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¡Feliz cumpleaños, Kafka!: Don Erasmo vs. la Cucaracha Madre

Gajes del oficio de un exterminador de insectos en una de las ciudades más grandes del mundo.

No importa qué tanto nos proclamemos en favor de la naturaleza y consideremos que todos sus integrantes son maravillosos, debemos de aceptar que existen algunos pocos que nos producen rechazo inmediato y que la cucaracha es lo peor entre todos ellos. Quizás habrá un par de biólogos que lo nieguen o que, al menos bajo condiciones de laboratorio, afirmen que incluso les gustan; sin embargo, basta que un gordo y lustroso bicho corra por la pared escabulléndose bajo su plato de sopa para que el científico pierda toda frialdad profesional y amenace con demandar al restaurante. No es casualidad que Kafka eligiera a un insecto afín a los coleópteros para la metamorfosis de Gregor Samsa; o que Cronenberg utilizara, en su adaptación del Almuerzo al desnudo de Burroughs, cucarachas gigantes antropomorfas para representar lo más bajo de la humanidad. No, ningún hippy comeflores, por más devoto que sea, considera que alguno de sus antepasados reencarnó en semejante insecto. Probablemente será injusto, pero lo que simbolizan las cucaracha para nuestra sociedad es el asco en su estado más puro.

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A mí, en lo personal, siempre me dieron más o menos igual, si acaso me producían un poco de ansia; no obstante, eso cambió de manera rotunda cuando mis ojos fueron testigos de la Cucaracha Madre, el ser más grotesco y fascinante que pudiera existir sobre la tierra.

El encuentro tuvo lugar en una casa antigua del Pedregal que, como tantas otras, adolecía de un problema regular de presencia artrópoda. Nada grave, la típica cucaracha que se esconde debajo el cuadro del baño y las dos o tres que merodean furtivamente el bote de basura. Pero el invierno del 2000 dos llegó con un aumento poblacional considerable y las cucarachas habituales de la cocina se incrementaron al doble. Pronto eran quince, luego cuarenta y, en el peor momento, más de cien. No se requería de un grado académico para comprobar que el incremento exponencial de insectos iba acompañado por un cambio morfológico; las nuevas invasoras eran más gordas y negras que las típicas cucarachas citadinas, y hacían más ruido al caminar.

La intervención de un experto se hizo absolutamente necesaria. Sección amarilla de por medio, Don Erasmo llegó al rescate a bordo de un vocho con las puertas decoradas por ratas, moscas, arañas y un letrero amarillo que anunciaba: “EXTERMINADOR, control de plagas”. Del vehículo se bajó un hombre corto de estatura con bigote tupido que calzaba botas de goma. Con mirada atenta inspeccionó el perímetro, analizó los relieves de las paredes, levantó macetas, movió cuadros y al final pronunció la sentencia obvia: “Al parecer tenemos un problema serio, la casa está infestada”. Sin más palabras regresó a su carro y extrajo de la cajuela el equipo de fumigación; sin embargo, se le comunicó la imposibilidad de utilizarlo, pues dos de los residentes eran asmáticos. Ante la noticia, Don Erasmo subió un poco los hombros y con mirada perdida agregó: “Pos entonces va a estar cabrón, tendremos que encontrar el nido”.

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Las cucarachas son criaturas gregarias que gustan de refugiarse con sus semejantes; buscan grietas o cavidades oscuras donde se retacan en confort hacinado. Dependiendo de la especie, muestran preferencia por orificios húmedos y fríos o secos y calientes. El tipo que invadía la casa definitivamente pertenecía a las segundas porque, transcurridas unas horas de estudio, Don Erasmo determinó que el nido debía de encontrase atrás de la estufa.

Al retirar la estufa se reveló un agujero de unos cuarenta centímetros de dímetro impregnado de grasa y cochambre que daba la impresión de ser una herida gangrenada sobre la superficie de cemento. “Ese como betún es su caca”, dijo Don Erasmo, al tiempo que se ponía unos guantes de caucho industriales que le llegaban casi hasta los hombros y una careta estilo granadero. Tomó una profunda bocanada de aire e introdujo las manos en el orificio chicloso. Varias docenas salieron disparadas proyectándose en todas direcciones, parecía como si la pared vomitara su contenido viviente por la acción de las manos de Don Erasmo. El semblante del exterminador no cedió ni un paso, apretando la mandíbula hurgó en las entrañas del muro. “A ver, joven, alúmbrele ahí”, me indicó sin sacar las manos del hueco. El haz de luz penetró hasta el fondo de la estructura y rebotó contra una coraza blanquecina. “Ya te chingué”, masculló Don Erasmo, y después de una pequeña lucha, sacó a su presa de la guarida.

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Lo que vi en ese momento me dejó marcado de por vida: un ser del tamaño de un bolillo del cual colgaban huevecillos gelatinosos que se revolvía furioso contra las manos que lo apresaban. Un animal mitológico, semiconsciente, propio del pleistoceno. Era ocre y de alguna manera se semejaba a una langosta. Resultaba obvio que detestaba la luz del día.

“Ésta es la Reina”, dijo Don Erasmo, sentenciando al ser repulsivo y milagroso de un título nobiliario, y colocó a la pequeña bestia en un frasco de acrílico con tapa hermética. Posteriormente rellenó el espacio con agua hasta que no quedó ni una burbuja de aire. “Es la única manera de matarlas”, dijo, resolviendo la duda implícita en su acto. Luego agregó un concluyente: “Pues ya estuvo”. Ante la pregunta inmediata de que qué pasaba con el resto, contestó: “Esas… esas son puras pendejitas, se van a ir porque ya no tienen a su reina”. El exterminador se retiró con su trofeo bajo el brazo y al cabo de dos días todas las cucarachas desaparecieron de la casa.

Con el tiempo aprendí que el color de aquel Jabba de Hutt artrópodo no era intrínseco a su ser, sino que correspondía a que estaba cambiando de exoesqueleto. Todas las cucarachas atraviesan con regularidad por procesos de muda y son blancas y aguadas durante el periodo que sucede entre que abandonan el caparazón antiguo y se fragua completamente el nuevo. Tan sólo fue una coincidencia que me tocara ver a la Reina de esa manera; una casualidad perturbadora, pues por muchos años dotó al organismo en mi cabeza de cualidades pesadillescas.

Lo más inquietante de esta historia es que resultó ser que la Cucaracha Madre es un organismo muy poco conocido. No está reportada en la literatura, ni ha sido estudiada a fondo por la ciencia; lo cual complica sacar conclusiones sobre si se trató de una aberración de la naturaleza o de una variedad con comportamiento colonial. El problema es que las cucarachas son sumamente diversas, existen más de cuatro mil quinientas especies conocidas y cada tanto se descubren algunas nuevas. Siendo que algunas especies prosperan —gracias a nuestros desperdicios— en ambientes urbanos, no sería descabellado proponer que en una de las ciudades más grandes del mundo se esconden las más extremas.

Para la elaboración de este texto intenté contactar a Don Erasmo Esquivel, sin embargo, su número de celular dice estar suspendido. Al hacer una encuesta breve entre otros exterminadores, al menos tres confirman haber lidiado con monstruos semejantes en la Ciudad de México.