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Nadie me odia más que yo

Me gustan las cosas aburridas

NUEVAS VOCES // "Puedo darme el lujo de aburrirme, pero se requiere un poco de sufrimiento para encontrar comodidad en ello".

Últimamente los límites entre lo que me aburre y lo que no se han vuelto borrosos. Se supone, por sentido común, que el aburrimiento es una sensación indeseable, una advertencia pasiva, alerta de una necesidad de cambio, de transición, de trascendentalidad. Aun así trato de creer que me gustan las cosas aburridas.

Hay artificios diseñados especialmente para combatir esa sensación. Trato de encontrar una película o serie para ver, pero entre tantas posibilidades es casi imposible evadir el tedio de la búsqueda. Escroleo en Facebook por inercia y, cada vez más, noto lo horrible que es esa saturación de imágenes que nada que ver la una con la otra. Pienso que ver la basura real, al lado de un poste en la calle, sería más emocionante. Ya no trato de evocar conversaciones existenciales a través del chat, es un fracaso.

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Cuando estoy acompañado me doy la oportunidad de intentar de otras maneras. La última vez fue Weed+Monster (bareta y una bebida energizante) en grandes cantidades mientras paseábamos por galerías viendo obras de arte que provocaban más risa que ganas de pensar. El mundo, al menos el que conozco, me hastía. Aun así, soy consciente de que muchas personas quisieran estar en mi lugar, o por lo menos quisieran que su mayor problema fuera sentirse desganados porque nada está mal, pero tampoco demasiado bien.

Termino retornando a las mismas imágenes de siempre, las de adolescentes lánguidos, faltos de cualquier motivación, fluctuando entre el frenesí extremo y el decaimiento sublime. Recuerdo haber vivido siempre así, encontrando bienestar en los dramas tóxicos y en las más intrascendentes noches de caminatas, en vistas hermosas desde lugares remotos de madrugada. Y ahí estoy, en ese aburrimiento, como si se tratara de un lugar en el que, solo o acompañado, el problema más trascendental es la falta de sufrimiento. El sufrimiento real, el que hace que la gente se comprometa con una causa.

Mientras caminábamos por la calle, una tarde de sábado, drogados, pero no demasiado, mi amigo notó lo vacías que estaban las calles.

– Es obvio, todo el mundo está en su casa viendo Netflix – dije.

Así es como me imagino al mundo. No visualizo gente en hospitales ni gritando en medio de bombas, ni muriendo de hambre, ni yendo en un camión hacia la guerra, ni protestando, ni lo que sea que la gente crea que es sufrimiento real. Eso sólo pasa en la pantalla.

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Le conté cómo, a mi modo de ver, el mundo está todo trastornado. Antes los tiempos de las personas estaban programados. Iban a trabajar en ciertos horarios, en otros veían televisión, y la televisión también estaba programada y había un tiempo para la ficción y un tiempo para los comerciales. Ahora es todo muy "libre".

Cada vez hay más personas que se creen libres porque pueden trabajar sin horarios, porque pueden elegir qué ficción ver y a qué hora, porque pueden poner pausa y sumergirse en diferentes aplicaciones en sus teléfonos sólo para ver muchísimos comerciales, para enaltecer egos con sus likes y enriquecer a otros con sus clicks a cambio de espejos que hacen su mejor intento por entretener, por captar atención.

Mi amigo estuvo de acuerdo. Para él también era obvio que la gente ya no le ve sentido a salir a la calle. Tal vez tienen miedo, tal vez están viendo mundos más bonitos, o tal vez más perturbadores, tal vez precisamente los mundos que los atemorizan, pero siempre desde afuera, como simulacro, sucediendo en la pantalla. Verlo así da para pensar que todos son aburridos, y están cómodos siéndolo, así como yo.

Sin embargo generalizar es, por estos días, un acto condenable. Dicen que hay que pensar en esos otros, los que están del otro lado de la pantalla, los de la no ficción, los registrados viviendo las cosas que nos dan pavor. Pero nos pone bajo demasiada presión pensar que sólo esas cosas tienen importancia, y que todas las cosas que la gente hace por hacer, fuera de la pantalla, no significan nada. Es esa la presión dañina del aburrimiento, la que lleva a la gente a tomar acciones desesperadas en busca de una emoción de la que todos están hambrientos.

Me gustan las cosas aburridas. Contemplar el techo de mi habitación, las puertas abiertas de mi armario, mis manos ponerse moradas sin importar el clima, los botones en la camisa de un hombre con cuerpo natural que aún no se ha puesto la corbata, los frenillos asomándose por los labios de una chica usando labial oscuro, el pujido de una persona tratando de entrar en un bus lleno. Mi cabeza está llena de esas pequeñas imágenes, sólo tienen sentido desde un lugar privilegiado.

Puedo darme el lujo de aburrirme, pero se requiere un poco de sufrimiento para encontrar comodidad en ello.

* Este es un espacio de opinión. No representa la visión de VICE Media Inc.

Este texto fue publicado originalmente en el blog MI PC.