas cada hora porque no quedaba ninguna disponible en el colegio.

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Desde el inicio me prepararon para fracasar como educadora, un sentimiento que muchos de mis estudiantes comparten hoy en día sobre la calidad de la educación que reciben en nuestras escuelas públicas. Solo unos días después de asistir a ese primer trabajo como maestra hace casi diez años, estuve en una reunión que ahora puedo recitar de memoria después de tantos años de escucharla varias veces: Déficit presupuestario. No hay suministros. No hay nuevos libros de texto. El tamaño de las clases aumentó.

De esta manera, los legisladores que controlan los fondos de nuestras escuelas nos están llevando a un entorno en el que solo los estudiantes acomodados que pueden mudarse para asistir a escuelas “mejores” o pagar clases particulares externas pueden tener éxito. Es particularmente cierto si nos fijamos en que todo tiene que ver con los resultados de los exámenes estandarizados, y más aún, en la falta de inversión general en el gasto por alumno en el estado. Según la Asociación de Juntas Escolares del Estado de Oklahoma, en comparación con un promedio de 9,744 dólares en los estados vecinos, Oklahoma gastó 8,075 por estudiante en 2015.

El sentimiento es generalizado: a los estudiantes de todo el país se les envía el mensaje de que simplemente no vale la pena invertir en su educación.

Mientras tanto, sigue aumentando el número de estudiantes por clase. He visto maestros a quienes les piden impartir clases a 30 o más alumnos, o dar clase durante la hora de planificación prescrita y participar en actividades extracurriculares con poca o ninguna compensación adicional. Al mismo tiempo, la falta de apoyo parental y administrativo ha hecho que sea casi imposible lidiar con esas cifras. Cuando surgen problemas de disciplina debido al hacinamiento, hay padres listos para refutar las decisiones de los maestros en todo momento. Si los padres se quejan, es mejor que el maestro tenga amplia documentación, pero incluso así, sea como sea, la culpa sigue recayendo en el instructor.

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Menos dinero, menos apoyo, menos recursos, más responsabilidades: ¿acaso suena como el tipo de carrera que tiene a los egresados universitarios haciendo fila en la puerta? Durante la mayor parte de la década pasada, he visto a incontables educadores de gran nivel, frustrados por la falta general de respeto hacia los maestros en todo el país, abandonar el estado de Oklahoma o la docencia por completo, solo para ser reemplazados por instructores menos experimentados y sin capacitación.

Además de clases cada vez de mayor tamaño y suministros cada vez más escasos, muchos estudiantes carecen del apoyo institucional necesario para navegar uno de los momentos más confusos de sus vidas. El tiempo de los consejeros apenas alcanza para la realización de pruebas y tareas administrativas, cuando podrían dedicarlo a atender la salud mental de los alumnos y aconsejarlos sobre la universidad y las carreras cuando más lo necesitan. Si nuestros estudiantes tuvieran el apoyo y los recursos adecuados, en lugar de obligarlos a atestar las aulas que ya están llenas, y a pensar que la única forma de lograrlo es un plan universitario único, entonces realmente podríamos prepararlos para sus futuros individuales. De hecho, podríamos prepararlos para el éxito.

Sin embargo, el peor crimen contra la educación pública ha sido el reemplazo calculado de una instrucción útil y significativa con exámenes estandarizados repetitivos y hechos para obtener ganancias.

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En la actualidad, los maestros dedican gran parte de su tiempo de clase a preparar a los alumnos para alcanzar objetivos educativos obligatorios (y en gran medida no financiados) y aplicar exámenes de alto nivel al final del año. La presión ejercida sobre los educadores para alcanzar una cierta tasa de aprobación en estos exámenes es irreal. El año en que enseñé el décimo grado, un grado de evaluación, por ejemplo, tuve estudiantes que leían muy por debajo del nivel de su grado y apenas podían escribir una oración. No solo me preocupaba que mi sustento dependiera de qué tan bien lograran desempeñarse bajo las circunstancias, sino que los estudiantes estaban profundamente ansiosos porque sus futuros también dependían de la calificación de una única prueba que estaba años por encima de sus capacidades. Los estudiantes lloraban y tenían el estómago revuelto por el estrés.

Rompemos el espíritu de nuestros hijos, sofocamos su amor por el aprendizaje y mutilamos su confianza cuando enviamos el mensaje nocivo de que el futuro valor de su méritos depende de los exámenes estandarizados, que están diseñados, por supuesto, por una empresa de evaluación que se beneficia de un sistema escolar público en deterioro.

No tenía idea de que no vería un aumento sustancial en nueve años o de que tendría que tomar trabajos adicionales para pagar los préstamos estudiantiles. No tenía idea de que para continuar con la carrera que amo tendría que rechazar oportunidades para mis propios hijos, como darles cuidado infantil de calidad o inscribirlos en actividades extracurriculares.

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Los jóvenes, a su vez, se sienten cada vez más frustrados cuando se gradúan, cuando de repente deben tomar decisiones sobre asistir a la universidad, obtener préstamos estudiantiles y administrar un presupuesto, a pesar de que reciben muy poca orientación de las escuelas secundarias encargadas de prepararlos para la edad adulta. Hace poco le pregunté a algunos de mis antiguos alumnos se sentían que la escuela los estaba preparando para su futuro, y abrumadoramente respondieron que no. El sentimiento es generalizado: a los estudiantes de todo el país se les envía el mensaje de que simplemente no vale la pena invertir en su educación. Observan cómo los padres, administradores y legisladores maltratan a los maestros. De hecho, se les enseña que la persona a cargo de su educación, el maestro a quien ven pidiendo a la comunidad suministros para el aula y luchando por llegar a fin de mes, no es digno de respeto.

Cuando decidí convertirme en profesora, ignoraba el sacrificio financiero que tendría que soportar. No tenía idea de que no vería un aumento sustancial en nueve años o de que tendría que tomar trabajos adicionales para pagar los préstamos estudiantiles. No tenía idea de que para continuar con la carrera que amo tendría que rechazar oportunidades para mis propios hijos, como darles cuidado infantil de calidad o inscribirlos en actividades extracurriculares. Llevo años intentando hacer que el dinero rinda, derramando incontables lágrimas cada mes cuando no quedaba nada después de pagar las facturas.

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He tenido suficiente. Así que he decidido irme.

Mi plan aún es enseñar, solo que ahora he decidido hacerlo en el extranjero. Espero escapar de la opresión que los préstamos estudiantiles y los legisladores negligentes han ejercido tanto en mi vida como en la de esos jóvenes por los que tanto he luchado en el aula de Oklahoma, a medida que la balanza se mueve cada vez menos su favor. Cuando se publicó este número, ya me había mudado a Abu Dhabi, donde daré clases de inglés en una escuela privada muy respetada. No solo recibiré un aumento de 12,000 dólares por lo que he estado haciendo después de casi una década en las escuelas públicas de Oklahoma; también recibiré un apartamento amueblado con los servicios pagados, seguro de salud para toda mi familia, colegiatura pagada para mis hijos y un vuelo anual a casa. Solo con mi nuevo salario, puedo permitirme finalmente pagar mis préstamos estudiantiles y brindarles a mis hijos la educación que merecen. Cuando mi hija pequeña cumpla cuatro años y pueda ingresar a preescolar, lo hará de forma gratuita. Mientras tanto, mi hijo de cinco años, junto con mis nuevos estudiantes, asistirán a clases de entre 25 y 27 niños, algo impensable en algunas escuelas públicas de Oklahoma.

Al reflexionar sobre mi primer trabajo como maestra, me entristece decir que ser profesor en Oklahoma es mucho peor en la actualidad. Los educadores inexpertos con títulos universitarios en mano, como fue mi caso anteriormente, ya no luchan por encontrar trabajo; tienen varias opciones en todo el estado. ¿No tienes certificado de enseñanza? No hay problema: las escuelas te contratarán primero y te capacitarán más tarde solo para poner a un humano capaz en una aula abarrotada. El problema es que esta estrategia solo llena las posiciones abiertas; aún se requieren más instructores para reducir la cantidad de alumnos por clase. No obstante, se agregan más escritorios. La sobrecarga a los maestros activos en el sistema ha hecho que se vayan en masa, y ¿quién puede culparlos? Sin embargo, no todos tienen el lujo de marcharse. Los estudiantes sin los medios financieros para buscar una educación de calidad en otro lugar continuarán quedándose atrás. Estoy lista para salir de nuevo e intentar cambiar el mundo, y aunque me cuesta recordar los nombres de los cientos de estudiantes a través de los años, llevo conmigo us recuerdos y frustraciones.

“La escuela pública no me preparó para mi futuro”, me dijo un exalumno. “Esperaba un mapa, como cuando escoges tus clases cada año. Ahora tengo casi 21 años, no tengo idea de lo que estoy haciendo con mi vida, ni tampoco de lo que quiero hacer. Estoy deprimido y debo demasiado dinero en créditos universitarios que probablemente nunca significarán nada para mí porque dejé la preparatoria con menos conocimiento sobre cómo funciona el futuro que cuando entré”.

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