Negro, luego boricua, al final latino: A 15 años de 'El Abayarde' de Tego Calderón

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Música

Negro, luego boricua, al final latino: A 15 años de 'El Abayarde' de Tego Calderón

Una de las piedras angulares de la música urbana en español, cumplió quince años este domingo 1º de julio.

“Casi microscópicos, pero rabiosos como perros, tiñen de rojo los cuellos de las muchachas… dejándoles ronchas.” La cita, de 1937, corresponde al libro El Vocabulario de Puerto Rico de Augusto Maralet. Se refiere a unos insectos ligeramente más pequeños que un mosquito, pero tremendamente más molestos; conocidos, hoy día y desde entonces, como abayarde o abayaldes.

La clave está en la descripción “rabiosos como perros”. Insectos persistentes, necios, interesados en picar y dejar su marca; interesados, como todo en los barrios bajos de Puerto Rico, en sobrevivir. De no conocer el significado del bicho, El Abayalde es también un excelente apodo, adoptado por Tego Calderón para la realización de su primer álbum, un disco fundamental y un pilar indiscutible de lo que conocemos como música urbana, esa categoría tan difusa como extraordinaria donde la diferencia entre reggaetón y hip hop depende de intenciones comerciales, pues dentro del contexto latinoamericano se comportan con la misma ambigüedad.

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Pero Tego Calde, el Abayarde, desconfía del reggaetón. Se ha declarado incapaz de escuchar un disco completo del género, y desde sus comienzos ha usado la bandera del rap para difundir su música. Como artista, no se considera reggaetonero. Sin embargo, su estilo es una parte fundamental de su historia; su personalidad es una mezcla irrefutable de autosuficiencia negra y andar boricua y su letra: hablar cotidiano más versatilidad lingüística sin concesiones ante regla alguna, obsesivo y preciso al mismo tiempo.

En la música popular, nadie había expresado con tal certeza lo que significa hablar y ser puertorriqueño, esa identidad vapuleada, en parte latinoamericana, en parte negra, en parte mercado absoluto, herida con la violencia que sólo el libre capital puede ejercer sobre los individuos.

El primer álbum de Tego justamente se muestra como el testigo más coherente del equilibrio entre violencia y familiaridad. En Latinoamérica, más que en ninguna otra parte del mundo, la familia es fundamental y eso incluye tanto a la familia que nos ve nacer y dar nuestros primeros pasos como a la familia que nos ve perder la cabeza y dar nuestros primeros saltos hacia la inconsciencia y los excesos. Para él, la familia está en todas parte de su natal Puerto Rico, pero principalmente la encuentra en Loíza, un pequeño poblado, de apenas 30 mil habitantes, cerca de la costa del Atlántico.

El lugar es mayormente conocido por ser uno de los sitios que más enraíza la herencia de la cultura negra en el país. Se trata, finalmente, del puerto donde los esclavos negros desembarcaban y eran distribuidos hacia diferentes lugares de Latinoamérica. Tego ve a Loíza como lugar fundacional de este álbum; antes que boricua, es negro. Por eso transforma este poblado en su lugar de enunciación, lo escoge, aunque el lugar no lo haya escogido a él —de hecho Tego emigró desde joven a Miami, donde entró en contacto con la cultura de masas y sus ritmos más transversales, el hip hop, el rock y el jazz.

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Esta identidad tripartita (es a la vez negro, boricua y americano) le permite distinguir las falacias de los constructos sociales y el disparate de las identidades nacionales. Sabe que no debe retarse ningún esquema de identidad sin construir una propia que pueda hacerle frente. En la guerra conviene tener las herramientas para luchar, aun si esta guerra se da solo desde el lenguaje. Las herramientas, las armas, las palabras de Tego, son, antes que nada, un llamado a reventar la falsa idea de la división social como orden y organización. En “Loíza”, Tego canta: “Yo no tengo na' / Solo esta letra encabroná / Y la capacidad de no creer en tu verdad”. “Pal carajo España”, remata después. Ése es el primer Tego; un tipo profundamente consciente de su negritud que no pertenece a ninguna clase social, pero sabe que para deconstruir la pirámide primero hay que señalar su existencia: primero hay que mostrar que la injusticia, por más ropa Gucci, por más Rolls Royce tuneados, por más viajes a Miami que tu vida te permita comprar, está ahí y es hasta cierto punto inamovible.

Como casi cualquier puertoriqueño —como casi cualquier latinoamericano—, Tego se mueve entre el desencanto y la dicha de pertenecer a una región del mundo donde el sinsentido y la tristeza son también razones para echar un baile. Al escuchar El Abayarde se puede pensar que se trata de otro álbum de hip hop en español, pero esa es solo la investidura. En el fondo, el baile brota por todas partes: un baile abrasador, hermano del perreo, pero menos explícito, más descontrolado, como el bullicio tomando forma o una coladera tapada que echa todo el desperdicio hacia afuera.

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Así comienza “Pa’ que retozen”, hasta el día de hoy la canción más escuchada del Tego Calde en Spotify y, también principalmente, uno de los himnos incontestables en los antros, las pistas del baile, los perreos y las fiestas cuyo playlist abraza el reggaetón sin la cautela de generaciones anteriores. Generaciones como la de Tego que vieron en el género una música callejera, de las clases pobres, "desagradable" por su expresivo baile y por las personas que la escucharon: criminales, malvivientes, borrachos que apestaban a falso Calvin Klein; personas que nuestro clasismo orilló a la periferia, sin permitirnos una escucha atenta de las expresiones —también artísticas, también necesarias— que enfatizaban en cada salida durante el fin de semana.

Las generaciones posteriores no se detuvieron, con toda fortuna, en sus prejuicios. Escucharon más allá de la simple segregación, más allá del ingreso quincenal, y realizaron un gesto definitivo: se permitieron entrar en el reggaetón con inocencia, libres de toda contaminación, sin contradicciones. Hoy el género es uno de los más escuchados en América Latina y se escucha en prácticamente todos los estratos sociales y culturales. Es probablemente el estilo musical que menos ha de esforzarse para capturar la atención de un escucha.

Las razones son varias, desde la estructura simple del género cuyo ritmo contagia también al pop y artistas como Justin Bieber, Ed Sheran, Major Lazer; el hecho de que la mayoría de los artistas que no crea “álbumes” como tal, sino que se enfoca en realizar canciones que puedan incluirse dentro de cualquier playlist —Spotify ha sido un ancla sin precedentes en la expansión del reggaetón a través del globo. Finalmente, el estilo permite una escucha inmediata que impacta desde el primer instante, no por su calidad sino porque apela a nuestra forma de socializar, se mueve casi como una producción de Netflix, con la finalidad de distraer y entretener: beats pesados y lentos, vocales híper agudas, letras sencillas incluso cuando son rapeadas.

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Es discutible si El Abayarde constituye uno de los primeros ejemplos de las capacidades del género. Antes de él, artistas como Vico C y Dj Negro ya habían realizado una exploración muy amplia de los límites que tenía; mientras que los contemporáneos de Tego, como Héctor el Father y Daddy Yankee, también buscaban cómo potenciar el reggaetón más allá del underground, cómo hacer que adquiriera la dimensión que tanto tiempo habían estado guardando. Esfuerzos aparte, el de Tego es uno de los primeros álbumes que da lata incluso en los escuchas que rechazan el reggaetón.

De hecho, la rola que inaugura y da nombre al álbum no podría definirse estilísticamente como reggaetón, es hip hop straight forward. Nada más. Un beat inolvidable, con un sampleo de “Minnie the Mootcher” de Cab Calloway en la primera línea de batalla, y la “lírica que arde” de Tego, capaz de repasar con la misma agilidad verbal el léxico puertorriqueño y referentes de los mass media norteamericanos como el luchador Ric Flair de la WWE (para más señas, este video de Bad Bunny).

Su sistema finalmente es el lenguaje o la dirección que el lenguaje marca cuando se ha liberado de toda restricción y atadura; es hip hop, lengua viva, encarnizada, que se habla rico, con tropiezos, omisiones e imperfecciones, pero, en el fondo, más real y más significativa que la lengua prodigiosa e hipercorrecta de los grandes volúmenes empastados de la RAE. Frases agramaticales, rimas imperfectas, localismos y usos inalterados del habla de barrio, están presentes en gran parte del álbum. Porque es a través del lenguaje como rehuye de cualquier oficialidad y, al mismo tiempo, de forma mucho más contundente, se muestra también como una reafirmación de la identidad invisible de las clases bajas puertorriqueñas.

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Foto vía el Facebook de Tego Calderón

Detenernos aquí es obviar uno de los aspectos fundamentales del álbum: ahí donde el lenguaje habla y compone hip hop, la música retrata el parangón latinoamericano. Si el lenguaje de Tego es español atravesado por ritmos en inglés; su música es producción estadounidense hecha con piedra latina. Ritmos negros, ritmos boricuas, ritmos salsas, ritmos bomba, ritmos incontestablemente nuestros, de oído, de cora. Aunque los beats parezcan propios de la tradición norteamericana, la música surge de los salones de baile clandestinos y encendidos a humo de habano. Eso le da su particular sabor al álbum y es también el aspecto que mejor define su influencia, hasta hoy día.

El lenguaje es la distancia, dijo Foucault. Pero esa distancia es relativa al hablante y hay un cierto español que sólo Latinoamérica entiende. Hay un cierto español que más que distancia, genera entendimiento, comunidad y ataduras. Ese es el español que habla Tego, y que habla en reggaetón. Es el español de los que estamos al filo de casi toda miseria, el español de los que inventaron el agradecimiento a la familia, al pueblo, a lo bien nuestro; el español de los canchanchanes, los pirateros y los bacatranes; el español de los que han hecho todo tipo de trabajo y tiran pa’ arriba; de los que saben que si Dios te la dio, ojalá San Pedro te la bendiga.

Con sus ligeras excepciones, Latinoamérica es un barrio gigantesco: la desigualdad es imperante, algunas de las ciudades más violentas del mundo están aquí, y, la familia, suprema, interior, casi mística, es un valor incorruptible, aunque frágil. Tego escribió El Abayarde desde este sentido de barrio: naciones inconclusas, lenguaje que —oficialmente— no es, sociedad que crece al margen de la sociedad; insectos que pululan a fuerza de sobrevivir y existir.

El reggaetón es justo uno de los géneros emblema de la supervivencia latina. Está hecho de pura costilla y beat pesado, de lenta evolución e identidad forjada en los litorales. Es un estilo que pica y deja ronchas. Incluso hoy día, oficializado, absorbido por el mercado, blanqueado por Pitchfork, da comezón. La comezón del abayarde, del bicho latino que se encoleriza sin prisa y arranca su denuncia mediante el baile, la pista y el retoce. Hoy el reggaetón está a medio camino entre la revuelta y el baile. Lo cual no debería extrañarnos, pues en Latinoamérica, revuelta y baile han sido, casi siempre, la misma cosa.

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