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Música

Ver o que te vean: ¿Por qué la gente paga por un palco en un concierto?

La gente lleva pagando fortunas por treparse a bailar en los palcos más tiempo de lo que crees.

Ilustración: Sara Pachón.

*Este artículo se publicó originalmente en Thump, nuestro canal de música y cultura electrónica.

Hace un mes estuve en mi primer concierto de EDM, lo que se llama estrictamente EDM. Ese género que desde hace casi cinco años se ha posicionado bien arriba en la industria electrónica y se ha vuelto sinónimo de drops pegándole fuerte en la cara al público, de luces brillantes alumbrando frenéticamente el recinto, del humo de miniteca metiéndose entre el sistema respiratorio, de fuegos pirotécnicos durante y al final del show…

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Y aparte de toda esta parafernalia también pude ser partícipe de nuevos fenómenos que me dejaron pasmada, unos más que otros. Por ejemplo a la entrada, para la gente que había pagado localidad VIP, existía un servicio de acomodación y de puesta de manillas realizado por un trío de enanos enfundados en trajes blancos de satín, que se hacían al lado de un stand de luces azules. No sé si lo que querían era simular ángeles en medio de la fiesta, pero nunca jamás había visto una cosa así en ningún otro evento.

Sin embargo, eso no fue lo más surreal que viví. Mientras esperábamos con el fotógrafo a que el artista principal llegara del hotel al sitio del evento, las personas de logística abrieron de par en par la entrada de vehículos ubicada en el backstage, mientras dos señores de negro, conectados con una red de micrófonos, nos gritaban que desocupáramos inmediatamente el recinto.

Nos hicimos imperceptibles al lado de una valla de seguridad mientras nos enceguecían las farolas de una fila enorme de camionetas blancas y negras, todas blindadas. Al tiempo que dudábamos de la presencia del artista en alguna de esas camionetas, los vehículos se estacionaban organizadamente. De ellos salían escoltas, que rodeaban más o menos a seis tipos y cerca de 20 de las mujeres más despampanantes que he visto en mi vida. En la belleza de todas había variedad: estaban las monas rizadas, las de pelo liso, de pelo negro, rojo, con faldas cortas y sugerentes, con enterizos hasta el piso, con tetas operadas, con tetas chiquitas, con botas, con gargantillas, con escotes… si yo estaba impactada, el fotógrafo no sabía ni para dónde mirar. Las mujeres se bajaron de varias camionetas, acompañando siempre a alguno de los tipos, que muchas veces se veían rodeados hasta de cuatro mujeres mientras se encaminaban hacia las personas de logística. "Vamos hacia los palcos chicas… ¡hacia los palcos!", señalaba con la mano uno de los tipos de las camionetas, el más guapo, agarrando con la otra mano una mona sonriente que caminaba al paso que él marcara.

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Al grupo lo fueron dirigiendo a los palcos que habían comprado para el evento, unos que ya había revisado minuciosamente cuando entré al lugar, y que imaginaba mucho más lujosos y con más servicios para los precios que tenían. En realidad la súper exclusiva localidad consistía de varias tarimas de madera negras que se repartían a lo largo del lugar, separadas entre ellas por unas cuerditas y todas dotadas con uno o dos sofás blancos que no se me hicieron nada del otro mundo. La gente se sentaba en ellos a tomar, o se paraba a bailar apachuchadita al compás de los drops del EDM, mientras brindaban con güisqui sello negro o se mantenían las manos ocupadas con botellas de champaña doradas, mientras iban de un lado a otro.

Si mis ojos no me fallan, podría decir que cerca de un 70% de las personas arriba de los palcos eran mujeres, todas igual de despampanantes a las que vi al comienzo de la velada. Los palcos en total sumaban 40, que se dividían en la categoría A, a un costo total de 5.883.000 pesos, los B a 4.814.000 y los C a 3.744.000. Si hablamos en números, y usando la calculadora, en total estos palcos le significaron al evento casi 198 millones de pesos, plata suficiente para cubrir la cuota que le ofrecieron al artista, o al menos una muy buena parte.

Al ver de cerca los palcos de esa noche y ver la poca visión que ofrecían del artista, los muebles sin gracia repartidos entre ellos, las divisiones de mentira, y el poco contacto que tienen las personas que están allá arriba con el verdadero meollo de la fiesta, no solo reiteré mi decisión de jamás comprar palco para un concierto, sino que no entendía por qué la gente pagaba literalmente millonadas para poder treparse en uno durante algunas horas. Es decir, uno no puede pagar tanta plata solo por estar un poco más cómodo, o mucho menos por lucirse, es estúpido. Porque eso fue lo que vi al grupito de las camionetas hacer de principio a fin del evento: moverse de un palco a otro en gallada, pavoneándose por el concierto con varias mujeres que hacían las veces de trofeos esa noche, sacudiendo en el aire botellas de licor de cientos de miles de pesos con relojes que triplicaban esos precios.

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Esa noche me dio la sensación de que más allá del servicio que presta, o de la ventaja de no estar tan apretujado durante el concierto, el servicio que el palco brindaba era básicamente el status durante este, "mostrar la estampa", como dicen. En este caso específico, digamos, el palco se alzaba por encima del público, elevando literalmente a esta gente por encima del resto. Y aunque la visión estando dentro de los VIP era bien reducida, estos sí eran muy visibles para todos los asistentes, como si a lado y lado de la pista de baile hubiera una feria de exhibición de viejas muy buenas, todas enrumbadísimas.

El tema me quedó sonando en la cabeza muchos días después del concierto. Me preguntaba si esto del palco y de la sección VIP en los clubs era algo heredado de países como Estados Unidos, si era propio de Latinoamérica o si era una invención de autoría netamente colombiana. Porque aunque eran diferentes, sentía que ambas modalidades cumplían con los mismos objetivos: dotar de comodidad, dar ciertos beneficios espaciales y apartar a dos tipos de público dentro del evento.

Todas las suposiciones que tenía acerca del origen de estas localidades estaban equivocadas. Pero mis conjeturas respecto a la relación que veía entre los palcos con una necesidad de exhibición, con una búsqueda de status y ese deseo (al parecer) milenario de validarnos a nosotros mismos por encima de los demás, sí eran correctas.

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En el palco. Mary Cassatt, 1879.

Luego de ponerme a investigar, podría inferir que el concepto de palco nació simultáneamente en varios lugares durante el siglo XVII, como una evolución o una modalidad parecida del bien conocido balcón, espacios en las mismas casas donde se ubicaban los nobles para ver los espectáculos públicos en las ciudades. Una de estas primeras creaciones se puede atribuir al arquitecto italiano Fabricio Carini Motta, quien durante el Renacimiento, introdujo en 1676 el uso de los palcos verticales en los teatros en su manual para la construcción de estos, una costumbre que poco a poco se fue propagando por Europa.

Este nuevo espacio fue incorporado poco a poco en varios teatros alrededor del continente, como el mundialmente emblemático Teatro de San Carlos en Nápoles que para su inauguración, en pleno Barroco de 1737, contaba con más de 180 palcos divididos en seis filas, y un palco más grande diseñado especialmente para la realeza, donde cabían 10 personas juntas.

Simultáneamente bien lejos de allá, en Japón, el teatro Kabuki (una modalidad de teatro tradicional en este país) iba cogiendo cada vez más y más fuerza a pesar de las prohibiciones en su contra que imponía el Gobierno de la época, porque acusaban al Kabuki de ejercer la prostitución. Este teatro pasó entonces de una entretención meramente de pueblo, a una entretención donde confluían todas las esferas sociales, incluidos samuráis y nobles, lo cual ocasionó cambios como un cobro por la entrada y las presentaciones en recintos cerrados. Uno de los cambios fueron los mismos palcos que se estaban implementando en Europa, lugares reservados a las familias más pudientes, las cuales podían alquilarlos por temporadas completas y que gozaban de cierta autonomía e intimidad dentro del teatro para comer, beber, fumar tabaco, opio y finalmente desconectarse del ritmo de vida que manejaban otras clases sociales, como los mercaderes. A diferencia de los clientes de estos palcos, los asistentes más pobres tenían que ver el mismo espectáculo todo de pie.

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Jaime Humberto Borja, historiador especializado en historia colonial, afirma que tanto el balcón como el palco fueron el lugar de prestigio durante el siglo XVII y XVIII, un espacio para la aristocracia. "De ahí viene el término 'alquilar balcón", asegura. "Había gente que cuando estaba jodida de plata alquilaba o vendía el balcón pero no la casa, sobre todo en lugares que daban a plazas públicas". Esa idea de balcón se mantiene en el teatro a través de los palcos, y el concepto sigue evolucionando hasta hoy en día.

Con el tiempo se empezaron a diversificar los usos de los balcones dentro de los espectáculos teatrales y musicales. Por ejemplo, después de la expansión de su uso en Suramérica, se empezaron a usar en países como Argentina los palcos especiales para las viudas, ubicados a los costados del escenario y rodeados de rejas negras para que estas no fueran vistas por el público a diferencia de los viudos, que podían moverse con naturalidad entre el público. Según Wikipedia, se desarrollaron hasta nueve usos de palco, como el escénico, el real, el familiar, el de luto y hasta el palco diseñado para ciegos.

En el siglo XIX la figura del palco se patentó totalmente en las sociedades europeas y empezó a cosechar sus frutos en obras de arte, durante la época del impresionismo. Artistas como Renoir, Cassat y Degas empezaron a recrear este espacio en sus obras, interiorizando el hecho de que los palcos se habían vuelto un punto típico de encuentro y de socialización en la alta alcurnia europea.

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En el Palco. Renoir, 1898.

El significado de ese entonces ha permeado los palcos de hoy en día, en teatros como el Real de Madrid, donde la entrada vale 35 veces menos si uno se hace arriba, con un sonido similar y buenos asientos, a diferencia de abajo, donde la entrada cuesta por bajito 382 euros.

Mirando en nuestras tierras, por ejemplo, el Garden Rave del año pasado ofrecía este tipo de localidad con palcos diamante, platino y oro que oscilaban entre los tres y los cinco millones de pesos, un precio un poco más elevado que el de los palcos confort, platino y ravers del concierto de Steve Aoki que también fue a finales del año pasado. Y moviéndonos un poco del espectro electrónico podemos toparnos con precios mucho más elevados, como el de los palcos en el concierto de Los Tigres del Norte, que va a ser en agosto y pasan de largo los ocho millones de pesos, o el de Marc Anthony en la feria de Manizales de este año, también con precios muy similares.

¿Quiénes son los clientes asiduos de estas localidades? Por ejemplo Fuad Duarte, uno de los promotores que organiza algunos de los eventos de música electrónica que mencioné, dice que los palcos están estrictamente reservados para los socios de los eventos o pertenecientes a marcas patrocinadoras. Sin embargo, si estos están exclusivamente reservados para socios, ¿Por qué salen publicados sus precios como si estuvieran disponibles para todo público?

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Pongámonos un poquito mamertos. Lo primero que podemos reconocer acerca de los palcos es que, al ser espacios, estos dotan a sus clientes de una territorialidad. Jairo Clavijo, profesor de antropología de la Universidad Javeriana, define este concepto como "el sentido de propiedad, exclusividad o dominio que un grupo tiene sobre un espacio". Para Clavijo esta territorialidad es clave dentro de los espacios urbanos, porque ayudan a la definición de símbolos propios y a defender su espacio de 'otros', a los que muchas veces consideran un peligro y una amenaza.

Y esto quiere decir entonces que la territorialidad implica una frontera, un límite, que puede ser tan grande como la frontera mexicana, o tan delgada como las cuerdas que dividían cada palco esa noche, dividiendo a sus integrantes de otros palcos y obviamente del resto del público que estaba, literalmente, debajo de ellos.

Aparte de eso, el concepto de Clavijo también quiere decir que el territorio, visto como lo estamos viendo, deja de ser netamente territorial para volverse algo leído bajo códigos culturales, algo que se vuelve un signo, algo que comunica.

Y algo que definitivamente quiere comunicar un palco es distinción, lo que para Leonardo Montenegro, profesor de Antropología de la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca y Miembro de la ICANH (Instituto Colombiano de Anropología e Historia) tiene que ver paradójicamente con la mímesis, que es el acto de imitar. Para Montenegro las personas imitan, pero no para parecerse entre ellas, sino para crear una singularidad, una diferencia: "lo que buscamos a través del acto mimético es tomar elementos con los cuales podamos construir nuestra identidad frente a otro diferente, en lo que participa una participación individual del tiempo y del espacio, fundamental para la creación de identidad, que aparece en la fiesta", referencia Montenegro.

El autor aplica esta dinámica mimética para todos los llamados ravers, un término que él ya acuñaba dentro de la juventud bogotana por allá en 2003. Sin embargo, no aplicaba este mismo proceso para lo que él llama dentro de sus textos "tecnomafiosos" y las "tecnolobas", "personas que también suelen aparecer en la escena rave y que son considerados 'posibles mafiosos' dentro de la escena techno, ya que en ellos encontramos una estética diferente". Aparte de vestirse diferente a los ravers (el autor especifica: minifaldas, tops y escotes en el caso de las mujeres, camisas abiertas, chaquetas de cuero y pelo corto en el caso de los hombres), para Montenegro los tecnomafiosos y las tecnolobas se distinguen porque bailan diferente y se comportan diferente: van de arriba abajo en camionetas cuatro puertas de vidrios oscuros y portan armas, según la investigación del autor.

13 años después, pude identificar algunos de estos elementos en la gente de aquella noche que describí al principio (una que fue con Steve Angello): las camionetas, los vidrios oscuros y algunas pintas en hombres y mujeres se ceñían perfectamente a la descripción de Montenegro. Y ni de riesgo llamaría a estos grupitos tecnomafiosos o tecnolobas por lo segregativo de los nombres, pero sí pude identificar en ellos una estética de la ostentación, que acá en Colombia aprendimos a relacionar, muchas veces equivocadamente, con esa estética narco.

¿Y de qué se trata este concepto? El ensayista y periodista Omar Rincón se refirió en 2009 al respecto, concluyendo que "lo narco es una estética, pero una forma de pensar, pero una ética del triunfo rápido, pero un gusto excesivo, pero una cultura de ostentación". Y esa ostentación residía en "la afirmación pública que para qué se es rico si no es para lucirlo y exhibirlo". Para Rincón, el método que hacía posible esta cultura era solo uno: "tener billete, armas, mujeres con silicona, música estridente, vestuario llamativo, vivienda expresiva, visaje en autos y objetos. Ah… ¡y moral católica!", remata Rincón.

Con todo lo anterior no estoy haciendo señalamientos, ni mucho menos, solo estoy haciendo la lectura de los palcos en un concierto colombiano como algo más que una demarcación espacial. Es cierto que como localidad los palcos ofrecen privacidad, mayor espacio, comodidad para su público, bebidas e incluso botellas de trago fino para quienes están montados en él. Pero como territorio suceden dentro de él dinámicas que lo resignifican y dotan a una población de significado.

Entrar a indagar cuál es específicamente esta población y catalogarla bajo un nombre es muy complicado, y hasta irresponsable. Pero algo de lo que sí puedo estar segura es que, ya sea heredado de las dinámicas que hace siglos atrás tenían diferentes países en sus espectáculos, o introducido por ese imaginario de narco cultura que hemos construido con nuestra historia, muchas veces la gente paga lo que paga por un palco para ser vista, en vez de querer ver.