La Iglesia chilena arde: 34 obispos renunciaron tras escándalos de abuso sexual
El papa Francisco tras su visita a Sudamérica en enero de 2018. EPA-EFE/Luca Zennaro.

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La Iglesia chilena arde: 34 obispos renunciaron tras escándalos de abuso sexual

El papa metió la pata.

El papa metió la pata. Así decimos los chilenos cuando alguien comete un error y durante su visita a Chile la metió mal. La presión por corregirla resultó en la más afortunada renuncia de 34 obispos chilenos el pasado viernes 18 de mayo tras escándalos de abusos sexuales por parte de religiosos en su país. Nunca antes había ocurrido que una conferencia episcopal en pleno tomara tal decisión.

La renuncia de los obispos sucedió después de que pasaran tres días en sesión con el papa en el Vaticano, citados por el encubrimiento de los casos de abuso sexual en la Iglesia chilena. Los hechos se revelaron en el 2010, cuando el programa Informe Especial de Televisión Nacional de Chile, mostrara las denuncias de las víctimas de Fernando Karadima, quienes lo habían denunciado inicialmente cinco años antes, sin obtener seguimiento. Fue entonces que la Santa Sede lo declaró culpable y se develó que no se trataban de casos aislados, sino de una red donde muchos más eran partícipes: presuntamente, los obispos, lo que se confirmó a partir de una investigación profunda presentada en marzo de este año, hecha por orden del papa.

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Desde que Fernando Karadima fue condenado por la Santa Sede en el 2011 por abuso sexual y pederastia, una extensa red de encubrimiento se reveló; en los últimos 15 años se han denunciado 80 religiosos a lo largo de Chile. Karadima fue de las figuras más influyentes entre los círculos de clase alta, un guía espiritual celebrado en una de las zonas más ricas de Santiago. Su caída marcó un quiebre en la Iglesia, protegiéndose más que nunca entre ellos y generando mayor distancia en la gente. Ahora exhalan de alivio con la idea del episcopado completo desplazado, una sensación de represalia.

La decisión llegó como un terremoto en la Iglesia. En un comunicado leído en Roma, reconocieron “la incomprensión y los ataques de la propia comunidad eclesial” a las víctimas, y agradecieron su perseverancia y valentía. Calificaron “un abuso de poder inaceptable y consciente” en la estructura de la Iglesia (aunque sean ellos mismos las piezas del sistema). Ahora depende del papa quiénes conservarán o dejarán su cargo, lo que podría tomar entre dos y tres semanas mientras continúan su ejercicio, aunque algunos no se ven tan convencidos de dejarlo: Horacio Valenzuela, por su lado, afirmó que “seguirán caminando juntos como su obispo hasta que la voluntad del Señor diga otra cosa”.

La noticia retumbó en todo Chile. El viernes en la mañana recibí un mensaje de una amiga (chilena y católica) diciendo que “la Iglesia católica está ardiendo” y que “crímenes fuertes exigen soluciones fuertes”. Su reacción refleja el ánimo de un país, donde la Iglesia ha perdido cada vez más terreno. Sus adeptos han disminuido de 73 por ciento a 45 por ciento en una década, y sólo un 44 por ciento asegura confiar en la institución, lo más bajo de Latinoamérica (donde promedia un 65 por ciento).

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Cuatro de los obispos fueron formados por Karadima —suspendido por la Santa Sede, pero sobreseído por la justicia chilena—: Andrés Arteaga, Felipe Bacarezza, Tomislav Koljatic y Juan Barros, tres de los cuales son ahora inculpados como testigos y encubridores del mismo. La polémica giró en torno al último, Barros, quien fue apostado por el papa como obispo de la ciudad de Osorno —al sur de Chile— en el 2015 a pesar de ser acusado como cómplice de los delitos sexuales. La reacción fue inmediata entre los osorninos cuando asumió en la diócesis entre protestas y la ausencia de la jerarquía católica y las autoridades locales. Un grupo en particular, los Laicos de Osorno, buscaron una reunión privada durante la visita papal, pero se tuvieron que remitir a protestar después de que se les fuera negada, sumándose a las varias manifestaciones que marcaron el paso del pontífice por el territorio chileno.

El papa Francisco en la Catedral de Santiago de Chile, el 16 de enero de 2018. EPA-EFE/Luca Zennaro.

“La peor visita en sus cinco años de pontificado”

En enero de este año, el Papa aterrizó en el país donde está peor evaluado de la región, con un 5.3 de un máximo de 10. La opinión se inclinaba a considerar el feriado aprobado por diputados innecesario para un país que se supone laico, así como los excesivos 7,000 millones de pesos chilenos aportados por el Estado para seguridad, logística y pérdidas ocasionadas por el festivo. La idea era asegurar la mayor concurrencia posible y fue extraordinaria en las imágenes captadas por la prensa donde se mostraba la absoluta escasez de público. Pero una sombra pesaba aun más: el encubrimiento de abusos sexuales.

Francisco mostró tener claro que no podía evadir el tema cuando reafirmó el apoyo a las víctimas en el Palacio de la Moneda. Más tarde, se reunió con víctimas de abuso, y lo reiteró en la Catedral Metropolitana con sacerdotes, seminaristas, religiosos y consagrados; sin embargo, sus esfuerzos se velaron cuando la gente notó la presencia de Juan Barros, así como la ausencia de Juan Carlos Cruz, José Andrés Murillo y James Hamilton en la reunión con víctimas, los tres denunciantes de Karadima. Cruz —junto a Murillo y Hamilton— ha acusado a Barros y declarado que “estaba parado al lado mío cuando Karadima nos toqueteaba y nos daba besos”; así como ha subrayado la complicidad de los obispos Horacio Valenzuela y Tomislav Koljatic.

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El papa calificó de “calumnias” las aseveraciones contra Barros hasta que hubiesen pruebas, empeorando su distancia con el pueblo chileno cuando ya se había visto como un constante defensor del obispo. Cruz fue el primero en responder a través de Twitter, donde ironizó la plausibilidad de tener pruebas con una selfie y señaló que “Seguimos igual y su perdón sigue siendo vacío”. Murillo también se expresó por la misma red social, recordándole al papa que su lucha es contra el abuso.

Esa fue la gran metida de pata, y el desconcierto fue proporcional en un país donde ya caía su popularidad, obligándolo a pedir perdón antes de dirigirse a Perú. Pero la única forma de remediarlo fue encargar una investigación a cargo de Charles Scicluna, arzobispo de Malta y uno de los expertos más prominentes de la Iglesia frente a casos de abuso sexual.

Charles Scicluna, arzobispo de Malta. Febrero, 2018. EPA-EFE/Esteban Garay.

El verdugo de Marcial Maciel

Scicluna es conocido como el mayor promotor de la justicia vaticana, bautizado por los medios como “el verdugo de Maciel”: jugó un papel clave en la prosecución de Karadima y expuso al fundador de Los Legionarios de Cristo. Junto a Jordi Bertomeu, oficial de la Congregación de la Doctrina de la Fe, fue el enviado papal: viajaron a Chile y Nueva York en febrero para hacer una recopilación de 64 testimonios de tanto religiosos como laicos, muchos contactándolos para compartir información. Lo descubierto devino en un informe de más de 2,300 folios, constatando la destrucción de documentos deliberada por encargados eclesiásticos y la presión ejercida sobre denunciantes o posibles persecutores de un proceso penal. Así también se evidenció el acogimiento de los acusados en otras diócesis, enterrando su historial y continuando su contacto con otros menores.

A partir del informe, el papa Francisco se dirigió al episcopado chileno reconociendo “graves equivocaciones de valoración” debido a “falta de información veraz y equilibrada”. Entonces dijo sentir dolor y vergüenza, y pidió perdón a todos aquellos ofendió. Invitó a Cruz, Murillo y Hamilton al Vaticano para dialogar con cada uno de ellos a principio de este mes, y de acuerdo a Cruz, el papa se identificó como parte del problema. En una conferencia de prensa conformada por los tres, afirmaron el arrepentimiento del pontífice, pero lo exhortaron a convertir su “cariñosas palabras” en “acciones ejemplares y ejemplificadoras”.

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Las consecuencias

El episcopado voló a Roma 12 días después, junto con el cardenal Errázuriz —arzobispo de Santiago durante la investigación de Karadima, y ahora consejero personal del papa— y el arzobispo actual Ricardo Ezzati por citación Vaticana. Allí, durante tres días, se encontraron con el papa Francisco y los rumores de renuncia comenzaron a circular entre la prensa chilena e internacional. Finalmente, comunicaron su resolución.

Errázuriz y Ezzati quedan en un limbo incierto. Los cardenales, con más poder en sus manos, se han protegido: el 10 de mayo, Errázuriz negó en una carta encubrir la investigación de Karadima (las primeras acusaciones tuvieron lugar en el 2005 y solo fueron ahondadas en el 2010), alegando falta de pruebas. Asimismo, al día siguiente de la renuncia del episcopado, Ezzati declaró que el encubrimiento de los abusos sexuales son una novedad para él.

Los denunciantes de Karadima celebraron la noticia. Cruz tuiteó que cambió la historia para la obispos corruptos y para los sobrevivientes del mundo entero. Murillo clamó que solo merecen irse debido a que “todos entraron en el juego narcisista del poder que se mira a sí mismo” y los tachó de delincuentes.

Cruz había dudado del papa tras enviarle una carta en el 2015 denunciando a los obispos Barros, Koljatic y Valenzuela como cómplices de Karadima, sin respuesta. La entregó el cardenal O’Malley, arzobispo de Boston, quien fue clave en presionar al papa en tomar acción. No obstante, tras su reunión con Francisco el 29 de abril, aseguró que el papa estaba mal informado, lo que suscita cuestionar quién lo informa —el cardenal Errázuriz— y qué significa para la Iglesia. Por otro lado, criticó el cinismo de los obispos al condenar el abuso de poder, debido a que los considera los causantes de todo el sufrimiento.

La gente no aguantó más. Esperábamos, tanto católicos como no creyentes, que la Iglesia explotara en llamas y consumiera sus andamios, unos por la decepción y otros por la descomposición. Pero la dimisión conjunta trajo más aplauso que pataleo. Queda esperar que no sea solo un espectáculo que divierta la atención de la raíz del problema: el abuso del poder, la formación insidiosa de los sacerdotes y una profunda investigación pendiente que abarque los múltiples casos que quedan sin resolver y la estructura que los encubre; sea tanto en Chile, como en el mundo.