Haití en Mexicali: La nueva frontera del perreo

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Música

Haití en Mexicali: La nueva frontera del perreo

Algunos haitianos forzados a quedarse en la ciudad más al norte de Latinoamérica, utilizan el bar Rancho Grande para perrear y conocer señoras.

Si jugamos a encontrar Mexicali en un planisferio sin división política nadie podría dar con ella. Es una ciudad mínima comparada con su hermana popular y mean girl por excelencia, Tijuana. Mexicali, incluso, está atrapada en un enorme agujero: un chiste que se cuenta solo. A los cachanillas, como se nos denomina a los habitantes gracias a una planta endémica que tiene un irónico parecido con las bolas estepicursoras usadas en las pelis del viejo oeste para subrayar el abandono de los pueblos fantasma, no nos aporta nada saber que somos “la ciudad más al norte de América Latina”, porque siempre sale algún fan de Manu Chao a recordarnos que Tijuana es la esquina del mundo (generalmente un fan poco enterado, porque “La esquina del mundo” es una canción de la banda noventera Tijuana No).

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El caso es que, planisferios aparte, Mexicali con sus cincuenta grados Celsius a la sombra, rara vez resulta ser el lugar al que las personas quieren, por su gusto y decisión, ir para quedarse. Hasta en los libros de historia los testimonios de los pioneros dicen que fundaron la ciudad porque no les quedó de otra. De común, se trata de una zona de paso, de un tránsito obligado para aquellos que quieren asentarse en Tijuana o pasar a los Estados Unidos. O así era hasta hace algunos años. A veces parece que el flujo migratorio de pronto ha dejado de fluir para estancarse: miles de deportados y migrantes de diversos lugares del país y Centroamérica, por distintas razones, han terminado atrapados en una ciudad de clima ingrato y aspiraciones inverosímiles.

Podría pensarse que las dinámicas de Mexicali son tan distintivas como en cualquier otra ciudad fronteriza, pero juro cruzando mi corazón que aquí es peor porque estamos de verdad, sincera y totalmente seguros, desde el fondo de nuestras acaloradas almas, de que no somos racistas ni clasistas. ¿Cómo podríamos serlo si la clase media lleva una década dando sus últimos estertores y coexistimos con chinos, japoneses, colombianos, cubanos e hindús en una santa paz multicultural? Ah, pues sí somos. Quien diga que no quisiera ser ciudadano gringo, miente. Aquí se odia con ganas el Tratado de Guadalupe Hidalgo, pero no por alguna forma de espíritu nacionalista, sino por el más rampante malinchismo. Total, qué les costaba a los estadounidenses anexionarse otro pedacito. Aquí, si no se tiene la suerte de la doble ciudadanía, se atesoran con fruición la visa y la sentri card, y en cada casa mexicalense se marca en los calendarios la fecha de renovación como si se tratara de un evento especial.

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Y resulta que en estas condiciones, el periplo haitiano detonado por el terremoto que hubo en 2010 en la isla, tuvo su culminación en nuestra frontera hace casi dos años, cuando llegaron los primeros haitianos con intenciones de pedir asilo político en los Estados Unidos, en un timing tan desafortunado que coincidió con el arribo de Donald Trump a la presidencia y su cruzada política de muros, racismo y misoginia. Y atención: la mayoría de los haitianos aterrizó directamente en Tijuana y solo cuando la situación en los albergues se volvió insostenible, algunos decidieron descender por la Rumorosa buscando un modo más sencillo de legalizar su situación migratoria.

¿Recuerdan que ahí arribita escribí que en Mexicali somos racistas y clasistas? Pues en un ejercicio de exotización sin precedentes, los cachanillas podemos mirar con miedo, asco y lástima a los migrantes deportados que sobrevivieron a los minuteman y los agentes de la border patrol, o a los salvadoreños y guatemaltecos que sobrevivieron a La Bestia y que ahora hacen lo propio en las calles cercanas a la garita internacional, y tildarlos de muertos de hambre que son pobres porque quieren, por adictos y huevones, pero a los haitianos, a ellos los recibimos con los brazos abiertos porque son gente de bien, con estudios, profesionistas que hablan más de tres idiomas y se vieron vulnerados por un desastre natural.

Y adivinen qué: son negros. *Guiño*

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Así, desde 2016, los haitianos han ido integrándose de a poco a la vida económica formal e informal de la sociedad mexicalense, trabajando donde y como pueden durante la semana, pero cada sábado después de las once de la noche reuniéndose en el Rancho Grande. El lugar es conocido como “el bar de los haitianos” desde que lo regentean Pouchon, un inmigrante de la tan vapuleada América Insular, y su novia, una matrona cachanilla de cepa que por las mañanas atiende un salón de belleza en el primer cuadro citadino, (tan cerca de la aduana que bien podría estar en Calexico, CA.), y al anochecer se aposta detrás de la barra con su hija, desde donde ambas dan salida a caguamas en todas direcciones y Pouchon se encarga de que la música suene a decibeles imposibles.

El Rancho Grande es un galeroncillo rectangular que se anuncia con capacidad para 150 personas pero en el que no caben apretujadas ni la mitad. Gran parte del espacio lo ocupa la barra, larga y gruesa como una mala metáfora de lo que pasa dentro de esas paredes. Al fondo están los baños, sin puertas en la entrada, de drenaje caprichoso y más o menos funcional con unos cubículos “hechizos” que recuerdan mucho a una favela. El resto del bar está salpicado de mesas escuálidas, desbalanceadas, y sillas que habrán conocido mejores tiempos y ahora se esfuerzan por soportar el peso de los traseros que se dejan caer en ellas.

La pista improvisada del Rancho Grande se abre al ritmo de Tony Mix, el DJ favorito de los asistentes, que Pouchon pone en las pantallas directo de YouTube y cuyas canciones, según lo que indica el traductor de Google del criollo haitiano al español, tienen cierta marca combativa; es decir, no solo es música bailable, sino que muchas de sus letras reivindican el poder negro, mezclando los estribillos típicos del reggaetón con estrofas que abordan temáticas sociales de actualidad y otras que hacen alusión a la esclavitud histórica. Puede decirse que el Rancho Grande se ha convertido en el punto nodal del intercambio entre las culturas cachanilla y haitiana.

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Este bar es el espacio que los haitianos han hecho suyo para mostrar los mejores pasos de hip-hop creole y afro electrónico de Puerto Príncipe que se intercala en las bocinas con el más estruendoso reggaetón de moda, cumbia, banda, corridos y hasta Juanga con mariachi, para después ponerse románticos con un poco de konpa, un sonido simple y lento derivado del carabiné y el merengue antillano. Con la voz de Pipo, frontman de Klass, la banda favorita de konpa de Pouchon, las luces se amortiguan y las parejas, en su mayoría conformadas por hombres haitianos y mujeres mexicanas que han encontrado en ellos ciertas satisfacciones, se dedican a darse cariño; mientras grupitos de haitianos solos cantan con verdadero sentimiento las baladas, abrazados y golpeándose el pecho para enfatizar lo que parecen ser letras sobre amores perdidos y nostalgia por la isla.

Entonces, Pouchon decide que ya estuvo de cursilerías y Tony Mix vuelve a la carga haciendo perrear sin descanso hasta al guardia de seguridad, que desde la puerta juega a disparar su taser a las travestis y transexuales que deambulan por la avenida a la espera de clientes, en la acera contraria, porque los haitianos son famosos por haber dejado clara su heterosexualidad, su poca tolerancia y sus humores volátiles, por lo que no tienen caso las confrontaciones gratuitas. Y por cierto, también han dejado claro su machismo, porque aunque es obvio que en la ciudad hay cientos de haitianas que llegaron con sus familias, es casi imposible toparse con una. Públicamente, en lo que se refiere a la vida nocturna, pareciera que sólo hay hombres haitianos.

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Una peculiaridad del Rancho Grande es la gran cantidad de señoras de mediana edad, entradas en años y en carnes, acompañadas por haitianos jóvenes con los que han llegado a algún tipo de acuerdo para el intercambio de favores sexuales por efectivo. Lo mismo que mujeres quizá no tan mayores, pero sí poco agraciadas de acuerdo a los estándares de belleza vigentes. Algunas son, a plena vista, bastante pudientes en términos económicos y llevan sendos anillos de matrimonio brillado en sus anulares; otras han gastado hasta su último centavo acicalándose y han reunido con esfuerzo la cantidad necesaria para pasar tiempo con alguno de los pocos haitianos que no están “comprometidos” y se pavonean por el sitio dejando un rastro de tetosterona en el ambiente que las hace babear.

Geoffrey, un ingeniero en sistemas egresado del École Supérieure d'Infotronique d'Haïti, quien por ahora trabaja como despachador en una cadena de fruterías locales con la esperanza de reunir lo suficiente para volar a Canadá, donde lo esperan su esposa y dos hijos, me ofrece el revolcón de mi vida por $1500 pesos, con posibilidades de establecer una relación esporádica en la que cada vez que me ponga de cabeza en algún hotelucho de mala muerte, tendré que desembolsar la módica cantidad de $500 más el cuarto. Es entonces cuando empiezan a cargarse de sentido muchas escenas de la noche, aunque pensándolo bien, veo a las morras a mi alrededor y lo último que se me ocurre es sentirme halagada.

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Pinche Geoffrey. Le pregunto si es cierto eso que dicen de los negros y me sonríe dejando expuesta una dentadura perfecta, que de tan blanca, al contacto con las luces de colores audiorítmicas lanza unos reflejos que hacen parecer su piel pulida en ágata. Cuando le explico que no estoy ahí para buscar novio haitiano, insiste un poco haciendo una rebaja en su tarifa pero finalmente se da por vencido y pasa de mí como si no existiera a pesar de que más tarde nos topamos varias veces en la barra.

Otro fenómeno que puede observarse en el Rancho Grande, es el denominado “efecto rémora”, que es cuando un mexicano (porque nunca se puede asegurar que sean locales o foráneos) se pega a una camarilla de haitianos ligadores a ver qué chava queda fuera de los emparejamientos interraciales y, para no irse como una perdedora, debe resignarse y tirarse al tipo que sobra. Después de ver dicho efecto materializarse tres veces, tengo ganas de ir a detener a la cuarta desconocida que está a punto de dejarse fajar por el fulano rémora, tomarla por los hombros y decirle “date cuenta, amiga”, pero supongo que por lo menos a los mexicanos no hay que pagarles.

Algo me posee y aunque no me interesan para nada los abuelos tarareo “a mí me gustan mayores, esos que llaman señores” y bebo mi cerveza apaciguando el impulso de metomentodo profesional, consciente de que a Virginie Despentes y Camille Paglia les acaba de dar un retortijón donde quiera que estén, y de que en un universo alterno, mientras el hombre rémora lleva al estacionamiento a la desconocida, un hada ha muerto y un unicornio perdió sus coloritos.

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