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Fotos por Paola Aranda

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“Comía hielo con azúcar”: Fui diagnosticada con anorexia nerviosa a los 16 años

Contaba el cereal y cuántas calorías quemaba si me bañaba con agua helada.
PA
fotografías de Paola Aranda

La primera vez que fui consciente de mi cuerpo tenía 12 años. Recuerdo que traía puesta la playera de manga corta que me ponía para dormir, cuando vi mi brazo, pinché mi piel y pensé: “tengo mucha grasa, mi brazo se ve muy grande con esta playera. No me gusta”.

Comencé a llorar debajo de las sábanas y le inventé a mi mamá que me dolía la garganta para no ir a la escuela.

El detonante fue simple, pero el deterioro progresivo.

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Comencé a pensar en mi cuerpo con más frecuencia. Le preguntaba a mis compañeras de secundaria: “¿Crees que soy delgada o gorda?” Ellas respondían: “Estás normal” ¿Qué significaba eso? Su respuesta no había sido “Estás flaca”.

Siempre he sido de complexión delgada y a los 13 años mi cuerpo todavía era el de una niña, pesaba alrededor de 43 kilos, que era un peso saludable para mi edad. No me gustaba.

Un día googleé “¿Cómo bajar de peso?” y en menos de dos segundos me inundé en información. Navegando por los resultados me topé con lo que sería mi nuevo pasatiempo: una página pro-ana.

Pro-ana es el término para un grupo de personas que promueven la anorexia. El blog estaba lleno de “tips” con fotos y comentarios de personas que se identificaban con el objetivo: bajar de peso rápido.

Llegaba de la escuela y me pasaba horas y horas en mi nuevo descubrimiento. Leía posts de “¿Cómo bajar 10 kilos en dos semanas” o sobre “La dieta del arcoiris”, que consistía en comer frutas y verduras de un solo color para cada día.

A los 14 años pesaba 39 kg, seguía haciendo dietas y estaba obsesionada con medirme los muslos todos los días hasta lograr que no se tocaran entre ellos. Nada me decía que estaba haciendo algo mal, hasta que un día, en clase de biología, la maestra prendió el proyector y nos mostró un video sobre Isabelle Caro, una modelo francesa que sufrió de anorexia nerviosa desde los 13 años y murió a los 28 años de edad.

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Las caras de mis compañeros eran de confusión y repulsión: “mira los huesos de su espalda”, murmuraban. En mi mente era distinto: las palabras que la modelo decía sobre la anorexia me daban igual, yo sólo veía cómo le quedaba el vestido morado que usaba en el video. Pensé que se veía más alta, más elegante, que tenía unas piernas muy largas y que sus muslos no se tocaban.

Sabía qué era la anorexia. Había escuchado sobre desordenes alimenticios durante años en la escuela y me ponía incómoda, prefería no saber nada del tema.

De acuerdo con la psicoterapeuta Eunice Pool, los desórdenes alimenticios son una manifestación extrema de la conducta alimentaria ya sea restrictiva, como la bulimia o la anorexia, o compulsiva como los atracones (binge eating). Las causas dependen de cada paciente.

“Ya terminé, ma”

Con el tiempo, las cosas empeoraron. En el desayuno, antes de ir a la escuela, mi mamá partía fruta y la ponía frente a mí. Yo buscaba cuántas calorías tenía la fruta, si superaba las 100, no la comía.

Las primeras veces mi mamá me dejaba ir, siempre y cuando se asegurara de prepararme un lunch para llevar a clases, pero después de unos días me dijo: “Si no la comes, te quito la computadora”

Creé una estrategia. Escondía una bolsa de plástico en las bolsas del pantalón de mi uniforme y me aseguraba de que mi mamá me viera metiéndome el pedazo de fruta a la boca, cuando se volteaba, la escupía en mi mano y la metía a la bolsa de plástico. “Ya terminé, ma”, le decía.

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Al llegar a la escuela la tiraba en el bote de basura y me ponía de buen humor, me motivaba a seguir con el ayuno lo más que pudiera.

Una vez, una de mis amigas me vio haciéndolo. Me sudaron las manos y antes de que pudiera hacerme una pregunta, sólo le dije: “No me gusta la sandía”.

Mis hábitos llegaron a superarme. Comía un plato de arroz blanco al día, saltaba 800 veces en mi cuarto hasta que me dolía la cabeza, así quemaba las 200 calorías del arroz. Tomaba de 5 a 6 litros de agua al día para ir al baño y que mi abdomen se desinflamara, ya que la falta de alimento hace que retengas líquido y me hacía pensar que subía de peso en vez de bajar.

Mi obsesión por las calorías se intensificó al grado de contar el cereal, las uvas y las mordidas que le daba a la jícama. En mi vida, la comida ya no era una necesidad, era una manía y todo un ritual.

Recuerdo haber leído algo sobre la energía que gasta el cuerpo cuando intenta calentarse. Ese día me metí a la regadera con agua helada. Mi quijada se tensaba y me dolían los dientes, pero sólo pensaba en cuántos gramos de grasa estaba quemando.

“Te ves muy delgada”, me dijo una maestra cuando entré al salón. Tenía 15 años y estaba en mi último año de secundaria, pesando cerca de 37 kg. Hasta la fecha es difícil explicar lo que sentía cuando alguien hacia comentarios como ese. Una parte de mí se sentía bien, pero otra, al fondo de mi mente, me decía que sus caras eran de preocupación y que yo debía estar haciendo algo mal.

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La hora de cenar era la peor parte de mi día. Sin haber comido nada hasta ese momento, mi cuerpo no podía ser engañado y sentía un impulso por comer lo que fuera, así que empezaba un ciclo que no podía parar.

Me atascaba de galletas, pan dulce, cereal, jugo y yoghurt hasta que sentía asco. Es una compulsión relacionada a los desordenes alimenticios llamado binge eating.

Después llegaba el miedo irracional y dejaba de comer por 48 horas. Un ciclo de nunca acabar que comenzaba con una alarma en mi celular y haciéndome rayitas con una pluma en el tobillo por cada hora que pasaba sin consumir alimentos.

Los problemas físicos también se intensificaban con el paso del tiempo. Me daban dolores de cabeza insoportables, me temblaban las piernas y me desvanecía.

Anorexia nerviosa

Llegué a mi punto más bajo a los 16 años con 36 kg. El primer desmayo fue suficiente para que mis papás me enfrentaran. Podía engañarlos con camisetas holgadas, pero no podía ocultar los problemas físicos.

Ellos estuvieron ahí 24/7. Cuando tienes un desorden alimenticio te conviertes en un experto del engaño. Nunca culparía a mis padres, es más, aún me avergüenza la cantidad de mentiras y los momentos de preocupación que los hice pasar.

Se preguntaban si ellos habían tenido algo de culpa, ¿qué había detonado mi obsesión? Les negué mil veces que ellos tuvieran algo que ver, pero yo también me hacía la misma pregunta. Aunque no existe una causa profesionalmente reconocida, la psicoterapeuta Eunice Pool aclara que depende de cada paciente, es decir, su endocrinología, psiquismo e historia de vida, pues puede haber algunas anorexias relacionadas con desordenes bioquímicos.

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Recuerdo cuando nos sentamos a la mesa y me dijeron que sabían que algo andaba mal. En ese momento rompí en llanto. Sentía una culpa inmensa, pero al mismo tiempo me atormentaba el miedo a lo que iba a pasar: si iba a un hospital o a una clínica, era para subir de peso y eso para mí era el pensamiento más escalofriante del mundo. Nadie me iba a preguntar si quería ir o no. Al siguiente día comencé mi terapia.

Fui diagnosticada con anorexia nerviosa a los 16 años.

Según Ivonne Lara, psicóloga, la anorexia nerviosa tiene como característica principal la preocupación obsesiva con la imagen corporal y la pérdida de peso. Lara afirma que aunque trabajar en terapia familiar e individual y combinar las terapias con un tratamiento médico y dietético es una gran parte de la recuperación, lo más importante es que el paciente con anorexia se quiera curar.

Al salir de la primera cita con la doctora, mi panorama cambió. Al igual que el trastorno, la recuperación es progresiva.

Fue como si hubiera salido de mi cuerpo un rato a verme desde afuera. Una de las cosas que aprendí en recuperación fue que la conciencia es el arma más poderosa para dos cosas, para enfermarte y para curarte.

Suena más fácil de lo que fue. El análisis de conciencia que no sabía que necesitaba fue la clave para ayudarme a mí misma. Hasta el día de hoy, cuatro años después de mi diagnóstico, hay días buenos y hay días malos, pero sigo trabajando con especialistas.

Mi desorden alimenticio me quitó muchas cosas, mis huesos se deterioraron, sufro de insomnio, tengo taquicardia frecuentemente y me da miedo pesarme. Hace cuatro años que no lo hago. Pero ahora más que nunca me siento feliz conmigo misma, ya no cuento el cereal, ni me baño con agua helada.