FYI.

This story is over 5 years old.

Música

Salir de fiesta estando deprimido me jodió la vida

¿Qué haces cuando el bajón nunca termina y el club es tu única escapatoria?

Artículo publicado originalmente en THUMP Alemania.

Todos nos hemos sentido como una mierda alguna vez el día después de salir de fiesta. A veces amanecemos con mal humor y un guayabo bestial, otras veces nos da una profunda sensación de tristeza que algunos denominan "depresión postfiesta". Tus amigos que te quieren te dirán que se te pasará, otros solamente te dirán que no salgas de fiesta y que así evitarás el bajonazo. Pero ¿qué pasa cuando este sentimiento de tristeza perdura? ¿Qué puedes hacer cuando ni siquiera puedes hablar de cómo te sientes porque no hay una razón obvia para que estés así? ¿Cómo funcionan las cosas cuando tienes depresión clínica y encuentras en la fiesta un escape?

Publicidad

La depresión es una enfermedad muy común y la sufren aproximadamente 350 millones de personas alrededor del mundo. En términos clínicos, mi caso se llama distimia. Según Wikipedia, "es un trastorno afectivo de carácter depresivo crónico, caracterizado por la baja autoestima y aparición de un estado de ánimo melancólico, triste y apesadumbrado, pero que no cumple todos los patrones diagnósticos de la depresión". Dado que los síntomas de la distimia son menos intensos que los de la depresión clásica —que se experimenta en unos cuantos episodios—, algunos la padecen por años antes de buscar ayuda y recibir un diagnóstico. Yo fui una de esas personas. Los síntomas de mi condición eran fácilmente atribuibles a varios aspectos de mi personalidad: era supremamente sensible, pesimista y negativo, sentimientos que aparecieron por primera vez durante mi niñez. Mientras los demás niños seguían con sus vidas con facilidad, yo luchaba contra mi trastorno.

Mis amigos nunca fueron de mucha ayuda y los clichés tipo "todo el mundo se siente así algunas veces" sólo me hacían sentir peor. Comencé a exigirme mucho para poder sobrellevar los días. En la universidad, ni siquiera las buenas notas podían satisfacer mi crítico interno.

Finalmente decidí recurrir al alcohol como medio de escape. Sin embargo, a menudo el alcohol me llevaba a la agresión, al colapso nervioso o a llorar por horas. El día después de tomar me moría del remordimiento por el comportamiento de la noche anterior y esto disparaba un nuevo ciclo de desprecio y autocrítica. Al comienzo estudiaba en un pueblo pequeño y luego me cambié a una universidad en Berlín, el epicentro de la cultura de la fiesta.

Publicidad
undefined

Ilustración por Sarah Schmitt

Mi tendencia hacia el escapismo destructivo aumentó vertiginosamente en Berlín. Podía pasar días enteros en un estado alterado de consciencia, esto me hacía sentir mejor. Pronto comencé a consumir drogas. No siempre consumía, pero cuando lo hacía, me sentía más fuerte y positivo. Tal vez sabes a lo que me refiero: no eres tú cuando estás drogado, pero, al mismo tiempo, eres absolutamente tú. Durante estas horas de consumo, mis agobiantes mecanismos mentales parecían apagarse.

Después de mi primera experiencia con MDMA, me di cuenta de que mis procesos mentales volvían con más intensidad que nunca. Mis amigos íntimos lo atribuían a la droga, que la ciencia ha demostrado que reduce los niveles de serotonina. Yo quería creer que en cuestión de días volvería a la normalidad. Lo malo es que, en mi caso, la normalidad significaba estar deprimido. Pese a todo, decidí que era mejor tomar MDMA que alcohol porque el primero me exponía más al peligro.

Empecé a consumir MDMA regularmente y cada que llegaba el lunes ya estaba deseando que fuera viernes de nuevo. Salía de fiesta, me drogaba y me sentía en las nubes por un momento. El día siguiente me entraba una depresión profunda. Experimenté largos periodos en los que no podía salir de la cama. Se puso todo tan mal que empecé a inscribir clases que estaban programadas para el final de la semana. Continué viviendo así porque pensaba que este estado era lo más cerca que podía estar de la felicidad. Una vez, en una pista de baile, una mujer se acercó y me dijo: "¡Te ves tan feliz. Nunca había visto a alguien tan feliz!". Estuvo allí un tiempo observándome, mientras su novio intentaba llevársela, hasta que finalmente se fue con él.

Publicidad

Con el tiempo, los efectos positivos de ir de fiesta empezaron a disminuir y mi estado, a empeorar. Los subidones emocionales venían acompañados de bajones más pronunciados, brotes que me traían a la memoria recuerdos de la infancia que había reprimido. Cada vez me costaba más dejar la fiesta por miedo a enfrentarme al bajón que invariable venía a continuación. Una vez estuve toda la noche de fiesta en el Club de Visionare y luego empalmé en la meca del clubbing hedonístico: Berghain. Los bouncers de allá, que tienen fama de ser los más duros, me dijeron que debía irme a casa, dormir un par de horas y después me dejarían entrar. Me di la vuelta, pero acabé tomando cerveza en un sofá atrás del club. Allí conocí a un indigente que me habló un poco de su vida. Me dijo que extrañaba a su hija, que no la había visto en cinco años. En ese momento, me pregunté cómo podía quejarme de mi situación. Antes de irme, le di diez euros al hombre: la mitad para bebida, la otra mitad para llamar a su hija. Él aceptó la oferta.

Volví al Berghain y esta vez me dejaron pasar. Sin embargo, al cabo de tres horas empecé a sentirme fuera de lugar, enajenado de todo, hasta de mí mismo. Me marché de allí a las tres de la tarde. Caminé hacia la East Side Gallery con lágrimas en los ojos y escuchando un disco de Austra. Me acosté en el pasto y empecé a llorar, rodeado de un montón de gente visiblemente feliz. Alguien me preguntó si podía ayudarme. Yo sacudí la cabeza.

Publicidad
undefined

Ilustración por Sarah Schmitt

En los días que siguieron a aquel episodio, el espiral de autocrítica despiadada empeoró. Aunque era consciente de que necesitaba ayuda, no era capaz de buscarla. Mirando atrás, sé que esta incapacidad es parte de mi enfermedad. Pese a todo, no dejaba de salir de fiesta. Mis amigos me aconsejaron que fuera a terapia y después de semanas tratando de levantar el teléfono, pedí cita con un terapeuta especializado en análisis profundo.

En la primera sesión se hizo evidente que necesitaba tratamiento. Sin embargo, antes tenía que dejar de tomar drogas, legales e ilegales y para eso todavía no estaba preparado. Decidí seguir con lo que había venido haciendo, es decir, buscando algo que sabía que no iba a encontrar en una discoteca. Mis estudios se comenzaron a ver afectados al igual que mi relación del momento. Así tu pareja lo intente, nunca podrá empatizar con este sentimiento. No es tan simple como sentirse triste o alicaído. Lo único que sientes es impotencia absoluta.

Cuando conocí a mi novia en esa época, las cosas mejoraron. Pero estar en una relación no lo puede rescatar todo y esta puede sufrir cada vez más con el paso del tiempo si uno de los dos está padeciendo una depresión que lo consume por completo. No puedes imaginar un futuro en pareja cuando tu propio futuro se ve tan sombrío. Con frecuencia me sentía incomprendido. Desesperado, trataba de explicar que ese era el único estado en que podía estar, que ese era yo. Otros días, los problemas causados por mi estado mental me parecían una carga.

Publicidad

Hice acopio de mis últimas reservas de energía, presionado sobre todo por mi precaria situación económica, y logré terminar la carrera. Al terminar la universidad muchos sienten una especie de vacío, pero yo ya había pasado por ahí. Cuando terminé la tesis empecé a salir más de fiesta, no porque estuviera feliz, sino porque a esas alturas se había convertido en una rutina. Pasaron los meses y mi salud mental seguía empeorando.

undefined

Ilustración por Sarah Schmitt

Hoy, por primera vez, me doy cuenta de que podría haber tenido una vida mejor. Llegué a este descubrimiento gracias a factores externos, como mi novia, quien me dio el teléfono de una línea de ayuda. "No me voy de aquí hasta que hagas esa llamada", me dijo. Cuánta razón tenía. Encontré a un psicólogo y fui diagnosticado, lo cual me supuso un alivio. Para mí significó mucho saber que había algo en mí que me diferenciaba de la gente que a veces se sentía apesadumbrada. Las terapias semanales me ayudaron a encaminar mi búsqueda de la felicidad, incluso cuando las situaciones sociales lo dificultaban.

Sigo saliendo de fiesta, pero sin MDMA ni drogas similares. Pese al optimismo de algunas investigaciones sobre el uso de MDMA y ketamina en la terapia psicológica, los bajones que tiene una persona depresiva después de una noche de fiesta con éxtasis son mucho más difíciles de superar. Por eso creo que los psicólogos tienen mucha razón cuando te aconsejan que no tomes drogas durante la terapia. Y como mi tratamiento va a durar el resto de la vida, debo evitar estas sustancias para siempre.

La noche resulta especialmente atractiva para quienes sufren trastornos mentales. Si, como yo, tienes problemas de sueño, quizá encuentres que la solución es salir de fiesta, sobre todo si vives en una ciudad como Berlín. Incluso hay DJs que hablan de cómo el hecho de trabajar de noche les cambió la vida por completo, de cómo este estilo de vida enmascaraba su verdadero estado mental o hizo que surgieran nuevos problemas.

A menudo, se imagina a la persona deprimida como alguien triste, sentado en una esquina, incapaz de pasarla bien. Si no eres depresivo, ten en cuenta que esa persona que ves dándolo todo en la pista de baile, con expresión de felicidad, quizá sí lo sea.

***