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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Mexicali

Me gusta pensar que este despropósito llamado Mexicali es producto de una alucinación colectiva por el calor: los que nacimos en este agujero estamos blindados. No le tenemos miedo a la oscuridad ni al coco.

Asentarse en el desierto no es una gran idea. Pero elegir un desierto surcado por la segunda falla tectónica más peligrosa del mundo es francamente una estupidez. Me gusta pensar que este despropósito llamado Mexicali es producto de una alucinación colectiva por el calor: los que nacimos en este agujero estamos blindados. No le tenemos miedo a la oscuridad ni al coco. A mí, mis papás me asustaban mostrándome termómetros y hablándome de cómo un día, la tierra iba a abrirse bajo nuestros pies para tragarse la península de Baja California junto a mis crayones, mis juguetes, mis mascotas y todo aquello que hubiera amado alguna vez.

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Si un niño se porta mal, mi recomendación como chicalense experta es amenazarlo con dejarlo en el patio.

Sin sombra.

A mediodía.

En julio.

Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta grados centígrados derritiendo sus ínfulas rebeldes. Si un niño se pica la nariz, dile que se contagiará de rickettsia. Si hace un berrinche, dile que el chino sin cabeza hará estofado con él y lo servirá en su restaurante. Si escupe una palabrota no le laves la boca con jabón, llévalo al rastro SuKarne, a las montañas de estiércol y sangre de vaca donde viven las garrapatas radioactivas. Si una niña no quiere dormirse temprano cuéntale esta historia de terror: cualquier día al salir de la escuela conocerá a un vago y se embarazará a los 12 años; a los 15 será teibolera; y a los 22, cuando se convierta en una estadística al morir víctima de feminicidio, tendrá herpes y cuatro hijos.

La novedad en Mexicali, lugar donde perecemos aletargados por el sopor apenas medio millón de desventurados, es que en los cuatro meses que lleva el 2015 se han registrado diez asesinatos por cuestiones de género. ¿Ya somos una ciudad de verdad? ¿Todavía no? ¡Pero sí ya matamos mujeres sólo porque son mujeres! ¿Ya somos? ¿Y si también le matamos maricones, oiga? ¿Qué tal ahora?

Crecí en la Alamitos, en el Barrio Cadáver, ése. Un conjunto de casas levantadas en desorden y sin numeración en la ladera del Canal Todo Americano. La Alamitos rifa y controla. Una colonia donde los niños mugrosos tiraban lo mismo piedras que el ABC desde los lodazales; donde cada mañana los bajos tuneados de cada automóvil robado en las zonas aledañas desamodorraban a los vecinos con el noticiero de Bermudez, los éxitos de Chalino, el one hit wonder de Vico C y "Red Red Wine" de la compilación I de Barrio Music; donde cada diciembre, por un cachanilla se contaban diez parientes chinolas, serreños y huarachudos, que sitiaban las calles convirtiéndolas en sucursales de Badiraguato, droga y balacera incluidas; donde cada verano, por un cachanilla se contaban seis tías gordas, dos primos cholos y un desbalagado de dudoso parentesco que venían de Pajarito, California, sólo para gritarse joyas como "Bryan Nemesio, put your ass here o te chingo" y "There's a can of chinga tu madre right there, nana Ramona"; donde todas éramos carne de maquila, pocho y tecolín: he visto a las chicas más bravas de mi generación sucumbir a su suerte en las líneas de ensamblado Pimsa y Valutech, parir hijos de patanes con la esperanza de obtener la green card, prostituirse en la parada del camión —Brasil y Torres Bodet— por una dosis de la mejor chiva.

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Llegamos a la Alamitos para estrenar el periférico oriente, a una casa ubicada en el extremo norte de "las orillas", en el ángulo que conforman la línea fronteriza y la hoy Calzada Gómez Morín. No sé qué hacía la panda de disfuncionales que según el DIF son mi familia antes de que yo naciera, pero la memoria que tengo de mi primera infancia es de carácter crucial: mis hermanas eran unas zorras horribles, tuve un amigo imaginario y durante un tiempo mojé la cama. Corrección: tuve un amigo imaginario y durante un tiempo mojé la cama porque mis hermanas eran unas zorras horribles.

Estoy aquí para probarlo.

Mis dos hermanas mayores nunca jugaban conmigo porque era pequeña, es decir, torpe y babeadora profesional. Huían de mí. Si las obligaban a incluirme en sus juegos me engañaban de formas ruines y se escondían en lugares secretos, imposibles de descubrir para una personita nueva en el mundo. Previo a mi aparición en sus vidas, compartían una litera que con mi llegada se convirtió en dos camas gemelas, una donde dormían juntas porque eran grandes amigas, y otra donde me excluían de su calor fraternal. Por eso me hacía pipí. En las noches me daba frío porque ese par de arpías no me quería cerca. Claro que ellas tergiversaban la historia diciendo que no dormían conmigo precisamente porque me orinaba. Malvadas mentes maestras criminales donde las haya.

Un buen día me cansé de sus desprecios y me dediqué a pasar el tiempo conmigo misma. El soundtrack de esa época incluye a Odisea Burbujas y los Beatles porque las brujas los escuchaban; los Cuentos del Rincón y los discos María Elena Walsh y Amparo Ochoa que tocaban en la barra infantil de Radio Universidad y que yo tarareaba en el porche con mi amiguito. Un amiguito que inventé para que me encontrara fabulosa y me acompañara en los tarareos. Uno que las cretinas todavía usan para burlarse de mí. Shame on you, hermanas infernales, shame on you.

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Entre sus torturas favoritas estaba la Terrible Humillación Anual, que consistía en esperar las Fiestas del Sol o la feria que se instalaba en el Centro Cívico poco antes de la recreación del Grito de Dolores —eventos cutres que yo rechazaba con la vehemencia de mis tres agostos— para exigir sombreros cónicos forrados de papel brillante (con el detalle de tul más divino en los bordes y las puntas), antifaces en forma de mariposa y varitas con sendas estrellas cubiertas de tanta diamantina que sencillamente era imposible que no fueran mágicas. Accesorios con los que se vestían de princesa-hada-lo que sea, que me eran negados bajo el argumento de ser "la chiquita". Cada año volvía a casa portando una tonta diadema de neón que estaría apagada a la mañana siguiente. Esas dos. Ahora mismo puedo verlas divirtiéndose en los carritos chocones mientras yo pesco patitos de plástico roído en una tina oxidada.

Me acuerdo de Kissyfur, Los Dinoplatívolos, Los Cazafantasmas, La Isla de Kolitas, La hora marcada, ECO Noticias y la caída del muro de Berlín (que en mi cabeza suena con voz grave "Pepepeperestroika"). También me acuerdo de la Operación Tormenta del Desierto, la guerra de los Balcanes, Super Mario Bros. y los chistes malos de Rorrito, un payaso que por razones incomprensibles aparecía en la televisión local diciendo estupideces como "chamaco cara de carne"; de lo mucho que odiaba el trayecto a San Felipe y su desagradable malecón; de lo poco que me importaban los gringos porque me daba igual ir al ejido donde vivía mi abuela, a Calexico o San Diego. Me acuerdo —¡ay!— del nacimiento de mi hermanita. Esa usurpadora que me condenó para siempre a la pesadilla de estar en medio: grande para ser mimada, joven para ser respetada.

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Me acuerdo de que mi papá salió bartlebiano y prefirió no hacerlo. Entonces ya no me acuerdo de mi mamá porque estudiaba y trabajaba. Me acuerdo de memorizar sus instrucciones y temer a su política de cero tolerancia sobre faltar a las clases en la Casa de la Cultura. Danza, pintura, teatro. Desde que cursaba preescolar y hasta el primer año de secundaria fui cada tarde en autobús, sola. Años de recorridos fascinantes y tenebrosos, que —lo siento, má— fueron un craso error: me hicieron independiente y segura, y es bien sabido que a las malas semillas nunca hay que regarlas con autoconfianza ni soltura para la calle.

La mala semilla lista para la vagancia.

Mi solturita fue tal, que desdeñé con fruición la aburridísima secu y me esforcé por largarme de pinta de modo sistemático. Sólo para aburrirme lo mismo abriendo la bocota en la Plaza Cachanilla. Actos otrora cool, hoy vergonzosos, que me guiaron a las primeras fiestas de verdad; fiestecitas que a su vez, contribuyeron a mi expulsión de la escuela y en un alarde de código postal sin precedentes, a mi ingreso en el H. Consejo Tutelar de Menores.

A los trece sacando saladitos de una Caribe Cooler. Thug life, bitches.

Me importa una mierda lo que opinen los puristas, sé, en mi corazón de pollo a la plancha, que encarno al cashanía promedio porque mi primer recuerdo en la vida ocurre en un restaurante chino. Aquel en el sótano del mercado El Ahorro. Ahí estoy, criatura redondita, apretada a la rodilla de mi papá bajo la mesa, jugando al peek peek a boo con un hombre de ropa brillante y largos bigotes que colgaban de sus comisuras. ¿Sopita le tibulón? ¿No va a quelel sopita le tibulón?

Me repliego graciosa, coqueta, sonriente, diminuta futura golfa, y me asomo otra vez.

¿No quele sopita?

No, me la pelas, chino. Los jueves son de sándwich en Hawaii.