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Papa Francisco: andá vos al psiquiatra

La homosexualidad fue retirada de la lista de enfermedades de la OMS en 1990, pero las polémicas declaraciones de Jorge Mario Bergoglio demuestran que el catolicismo aún es un sanatorio sin fronteras
Fotos oficiales de La Once Diez: Monseñor Héctor Aguer y Franco Torchia
Fotos oficiales de La Once Diez: Monseñor Héctor Aguer y Franco Torchia

Artículo publicado por VICE Argentina

A mediados de los 80, a mis 9 y 10 años, fui abusado dos veces. Dos fueron también los bloqueos anticipados a los que me enfrenté entonces: el de la escuela católica a la que asistía y el de la psiquiatría. No las tuve en cuenta porque entendí que aunque me rodearan, no eran herramientas. Para la parroquia del barrio, mi relato habría sido la confesión de un pecado propio, merecedor de castigo ejemplar. Para la especialidad médica en cuestión, un síntoma más de un diagnóstico cantado, el del niño maricón y ansioso, enfermo de los nervios. Eso sugirió de hecho una prima de mi madre, asistente psicopedagógica. En su título habilitante había un prefijo que sonaba a solución (“psi”) por lo que en el living de su casa y frente a toda su familia, el plan de mi madre era que yo contara y ella analizase. No pude. Me escondí detrás del sillón, hecho un ovillo. Mi destino eran el miedo y la vergüenza, hasta la desintegración.

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Iglesia católica y psiquiatría permanecen unidas en santísimo matrimonio. Que la homosexualidad haya sido eliminada del listado de enfermedades mentales de la Organización Mundial de la Salud en 1990 no impide que todavía hoy, el catolicismo funcione como un sanatorio sin fronteras, única receta para conservar la buena salud mental de quienes optan por una vida dedicada “al Señor”. Para la arqueología de semejante alianza, basta volver a cualquier tramo de la Historia de la sexualidad del filósofo francés Michel Foucault, opus magnum editado por primera vez hace ya más de 40 años.

Comunión de Franco Torchia

Hace un tiempo, comencé a hacerle una entrevista a Mauro Cabral Grinspan, activista argentino intersex, acentuando las humillaciones históricas de la iglesia católica hacia la disidencia sexoafectiva. Mauro sumó de inmediato las de las medicina y yo enmudecí. A partir de allí, aprendí a citar ambos dispositivos como un tándem. Ese binomio, de hecho, es el que recupera Bergoglio hace días, a sabiendas de que constituye una alianza indestructible. La consulta psiquiátrica para niños “con tendencia homosexual” (reformulada luego de la conferencia de prensa en el comunicado oficial del Vaticano, que las consigna como “consultas” en general, en todo caso al psicólogo) establece una patología ante la que cabe expulsar, curar, culpar, convertir, internar, operar, comprender, convencer, mutilar, quemar o matar.

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Actualmente 72 países penalizan la homosexualidad. Ocho de ellos, integrantes de la ONU, con pena de muerte. Los datos, surgidos del último informe anual “Homofobia de Estado” elaborado desde 2006 por ILGA (Asociación internacional de lesbianas, gays, bisexuales, trans e intersex, con sede en Suiza) amplían la capacidad de análisis sobre el cruce entre fuerzas religiosas y categorías médicas. En cada uno de esos territorios, ser gay es condenable en tanto y en cuanto implica una estafa a la norma. Para representar un desvío ante esa norma no sólo hacen falta dioses, cultos, ritos y costumbre; también son necesarias ciencias que prescriban o al menos, presten vocabulario.

“Patologizar” la homosexualidad, el lesbianismo y las identidades trans es basal para la era Bergoglio. El giro discursivo de Francisco, estudiado por numerosos especialistas, consiste en invocar a pobres, inmigrantes, animales y víctimas del cambio climático. Hoy, el Vaticano llora a un niño sirio que muere ahogado en el Mediterráneo y pide que la sociedad no excluya a una niña neurodivergente, pero recomienda que los adultos frenen las “tendencias homosexuales” de los menores a cargo. Ser gay es posible pero dejar de serlo, fundamental.


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Según denuncias de varias ONGs y hasta de algunos integrantes de la ONU, durante los primeros años de este papado el objetivo de los viajes del Pontífice estuvo puesto en visitar países que estén por promover derechos sexuales e intentar frenar esos procesos a cambio de ayuda financiera vía el FMI. Cuando en 2013 Francisco pregunta, también a bordo del avión, “¿Quién soy yo para juzgarlo?” en referencia a un “posible” hombre gay, enmascara una política que en la Argentina los activistas por la diversidad conocían de memoria. La ley de matrimonio igualitario sancionada en 2010, encontró en el por entonces Arzobispo de Buenos Aires su más efervescente opositor.

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Ya como Papa en 2014, debió liderar el Sínodo extraordinario de obispos sobre la familia, cónclave del siglo XI con resultados del siglo II. La esperanza de renovación de las posiciones institucionales sobre divorcio, sexualidad y pareja quedaron completamente disueltas y el documento oficial y final de ese fracaso, “Amores laetitia”, parece suavizar aunque confirme, cada violencia sostenida: allí, a “las familias que tienen en su interior personas con tendencia homosexual” se les recomienda “el respeto en relación a ellos y el rechazo de toda injusta discriminación y de toda forma de agresión o violencia”.

¿Injusta discriminación? ¿Cuál es justa? La iglesia, ente sobre todo discursivo y verbal, define “agresión” y “violencia” como prácticas físicas o en todo caso como enunciaciones que a ella la dejan a salvo, porque lo suyo no es gritar “puto de mierda” o mandar a pegarle a una travesti. Su misión pastoral es no dejar de señalar la anomalía; identificar al monstruo, orar por él, evangelizar su vida y medicalizarlo.

Fotos oficiales de La Once Diez: Monseñor Héctor Aguer y Franco Torchia

La primavera bergogliana duró hasta fines de 2015 o comienzos de 2016, cuando con el cambio de gobierno, al líder “con olor a oveja” (como alguna vez definió a los suyos y por desprendimiento, a sí mismo) se le ocurrió ponerle cara de enojo al presidente electo Mauricio Macri durante la visita oficial a Roma. Hasta ese momento, en cansadoras oportunidades, yo me había visto en la necesidad de rechazar cada comentario público del tipo “La iglesia cambió”.

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En ese contexto, cuando conté en vivo en el programa “La noche de Mirtha” (Canal 13) mi experiencia como niño abusado, la conductora subrayó “el cambio de Su Santidad”. Yo, en cambio, procedí a argumentar en sentido contrario. Sospecho que no gustó. ¿Por qué? El consenso periodístico local parecía prohibir el ingreso de noticias que revelaran hasta dónde Francisco no había modificado certeza alguna.

Muchos medios internacionales destacaban que él llamaba “colonización ideológica” a la teoría de género y “armas nucleares” a las personas trans. Por ejemplo, al español Diego Neira, autor de una crónica sobre su transición de hombre a mujer, lo recibió en su despacho de Santa Marta y se comprometió a acompañarlo como lo haría Jesús. ¿Acompañarlo a dónde? A la salvación, psiquiátrica y espiritual.


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Mucho más que las avasallantes denuncias sobre pedofilia y violaciones cometidas por sacerdotes en Italia, Estados Unidos, Argentina, Australia, Alemania e Irlanda, la incomprobable adhesión partidaria del Papa argentino (según la cual, ante la coyuntura, hoy sería oposición) forjó rechazos masivos en su país natal. Poco importan aquí las internas palaciegas que motivan esos avances de la justicia internacional ante delitos semejantes. En este momento, buena parte del país parece rechazar su figura y ahora sí repudia sus prédicas.

Cuando el ex Arzobispo de La Plata Héctor Aguer me dijo que antes de ingresar al seminario, él le preguntaba a los postulantes si les gustaban las chicas (es decir, si eran heterosexuales) para evitar así tragedias posteriores, asumió con claridad el funcionamiento de la iglesia. El mismo que el de Bergoglio horas atrás. La pedofilia es asunto de homosexuales. El problema nunca son los abusos: el problema somos los gays.

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