Identidad

Así es el negocio de las cirugías estéticas en Venezuela

La crisis económica del país no ha afectado el número de cirugías estéticas. La pandemia por el coronavirus sí, aunque sigue siendo un negocio sumamente rentable.
Doctor Delfín cirujano plástico
Doctor Delfín, cirujano plástico en Venezuela. Foto por la autora. 

Marisela Gutiérrez tiene 46 años, es venezolana, de profesión variable, de lo que salga, aquí y allá, como tantos connacionales. Es cultura petrolera, y se ha operado cinco veces los senos. La primera vez todavía era muy joven, apenas había cumplido los 20 años y fue un regalo de su abuela porque conocía a un cirujano que se lo dejó gratis; o al menos eso fue lo que le dijo a Marisela. Al contrario de lo que suele pedir la mayoría, ella no se puso talla, se la quitó.

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“Tenía los pechos demasiado grandes y me dolía mucho la espalda”, dice. Pero luego se quedó embarazada y fue madre y dio el pecho y la naturaleza irrevocable hizo su trabajo a pesar de la juventud, y se le cayeron. Había pasado un año con sus tetas nuevas, pero ya no le gustaban, porque estaban flácidas, sin gracia y entregadas a la ley de la gravedad. Ahora, además, le parecía que se le habían quedado pequeñas, así que decidió operarse otra vez, pero esta vez para ponerse unas prótesis redondas que le devolviesen su gracia natural. 

Marisela vendió su carro para poder operarse. “Era prioridad y con lo que saqué por la venta cubrí la operación completa”. Tenía 23 años. Se operó, volvió a quedar embarazada, se le volvieron a caer, se volvió a meter al quirófano porque quería recuperar su esplendor sin rastro del amamantamiento, y esta vez se le encapsularon las prótesis. Así que tuvo que pasar de nuevo por el proceso hospitalario para remendar el desastre. Cuando despertó, el cirujano le había colocado unos implantes de un tamaño superior al que ella había pedido. No le gustó, pero convivió con ellos. Altos, espléndidos, venezolanos. 

Hace cinco años, decidió que ese tamaño ya no le gustaba y se lanzó a operarse de nuevo. Caprichos viables. Esta ha sido la última, por ahora. Para esta ocasión vendió su casa en Caracas, y aunque la crisis ya comenzaba a notarse fuerte, la venta no le supuso un gran esfuerzo. En aquel momento la tenía alquilada a una señora que no le parecía muy agradable y que le daba problemas constantemente, así que consideró que la venta era la mejor opción para satisfacer todos sus deseos: “Me la quitaba de encima y conseguía la plata para mis senos”. 

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Y así fue. “Ahora, por fin, estoy satisfecha, y ando siempre con mis sostenes para arriba y para abajo. Luciendo pecho”, cuenta Marisela. “Aquí siempre ha estado de moda operarse, se pusieron de moda las prótesis para los senos y una andaba como queriéndoselas poner. Todas mis amigas tenían tetas nuevas y me decían: ‘opérate tú, faltas tú’. 

Las venezolanas conviven con la cultura de las operaciones estéticas desde la cuna. “No hay miedo de entrar en el quirófano y la plata tampoco importa, se sacrifica cualquier cosa con tal de poder operarse”. Marisela lo tiene claro desde que tenía 20 años y también ahora, cinco operaciones después. 

País de cirugías

Venezuela es uno de los países del mundo donde más operaciones estéticas se realizan; en el continente latinoamericano solo está por detrás de Brasil y México. Sus cirujanos son considerados de los mejores del planeta y sus precios de los más competitivos en el mercado internacional. Sus mujeres son las más bellas y los títulos de los certámenes internacionales de belleza lo corroboran. Miss Venezuela ha sido Miss Universo y Miss Mundo hasta en trece ocasiones y la corona de abalorios brillante en las pantallas de Univisión y Telemundo se suda … en el quirófano. 

La idiosincrasia venezolana del siglo 21 se ha conformado en la escalada de unas exigencias estéticas asfixiantes, que no son una carrera de fondo sino de forma, porque responden a la satisfacción inmediata de un deseo expreso que no conlleve sacrificio. La venezolana siente que la belleza le corresponde por derecho de nacimiento en un país que es caribe, calor y despilfarro de oro negro crudo para todos (y todas). Boris Izaguirre, venezolano ilustre, siempre lo tuvo claro, a pesar de su exilio: “Nuestra identidad como país gira en torno a dos grandes ‘mitemas’: el petróleo y el concurso de Miss Venezuela”, dijo en una entrevista en 2012. 

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El país se ubica entre los seis con mayor número de cirugías estéticas del mundo según cifras de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS, por sus siglas en inglés). En 2014, justo antes de que comenzase a profundizarse la crisis económica, se colocó en el octavo lugar como la nación con mayor número de cirugías, con un total de 291.388. 

Sus cirujanos practicaron entonces, según datos oficiales, 84.886 operaciones de pecho, que tradicionalmente ha sido una de las operaciones más demandadas en el mundo de la estética. Con esta cifra, Venezuela se situó como el quinto país del mundo con más intervenciones de este tipo. 

En 2018, se gastaron intramuros más de 200 millones de dólares en cirugías plásticas, y aún así, los números fueron bajos respecto a años anteriores, donde la opulencia era la tónica. Según cálculos de la Sociedad Venezolana de Cirugías Plásticas (SVCP), cada seis minutos alguien se somete a una operación estética en el país, alimentando la obsesión por la belleza. 

Cuestión de estatus social

El doctor Delfín tiene 54 años y, aunque ha perdido completamente su acento, es cubano. En el 98 se graduó en su país natal como cirujano plástico y llegó a Venezuela en el 99, donde vive desde entonces. A su consulta en Caracas van mujeres de todos los estratos sociales porque la belleza, en Venezuela, no entiende de clase. No importa donde hayas nacido o cuánto dinero tengas en la cuenta corriente, la cirugía es un peldaño arriba hacia el reconocimiento impuesto por la vecina, por las telenovelas que continúan siendo prime time y por una misma. 

“Operarse es una cuestión de estatus social y para la venezolana es muy importante alcanzarlo”, explica el doctor Delfín sentado en su mesa impoluta del consultorio acostumbrado a las multitudes en la sala de espera. “Muchas vienen y me dicen: ‘yo quiero estar así’, y me enseñan fotos de sus amigas operadas. ‘Quiero estar como ella, pero mejor. Quiero lucir más bonita que ella’. Ese es su deseo y no importa lo que tengan que hacer para conseguirlo”, sostiene. La venezolana es coqueta, competitiva y cultiva el parecer con mimo y estrategia. La ubicación de la consulta de este cirujano, en el corazón de una ciudad llena de ruido, con calles abarrotadas de la algarabía propia de la furia caraqueña, en mitad del asfalto de paso obligado para casi todos, es perfecta para satisfacer ese abanico de posibilidades de clase entre sus pacientes. “Hasta aquí llegan muchas mujeres de estrato bajo que priorizan su operación frente a tener una mejor casa, unas mejores condiciones de vida o incluso frente a la alimentación. Y consiguen el dinero como sea”, explica el cirujano.

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La crisis económica no ha afectado el número de cirugías estéticas. La pandemia por el coronavirus sí, aunque sigue siendo un negocio sumamente rentable. Antes de la cuarentena, el doctor Delfín podía llegar a realizar hasta seis operaciones al día. Ahora, debido a las exigencias de seguridad biosanitaria opera solo tres veces por semana, un máximo de tres pacientes al día. Los turnos están llenos y sus redes sociales explotan. “Casi todas me contactan por Whatsapp o Instagram, aunque manejo mucho el boca a boca y vienen muchas amigas o familiares de mujeres que ya he operado”. 

Numerosas venezolanas salen del país para trabajar y conseguir dinero y vuelven a operarse a Caracas o a las principales ciudades. Es el caso de Michelle, una joven de 23 años que se operó con el doctor Delfín en enero de este año. Se hizo una lipoescultura con minidermo y transferencia a los glúteos. “La grasita que me sacaron del cuerpo me la inyectaron en los glúteos. Te estiran la piel, te cortan y te cosen de nuevo”, explica la joven.

Aunque vive en Venezuela, trabaja en un restaurante en Bahamas. Va, hace dinero, dólares, manda remesas a su familia, mantiene a su hijo de cuatro años, vuelve a Venezuela y se vuelve a ir. Es su vieja y nueva normalidad, aunque ahora está atrapada en las Bahamas por el cierre de fronteras. Así juntó los 1.900 dólares que le costó su operación. Tardó un año en reunir los billetes y durante ese tiempo no gastaba más que lo estrictamente necesario para conseguir su objetivo. El doctor Delfín es económico incluso dentro de los estándares venezolanos; y operarse en Venezuela puede llegar a ser hasta tres veces más barato que en otros países. La operación de Michelle en Colombia, por ejemplo, no baja de los 3.000 dólares.

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Michelle antes y después de la operación. Foto cortesía de ella.

La joven contactó al cirujano a través de Instagram y se decidió. “Antes de operarme estaba acomplejada. Cuando iba a la playa no me podía poner trajes de baño chiquitos y la ropa no me quedaba bien. No era una persona deprimida, pero llegaban esos momentos en los que me quería poner algo y no podía y eso me tenía traumada”, cuenta. “Un día me dije a mí misma: quiero, quiero, quiero, y ya”. 

Ahora está feliz. Ocho meses después de la operación su estómago continúa plano; sus glúteos lucen altos, pulcros y turgentes, y el mismo bikini se le ve completamente distinto en fotos que tienen apenas  un año de diferencia entre sí. Mantenerse no le supone grandes esfuerzos: “He mejorado mi alimentación y trato de comer más sano, pero no hago ejercicio porque soy floja para eso”, sostiene. “Lo peor fue el postoperatorio”. Fueron varios meses de masajes linfáticos dolorosos (incluidos en el precio), pero ha merecido la pena. 

“De chiquita yo tenía una madrina y cuando yo tenía ocho años se operó, y una amiga de mi mamá también. Yo siempre las veía y estaban todas buenotas y yo era como una amiguita más para ellas; y pensaba que cuando fuera grande tenía que estar igualita”. 

Misión cumplida. 

Oferta provocativa para extranjeras

El doctor Delfín y la mayoría de cirujanos venezolanos son también empresarios del turismo estético. Venezuela es uno de los países del mundo que más extranjeras recibe para postrarse en un quirófano y volver más bellas a su rutina en el país de origen. En el caso del cirujano cubano, el porcentaje de operaciones se reparte en un 70-30: 70 venezolanas, 30 extranjeras. Aunque con el cierre de fronteras por el coronavirus las de afuera no han podido volar, no paran de contactarlo a través de sus redes sociales y la lista de espera para 2021 crece a diario. 

“Hacemos primero una consulta online. Conozco a la paciente, le hago un interrogatorio médico, ella me cuenta su deseo sobre lo que se quiere hacer, le doy mi opinión, recomendaciones, nos envía una serie de fotografías que necesitamos para hacer el plan más adecuado. Si llegamos a un acuerdo, planificamos la fecha de viaje y la estadía, pero no es que la paciente llega y se va. Necesita tiempo y un programa detallado”, explica. 

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Del tipo de operación depende el postoperatorio. Por ejemplo, un aumento de senos implica mínimo 15 días en Venezuela. Una lipoescultura, mínimo 21 días o un mes. Esas son las dos intervenciones más solicitadas en estos momentos, seguidas de la rinoplastia y el aumento de glúteos.

Los cirujanos ofrecen paquetes que incluyen el billete de avión, el hospedaje, los cuidados médicos posteriores, manutención y exámenes preoperatorios. También recomiendan hoteles cercanos a las clínicas donde operan, y esas recomendaciones no incluyen comisión para ellos por parte del hotel. El doctor Delfín también ofrece para la estadía la casa de una de sus enfermeras, con su servicio 24 horas. Pero si la paciente prefiere quedarse en un hotel, entonces ofrece el servicio de enfermería a domicilio a diario para los cuidados y masajes linfáticos por un precio entre 5 y 10 dólares, aunque la tarifa se acuerda entre enfermera y clienta. 

Las nacionalidades que lo contactan son diversas. Muchas latinoamericanas, sobre todo colombianas, panameñas y dominicanas; y también europeas, sobre todo españolas. 

Su staff está creciendo y su negocio también. El año que viene esperan poder ofrecer dentro del paquete operatorio un tour turístico por el Parque Nacional de Morrocoy en el Estado Falcón. Playas paradisíacas del Caribe para disfrutar los días previos al quirófano. 

Rocío Ospina es una colombiana de 49 años que lleva 20 viviendo en Nueva York y trabaja como auxiliar de enfermería. Hace ocho años se operó por primera vez con el doctor Delfín, a quien conoció por el boca a boca hablando con sus vecinas latinoamericanas en su condominio donde —dice— es “famoso”.  Muchas ya se habían operado con él. 

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En aquella ocasión se hizo una lipoescultura con transferencia a glúteos y senos. Le costó 800 dólares, cuatro veces menos que lo que hubiera tenido que pagar en Estados Unidos  o incluso menos que en su Colombia natal. Incluyendo el pasaje de avión y la estadía todavía le salía más barato. 

“Quedé espectacular, por fin me quité mis rollitos, mis chichos (michelines) odiosos porque una barriga a nadie le gusta; y ahora me pongo mis vestidos y mis trajes de baño y los chicos jóvenes me miran en la playa, aunque tengan jovencitas a su lado, porque no parece que yo tenga la edad que tengo. Los hombres me piropean pero nada como una ir al baño, desnudarse y verse linda para una misma”, cuenta Rocío, que se enganchó al doctor Delfín y volvió hace cinco años para operarse los párpados y la papada por menos de 500 dólares. Cuando le pidió el presupuesto a un médico estadounidense, sólo por la parte inferior de cada ojo le pedía 2.000 dólares.

Rocío vivía acomplejada desde su adolescencia, pero la obsesión creció desde que comenzó a visitar el culto de los Testigos de Jehová los domingos. “Para ir, las mujeres llevan falda o vestido, pero yo no podía ponérmelas porque se me marcaba la panza y entonces solo podía llevar vestidos anchos que al final me deformaban el cuerpo; pero yo veía las faldas y los vestidos bonitos en los centros comerciales y me los quería comprar”. Ahora luce faldas y vestidos los domingos y dice que su cuerpo continúa viéndose “esculpido, casi como si fuese al gym”. 

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Este pasado mes de abril tenía billetes de avión comprados para volar a Caracas desde Nueva York con cuatro compañeras de trabajo, cada una con una nacionalidad diferente, que iban a operarse con el doctor Delfín. En esta ocasión ella solo era la guía y el nexo de la confianza, pero la pandemia canceló su viaje y lo retomarán en cuanto sea posible. 

Operarse en la pandemia: mi experiencia personal

Soy una periodista española de 35 años que lleva casi cuatro viviendo y trabajando en Venezuela, un país maravilloso y muy duro a la vez, que amo y odio a partes iguales, como a las peores de mis relaciones tóxicas insalvables. Y después de todo este tiempo  aquí, sufriendo demasiadas cosas, he tomado la decisión de volver a casa a final de año. No sé durante cuánto tiempo, pero un rato necesito Madrid.  

Soy una persona sin más complejos de los habituales, con una psique por descubrir en profundidad (aunque lo voy posponiendo en el tiempo) y con un pecho plano, planísimo, desde siempre. Genética y mala suerte. Nunca me ha afectado  demasiado. Qué importa que un escote me quede mejor o peor, aunque si pudiera elegir obviamente preferiría “el mejor”: el de las tetas, el del pecho bonito con tatuajes sugerentes en el lateral de los bodys imposibles. 

En España alguna vez googleé clínicas de cirugía de senos recomendadas y los precios  me parecieron una locura que no estaba dispuesta a pagar. Una operación de aumento de pecho en mi país no baja de los 7.000 euros. Siempre he sabido que, aunque tuviera ese dinero extra, no me lo gastaría en una cirugía. Prefiero invertirlo en viajar, tener una casa más bonita en el centro de Madrid, comprar ropa, salir más, disfrutar de mi familia y amigos o comer sin reparo en mis restaurantes favoritos de la ciudad. Soy una hedonista urbanita en estado puro sin complejos. 

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Y en Venezuela, aprovechando la fama de buena calidad y bajos precios de sus cirujanos estéticos, alguna vez tonteé con la idea de operarme y llegué a buscar algunos doctores. Ninguno era especialmente recomendado y el miedo a lo desconocido o a una negligencia por falta de entendimiento mutuo me hizo recular o no darle demasiada importancia a la idea. (A las venezolanas les suele gustar un tipo de operación de pecho desde mi punto de vista un tanto “artificial” que no quería para mí que soy tan delgada y plana. Me imaginaba unos balones redondos en mi cuerpecito de niña raquítica y un postoperatorio de denuncias y llanto depresivo como en aquel programa de la MTV de operaciones estéticas terribles. Escalofríos reculantes). 

Operarme nunca fue una obsesión ni una prioridad para mí. 

Hasta que llegó este año de pandemia, la vida se enrareció, Venezuela comenzó a pesarme, el ejercicio periodístico comenzó a hacérseme cada día más difícil por la persecución del gobierno, por su deriva autoritaria, por la extrema polarización enfermiza de las partes que también persiguen a la prensa como si la información veraz fuese su enemiga (y lo es). Las amenazas contra mi vida, sobre mi deportación y el continuo acoso que sufro en redes sociales me hicieron tomar la decisión de marcharme definitivamente y considerar la idea egoísta de llevarme algo único de un país que siento maltratador de un tiempo a esta parte. 

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Así que hice un sondeo entre amigas de confianza y también médicas y apareció un doctor jovencísimo y lleno de experiencia que me enamoró al instante. Se llama Carlos Navarro, tiene 32 años y me entendió y me recomendó el tamaño ideal desde el minuto uno. Comenzamos a hablar, le dije lo que quería y me lancé. Apareció la impulsividad que me ha caracterizado toda mi vida y que me ha traído más problemas que alegrías. Pero no esta vez, parece. 

Me dio presupuesto. 2.000 dólares todo incluido, hasta el sujetador-faja que debía llevar durante tres meses después de la operación; y los medicamentos, las consultas del pre y el postquirófano y los masajes linfáticos para drenar los líquidos normales. 

Investigué y descubrí que yo quería un tipo de prótesis muy novedosa: las denominadas “Ergonomix”, que son lo último del mercado y se caracterizan por ser la mezcla perfecta entre las anatómicas y las redondas (hasta el año 2018 las únicas opciones en el mercado). Las Ergonomix son más naturales, “más europeas”, como me dijo Carlos. Adoptan forma de “gota” cuando estás de pie, y se amoldan a la forma natural del cuerpo cuando estás tumbada. Las pedí, Carlos las solicitó a la casa madre, tardaron un mes y medio en llegar a Caracas y el costo por la gestión último modelo aumentó el precio de la operación 600 dólares. Aún así, el total era tres veces más barato de lo que habría pagado en España por la misma atención. 

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Me operé el pasado 11 de agosto. Me daba miedo la anestesia general, así que en el quirófano el equipo de enfermeras y anestesistas desbordadas en simpatía me dieron una confianza que me faltaba y que me hizo estar a punto de salir corriendo. No paraba de pensar por qué me estaba operando en mitad de una pandemia en un país en grave crisis, donde los servicios, incluidos los hospitales (a pesar de que yo estaba en una clínica privada con “garantías”), no funcionan o son deficitarios, y la gente muere en camillas de quirófanos por cosas que no debería morir, como un apagón eléctrico o la falta de medicamentos o insumos. 

Según la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, el 75% de los hospitales de Venezuela no tiene agua corriente, y más del 65% reporta fallas eléctricas a diario. Hace poco, escribí un reportaje sobre el caso de un señor ingresado por sospecha de coronavirus en el Hospital Victorino Santaella de Los Teques, una localidad a unos treinta minutos de Caracas, que se murió por un ataque de pánico cuando se fue la luz en la zona durante 20 horas y la planta eléctrica del centro sanitario no funcionó salvo las dos primeras horas del apagón. Su familia me contó que el hombre murió de un paro respiratorio severo ocasionado por el miedo ante la situación de crisis que se desató en el hospital por la falta de electricidad. Los médicos, completamente a oscuras, no pudieron hacer nada para salvar su vida, ni siquiera veían bien para entubarle, lo más básico. 

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Recuerdo una frase que me dijo la hija del fallecido cuando la entrevisté y que se me quedó grabada: “mi papá murió de pánico, no de coronavirus”. Seguramente esto no habría ocurrido en cualquier otro país, y en mitad de esas circunstancias yo me enfrentaba a una operación completamente prescindible. 

Pero seguí adelante y en esta Venezuela decadente me operé por voluntad propia. Mientras estaba tumbada en el quirófano, minutos antes de quedarme dormida por la anestesia, recuerdo que pensaba si no estaba siendo muy frívola por hacer eso allí, en mitad de una situación de crisis grave propia de un país en guerra. 

La médico anestesista y las enfermeras me sacaron de mi embobamiento de periodista hiperquinética que suele pensar demasiado todo lo que quizá pueda recaer en su conciencia a posteriori, y pusieron un reggaetón para animarme. Me encanta el perreo y funcionó. Me quedé dormida de inmediato. 

Cuando desperté tenía unas tetas nuevas que tardé en aprender a mirar y he tenido uno de los mejores postoperatorios que podía imaginarme. Yo, drama queen por excelencia, que pensaba que iba a pasar unos días de dolor y sufrimiento intenso. Fueron cinco días de masajes linfáticos con una gran profesional, dolores justos y necesarios para la cicatrización, y casi total independencia desde el minuto uno, salvo porque todavía no puedo coger con mis brazos las garrafas de agua potable que debo recargar cada dos o tres días en un “llenadero” que hay debajo de mi casa. El negocio caraqueño por excelencia en un país sin agua y de cañerías putrefactas. 

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Las conversaciones con Francys, la masajista, fueron lo mejor durante esos días, y prácticamente mi única compañía. Mi círculo más íntimo de amigos se ha ido marchando del país, tanto los connacionales como los extranjeros, cansados de tener que sortear un día a día donde cada acto de rutina se convierte en una heroicidad: conseguir dinero en efectivo (debido a la devaluación del Bolívar se ha producido una dolarización de facto no oficial en la calle que ha provocado su desaparición), acceder a internet, comprar alimentos, asegurar los servicios básicos como la electricidad o el agua. Venezuela, en ocasiones, se torna incompatible con la vida tal y como la conocemos en el imaginario generalizado del siglo 21, y la pandemia solo ha acelerado en el tiempo de una manera vertiginosa la catástrofe.

Y digo lo de las conversaciones con Francys porque enseguida congeniamos, porque ayudaron contra mi sentimiento repentino de soledad involuntaria, y porque me encanta escuchar historias comunes de la gente normal que me rodea; y Venezuela suele ser una mina de oro en ese sentido. Las historias de no ficción más rocambolescas e inverosímiles las he escuchado en estos casi cuatro años que llevo trabajando de corresponsal en el país caribeño. Francys es una chica de un barrio popular del oeste de Caracas, masajista, abogada, terapeuta y una busca vidas nata. Fue madre a los 19 por decisión  y luego otra vez a los 35. Los dos padres de sus hijos han resultado ser hombres poco merecedores de esta categoría que implica, al menos por el sentido léxico del vocablo, cierto respeto por la humanidad. Francys estaba preocupada por su hijo pequeño, con síntomas de trauma por abandono de su progenitor. El niño lo expresa con violencia, ansiedad e incapacidad para relacionarse bien con otros niños. 

Entre masaje y masaje, mientras me toca las tetas nuevas e hinchadas como nadie y siento el placer de la eliminación de líquidos postizos, me cuenta que lo acaba de apuntar a kárate, “para que se desfogue soltando patadas o lo que sea”, y que van a empezar con un psicólogo infantil, pero que a ver cómo va a hacer ella para mantener las dos cosas, porque lo primero le sale por 20 dólares al mes y lo segundo por 30 cada sesión privada de consulta y charla. Su sueldo, recogiendo de aquí y de allá, “matando tigres”, como llaman en Venezuela a realizar todo tipo de trabajos informales, no supera los 100 dólares mensuales y de ahí tiene que descontar los 45 dólares que cuesta el alquiler de la casa de la que se quiere marchar en cuanto pueda, “porque está en una zona peligrosa y tengo miedo”. 

Yo le digo que tiene que sentirse afortunada. 100 dólares al mes está muy por encima de los 3 dólares mensuales que cobran muchos venezolanos. Ese es el salario mínimo legal en el país.

Ahora, en unos días me quitan los puntos y sigo durmiendo boca arriba. Se me abre la boca indecorosamente y me despierto varias veces en mitad de la noche con mucha sed y dolor de espalda. El sujetador ortopédico me las está colocando mientras me da calor en este caribe de sol diario, y por primera vez noto las gotas de sudor en un canalillo que nunca tuve. Tampoco puedo ponerme por ahora mucha ropa bonita que lo disimule porque es un underwear bastante  antisexy pero estoy muy contenta con la decisión que tomé casi de un día para otro.

Mi cirujano me ha dicho que los próximos días se marchará una semana a operar a la Isla Margarita, una zona turística por excelencia y venida a menos por la crisis. Él solía operar allí antes de la pandemia y es la primera vez en casi seis meses que puede viajar a retomar el contacto con sus clientas de la isla, donde también ofrece paquetes que incluyen ofertas suculentas para realizar algunos de los caprichos estéticos más buscados tanto por las connacionales como por las extranjeras que solían llegar hasta Margarita buscando lo bueno y barato. 

Mi doctor opera con frecuencia a extranjeras que vienen de Trinidad y Tobago, que está  apenas media hora en barco de las costas venezolanas. No obstante, en este viaje no va a poder encontrarse con ninguna de sus clientas trinitarias que, por lo que me cuenta, no paran de preguntarle impacientes cuándo podrán operarse con él en alguno de esos hoteles de catálogo en la idealizada Margarita. Las fronteras continúan cerradas y hay una total incertidumbre sobre cuándo se abrirán de nuevo. Venezuela parece rezagada a ese respecto en comparación a otros países del continente latinoamericano.

Cuando Carlos, así se llama mi cirujano por cierto, me dice que se va a Margarita una semana y que después volverá a Caracas, confieso que tengo miedo de que no pueda volver con normalidad y no me pueda seguir atendiendo como lo está haciendo hasta ahora: de manera personal, con cariño, con cercanía y con una atención permanente, incluso vía Whatsapp, donde responde a mis lamentos y preguntas de todo tipo a cualquier hora. Los problemas  de escasez de gasolina que está sufriendo el país, agravados notablemente durante la cuarentena (que continúa), y de falta de transporte para moverse entre los diferentes estados, podrían dejarle atrapado en Margarita para mi desgracia. 

Trato de no pensar mucho en eso y de enfocarme en lo positivo de mi decisión. Ha sido un capricho de despedida de un país volcado en el (anti)dogmatismo de sus contradicciones. Y qué capricho en volandas y para siempre. 

Estoy muy contenta. Y cada día más.

Por cierto, que mi madre todavía no lo sabe.