ESPAÑA

Fui a preguntarle a la gente que se manifiesta contra el Gobierno contra qué se manifiesta exactamente

“Cuando llegue el comunismo no podremos manifestarnos”.
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Los que leímos la Regenta en el instituto nos quedamos con su primera frase, resumen de una vida gris y lluviosa en tantas capitales de provincia españolas: “la heroica ciudad dormía la siesta”. Por aquí a las 20:00 no han aparecido ni las cacerolas ni los manifestantes, tampoco se perciben enfrentamientos o disturbios, y ni siquiera veo a individuos estrafalarios ataviados con muchas banderas de España.

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Por lo menos brilla el sol y, de momento, se sirven cañas y aceitunas en las mesas de las terrazas mientras unos cuantos patriotas se sientan a esperar —la peatonalización sirvió para aumentar el espacio destinado a los bares pero no para colocar más bancos— sobre el pedestal de un monumento dedicado a la Inmaculada Concepción.

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He venido con ganas de observar un fenómeno inédito, de captar lo insólito de la situación: la derecha está protestando como tradicionalmente lo había hecho la izquierda. La idea que traigo —después de días leyendo sobre las protestas en el Barrio de Salamanca de Madrid— es firme y no creo que pueda desmentirla: esta gente se quiere quedar con todo, no tienen suficiente con ser los propietarios de los pisos, los accionistas de las empresas, quienes reciben las “rentas del capital” que tienen cada vez más peso respecto a los salarios. Todo les parece poco: ¡ahora también quieren ser rebeldes! Eso sí, me pregunto por los detalles y es que todavía no sé a qué políticas concretas se oponen.

A las 20:10 ya se ha juntado algo de gente. Todos lucen una bandera en la pulsera o en la mascarilla y muchos se han puesto otra a modo de capa. Me acerco a un hombre con aspecto juvenil que más tarde me dirá que tiene 47 años. Su nombre es Javier y milita en VOX, pero defiende que este acto no lo convoca ningún partido, que es espontáneo y que va creciendo gracias a los mensajes en las redes sociales. Estaría encantado de que aquí hubiera también gente de izquierdas y es que él mismo votó al PSOE hace años, pero considera que este gobierno está privándonos de derechos mediante decretos-ley. El acto, me cuenta, pretende, en primer lugar, homenajear a los fallecidos y después defender a España de lo que considera un “gobierno traidor” que nos conduce hacia “un estado fallido”. “Sin ley no hay patria y sin patria todo se disuelve”. Le pregunto si, entonces, se opone al confinamiento y me dice que no: “quienes nos concentramos somos cautos y estamos contra el estado de excepción, no contra las medidas sanitarias”. Un hombre mayor apostilla “y contra los comunistas”.

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Tanta simpatía no es lo que esperaba de un militante de VOX, así que me obligo a recordar lo que yo en realidad pienso: nadie puede apropiarse de los muertos, usan la bandera como si perteneciera solo a ”los españoles de bien”, y la idea de patria que defiende su partido, como la mayoría de los conceptos que se escriben y pronuncian con mayúsculas, es excluyente. Recuperar las palabras y la retórica que alimenta el viejo motor de la Historia (caldera voraz que a tantos ha devorado) es el primer movimiento que conduce a que algunos (los patriotas) tomen por heroicas ciertas políticas de desigualdad y abuso sobre el resto.

A las 20:28 comienza el acto. Algún vecino —de los edificios engalanados con banderas— dispone de un potentísimo equipo de música que no necesita asomar al balcón. El efecto es desconcertante: el aire primaveral de la plaza se llena de una música solemne sin que sea posible (la mayoría de las ventanas están abiertas: podría ser cualquiera) averiguar de dónde sale. Los asistentes guardan silencio y entre los que tomaban algo en las terrazas hay quien se levanta en señal de duelo.

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A las 20:30 todo el mundo aplaude y el balcón desconocido emite “La muerte no es el final”, himno para honrar a los caídos de las Fuerzas Armadas. Por aquí pocos tienen aspecto de soldado o de fiero guerrero. Abundan los jubilados con uniforme de jubilado (pantalón de pinzas y camisa) y los matrimonios de clase media con aspecto de empleados de banca o funcionarios: no se ven marcas de lujo sino ropa comprada en Zara o en las rebajas de El Corte Inglés. Los más jóvenes, como todos los jóvenes, visten camiseta o polo, vaqueros y zapatillas (no distingo si son Pompeii).

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20:34: suena el himno nacional. Se escuchan los primeros "viva España" que esta pequeña multitud (las “inmensas minorías” de Juan Ramón Jiménez tuvieron que ser más silenciosas) corea con entusiasmo. Tras el himno empiezan los gritos de “libertad, libertad, libertad” como si la propia concentración no estuviera probando que gozan de la misma libertad que, en fin, reclaman. Me alegro porque al fin surge un exaltado que se desgañita: “cuando llegue el comunismo no podremos manifestarnos”. A mi espalda escucho a un chaval preguntando a su amigo si estaría bien gritar “muerte a Sánchez”. El colega, más cabal, le dice que mejor algo más democrático: “gobierno dimisión” y la consigna resulta ser un éxito (quizá el último hit de la tarde).

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Las cacerolas suenan con desgana a eso de las 20:40, pero nadie parece tener muchas ganas de perseverar en su repique y, de hecho, son pocos los que se las han traído (y lo comprendo: la cacerola es uno de esos objetos, como un taburete o la alcachofa de la ducha, junto a los que uno no se imagina saliendo de casa).

Me acerco a una pareja de aspecto amable. Me dirijo a los dos, pero la mujer señala al hombre: por lo visto, sólo él tiene respuestas. “Se trata de una concentración en defensa de la democracia” y contra “los abusos del gobierno que ha instaurado una dictadura constitucional”. En su opinión se está produciendo una “grave erosión de la democracia” contra la que “es imprescindible protestar”. Me dice todo esto tan deprisa que estoy deseando comprobar si son las expresiones de algún locutor.

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Son las 20:50 y en la plaza ya hay más gente de paso que corrillos de manifestantes. Hablo con tres mujeres muy arregladas que rondarán los cincuenta. Están enfadadas tanto por cuestiones políticas como sanitarias: por primera vez esta tarde alguien sostiene que “estamos encerrados cuando no es necesario”. Critican una presunta “mala gestión” y “esa manía de aprobar reales decretos con nocturnidad”. Se despiden de mí con tres sonrisas y deseándome lo mejor, y se me ocurre que quizá lo mejor para ellas no sea lo mejor para la mayoría, pero han sido sinceras.

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Me sorprende la tranquilidad con la que todo ha transcurrido, la ausencia de voces críticas (si algún vecino, viandante, o cliente de las terrazas no estaba de acuerdo con lo que ha visto y escuchado, no lo ha expresado) y el poco trabajo que han tenido los tres o cuatro policías que vigilaban de lejos. Algo he oído de que “se liará el sábado” pero me cuesta creerlo y además espero que no suceda. Puede que esta normalidad sea traicionera: en ella se camuflan algunas ideas reaccionarias que ya han causado demasiado dolor; hay quien sale para que se perpetúen mecanismos injustos y privilegios. Pero esta normalidad también la componen unos cuantos ciudadanos tranquilos —y un poco paranoicos— que en el fondo tienen derecho a protestar y, además, saben por qué lo hacen. Si no queremos darles la razón, habrá que dejar que lo sigan haciendo, señalando sus contradicciones antes que ridiculizándolos.

A las 21:30 hay que llenar la cámara frigorífica de un bar, se preparan varios serranitos, Pedro Sánchez sigue gobernando y esta heroica ciudad, entre dormir la siesta e irse a nadar, como hizo Kafka el día que estalló la Primera Guerra Mundial, elige pedirse otro quinto.

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