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La plaga

La nueva cocaína de Perú

El oro se ha vuelto el producto más ilícito de América.

Un comprador de oro en La Pampa muestra una lámina de oro que acababa de comprar, la cual fue extraída de las minas. Fotos por el autor.

Perú es el segundo país del mundo con más bosque tropical en su territorio, pero gran parte de sus riquezas están desapareciendo rápidamente. La minería ilegal para sacar oro —granjeros que buscan oro y lo venden en el mercado negro, para que pueda usarlo tu prometida en su dedo— es la principal causa de devastación. De acuerdo con el ex ministro peruano de Medio Ambiente, Antonio Brack Egg, la minería ilegal de oro ha devastado casi 150 mil hectáreas del Amazonas peruano. Es decir que aumentó siete veces desde el año 2000. Debido a la explotación, la criminalidad y las ganancias ligadas con el tráfico ilegal, algunos analistas han comenzado a llamar al oro “la nueva cocaína” de Sudamérica.

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En abril de este año, en medio de una turbulenta tormenta eléctrica, llegué a la ciudad de Puerto Maldonado, un centro industrial ubicado en el sudoeste de la selva amazónica. Sin taxis a la vista, le pedí indicaciones a una señora que vendía comida afuera del aeropuerto. Señaló hacia el este, hacia la ciudad. Comencé mi caminata con los pies empapados de lodo por un sendero junto a la jungla.

Media hora después, comencé a ver calles llenas de gente y negocios cerrados, con las puertas y ventanas clausuradas y letreros que decían “Viva el paro”.

Debido a la devastación ambiental (y la presión internacional para detenerla), el gobierno peruano ha intentado en varias ocasiones poner fin a la minería ilegal. En 25 de marzo, un mes antes de mi visita, el gobierno comenzó a reducir los suministros de gasolina en la región, dejando a los mineros sin combustible para hacer trabajar las bombas y las excavadoras que usan para extraer el oro del suelo. Como respuesta, los mineros bloquearon la Carretera Interoceánica por semanas, hicieron huelgas de hambre y marcharon por las calles de Puerto Maldonado y de Mazuco, otra ciudad cercana. Un minero murió y otros 50 resultaron heridos en enfrentamientos con la policía.

Justo después de mi llegada al pueblo, el gobierno declaró que terminaría oficialmente con toda la minería de la región, por medios militares o como fuera. Pero los 30 mil mineros de oro del departamento Madre de Dios son de las personas más pobres de Perú, y la minería es su única fuente de ingresos. No iban a dejar la minería sin dar batalla. Eso es lo que fui a ver.

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Un manifestante en huelga de hambre en Puerto Maldonado.

En la plaza central de la ciudad conocí a Antonio Fernandini, un antropólogo que ha vivido 22 años en Madre de Dios. Después de pasar por una pequeña puerta de metal, llegamos a un lugar que vendía café en secreto, era un sitio con pinta clandestina (todos los lugares fueron cerrados por la unión de mineros ilegales que operaban en la huelga). El cuarto estaba lleno de humo y grupos de hombres mayores estaban sentados en las mesas tomando sus bebidas calientes y jugando cartas.

Antoni ha trabajado de la mano tanto con indígenas como con mineros en la región. Me explicó exactamente por qué la gente está tan molesta con las decisiones del gobierno de cortar los suministros de gasolina.

“Cada día, los mineros ilegales usan entre diez y veinte camiones con cinco mil galones de gasolina”, dijo. “Necesitan gasolina para operar su maquinaria”.

Paco, un hombre en la mesa de mi izquierda, que es dueño de un restaurante llamado Amazónica, dijo que las huelgas habían afectado los negocios de todos en Puerto Maldonado. Aún así, él simpatiza con los mineros.

“No sé en qué están pensando”, me dijo. “¿Por qué atacar a los mineros? ¿Por qué no enfocarse en los productores de cocaína de la región de Ayacucho? Ése es el verdadero problema en Perú”.

Pero algunos analistas creen que la minería ilegal puede ser un problema más importante —y más peligroso— que la cocaína.

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Desde que se intensificó la minería ilegal hace 13 años, los mineros no sólo han arrasado con el bosque tropical, también han tirado 30 toneladas de mercurio en los ríos y lagos del país, de acuerdo con el proyecto Carnegie Amazon Mercury Ecosystem.

Luisa Ríos Romero, quien trabaja para la ONG Sociedad Peruana de Derecho Ambiental, dice que el mercurio, altamente tóxico, está contaminando los peces locales y afectando la cadena alimenticia.

“El mercurio es dañino para la fauna local, y todavía más importante, para los mineros y sus familias, que viven cerca de las minas”, dijo. “La mayoría de la gente de aquí sufre de envenenamiento por mercurio”.

Vista aérea de la reserva de Tambopata.

Justo antes del amanecer del día siguiente, esperé en el mercado con otras personas hasta que el chofer tuvo suficientes pasajeros para encender el auto. El taxi nos llevó a una hora de la ciudad por la Carretera Interoceánica, a un lugar conocido como La Pampa, parte de la reserva natural protegida de Tambopata. Pero toda la reserva había sido invadida. A un costado del camino una población se había establecido en la entrada de las minas. El pueblo estaba lleno de motocicletas y vendedores ambulantes; cabañas de madera cubiertas de trapos negros y azules se alineaban en las calles de tierra. Pequeños mercados, talleres mecánicos, farmacias y burdeles estaban entre los muchos negocios del lugar.

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A un lado de la calle, detrás de una mujer que vendía una bebida de maíz, conocí a Abel Ouisper, un minero de 23 años de edad. Aceptó llevarme a la parte de la selva donde trabaja. Me subí en su moto y nos fuimos por un angosto sendero de lodo rodeado de árboles frondosos. A gritos me dijo que nos debíamos mover rápido, porque muchas veces hay ladrones a lo largo del sendero que buscan robarle el oro a los mineros.

Cuando terminó el camino nos adentramos en la jungla. A lo largo de kilómetros se extendían líneas onduladas de tierra que formaban un paisaje desértico y gris. Pasamos por unas dunas y luego llegamos al campo donde trabaja Abel. Me dijo que lleva poco más de un año trabajado en las minas y que hace turnos de 24 horas junto con otros nueve mineros, ganando unos cien nuevos soles, alrededor de 35 dólares, por turno.

“Es un trabajo duro”, me dijo. “La mayor parte de los días estoy cansado y hambriento, pero me siento afortunado de tener dinero para mi familia”. Abel migró de Cuzco con su esposa y su hija. Como muchos de los mineros de aquí, dijo que el aumento mundial en el precio del oro —más de 300 por ciento en la última década— había sido uno de los factores que lo trajeron a buscar el oro enterrado en la selva.

Estacionamos la moto al lado de una ruidosa cabaña en la que él y otras personas se quedan. Los demás mineros me saludaron con chistes de gringos, y reían mientras comían arroz con papas. Con mosquitos por todos lados, nos movimos haciaun pantano donde Abel comenzó a trabajar. No traía equipo protector, y el sudor cubría su rostro. Abel brincó a una gran máquina flotante que succionaba lodo desde el fondo de un enorme hoyo lleno de agua. Miré atentamente.

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“No había trabajo en Cuzco”, me dijo gritando para que yo alcanzara a escucharlo a pesar del ruido del motor. “No fui a la escuela porque tuve que trabajar desde pequeño para ayudar a mantener a mis padres. Éste es el único trabajo que hay”.

Abel Ouisper, 23 años, minero de La Pampa.

Finalmente regresamos a la costa y pedí aventón a una moto que se dirigía hacia el pueblo. Viajamos por un camino estrecho hacia la cabaña. Los burdeles a un lado del camino se veían más ocupados que cuando nos fuimos, y había niñas hablando con los hombres afuera de estos lugares. Caminé por ahí un minuto antes de entrar a una colorida cabaña cubierta con luces navideñas.

Cada año, miles de niñas menores de 18 años son llevadas a los círculos de prostitución que operan en la zona. Son traídas de todo el país a burdeles como éste, que han surgido en los pueblos mineros para el servicio de los trabajadores.

Adentro, los hombres tomaban cerveza mientras las mujeres coqueteaban. El olor a sudor me cubrió como una cobija, era casi insoportable. Mientras estaba parado en la barra, una mujer llamada Mariana se me acercó con una sonrisa. Le pregunté cuántos años tenía, y me dijo que 18. “¿En serio?”, le pregunté. “No”, me dijo. “Tengo 15 años”. Era de Puno y llevaba unos meses trabajando en La Pampa.

“Mi familia cree que vivo con un amigo y que trabajo en un restaurante”, me dijo. “Mi padre se moriría si se enterara de lo que hago”.

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Detrás de la barra, habían puesto papel tapiz sobre una puerta. Mientras pasaba por la entrada pude ver un dormitorio improvisado. Había como 20 cuartos separados por lonas de plástico azul. Eran apenas lo suficientemente grandes para tener una cama y una silla de plástico. Estos son los cuartos y despachos de las chicas, en donde tienen sexo con los clientes. Dejé el burdel abruptamente. Tomé un taxi de vuelta a Puerto Maldonado, mientras se ponía el sol en el devastado horizonte.

Jóvenes prostitutas en un burdel de La Pampa.

El 29 de abril los militares entraron a La Pampa. Mientras sobrevolaba la región en un helicóptero del gobierno, la devastación ambiental se podía ver claramente. Parecía como si hubiesen tallado un desierto en la selva. Con pocos árboles aún de pie, este sólo es uno de los miles de espacios vacíos que se forman diariamente en el Amazonas.

En la tierra, el sonido de la maquinaria explotando lastimaba los oídos. Salía humo de las bombas desmanteladas, y la tierra temblaba mientras la gente se dispersaba. Dijeron que lo veían venir pero estaban enojados de todas maneras.

“No somos criminales, somos trabajadores”, gritó un hombre llamado Humberto Ugarte. “No somos narcotraficantes. Somos peruanos trabajadores. Somos familias”.

Ugarte, un viejo andrajoso, se unió al grupo de personas que le gritaba a los oficiales, que desmantelaban las cabañas y juntaban maquinaria para hacerla explotar.

“¿Qué vamos a hacer ahora?”, gritó Ugarte a la multitud. “Necesitamos trabajar. Nos vamos a morir de hambre”.

Un oficial de las Fuerzas Especiales de Perú observa la destrucción de la redada.

Un montón de motores y equipo es quemado en el pueblo improvisado conocido como Mega 13, en La Pampa.