Un vistazo a las políticas de género en el club de la pelea femenil de Berlín

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Corte y Confección

Un vistazo a las políticas de género en el club de la pelea femenil de Berlín

Donde las mujeres mandan.

Fotos por Martina Ci.

Este artículo forma parte de la edición de junio/julio de la revista VICE.

La segunda vez que visité el primer (bueno, el único) club femenil de la pelea, me perdí. Era principios de abril y me encontraba vagando por anchos bulevares en algún lugar profundo del noreste de Berlín. Revisé nuevamente el correo de Anna Konda, 119 kg, la musculosa copropietaria del club. "Podemos convertirte en luchadora en pocos días", había escrito emocionada. Era mi primera clase e iba a pelear con alguien llamada Amethyst Hammerfist.

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En la secundaria era atleta, pero ahora prácticamente sólo hablo de yoga y me quejo de la muñeca que me rompí hace no tanto. Cuando llegué al club de la pelea, convenientemente ubicado junto a un hospital, había una manada de periodistas escandinavos, una minuciosa selección de aperitivos, y tres luchadoras calentando, vestidas en spandex y cuero.

Anna y la otra cofundadora, Red Devil, son los pilares del club. Han abierto sus puertas a cualquier mujer que tenga ganas de entrenar o de luchar sin importar de dónde venga. Justo esta semana recibieron a Amethyst de Londres. Aunque estas mujeres —con fuerza suficiente como para aplastar sandías entre sus muslos y dejar fuera de combate a alguien con un dedo bien posicionado detrás de la oreja— son casi todas amateurs y semiprofesionales que esparrean entre ellas con gran respeto.

Amethyst lleva unos rizos desaliñados color azul en el pelo y apenas coincide conmigo en peso y altura. "Tenía algunos problemas de carácter", contestó cuando le pregunté por qué se había metido en la lucha. Dichos problemas parecían haberse esfumado por completo. Amethyst era en realidad tan dulce que no tuvo empacho en elogiar la potencia de mi agarre. "Eres fuerte", mintió.

Mientras tanto, Anna y dos mujeres más luchaban en un todas contra todas. No hay réferi, por lo tanto no hay reglas, aunque se desaprueban las mordidas, los arañazos y los jalones de pelo. Peleaban con auténtico respeto, haciendo pausas para mostrar nuevos movimientos u ovacionar el repertorio de alguna compañera. Anna se hizo con la victoria, como suele suceder. De pronto, llegó mi turno. Me dolía el estómago.

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Me arrodillé en la colchoneta frente a Amethyst y ajusté mi cola de caballo. "Ok, empecemos", dijo ella sonriendo. Alzamos los brazos y nos enganchamos. Tras pocos segundos, caímos a la lona y comenzamos a rodar. A pesar de mi poca fuerza y nula técnica, me sorprendí de lo mucho que duré en combate y de lo divertido que resultó presionar su cuello. Si no perteneces al club, sofocar a un extraño es socialmente inaceptable.

Cargada de esa recién adquirida confianza, accedí cuando Anna propuso que luchara contra ella en un combate con ventaja. Eso significaba que yo podía empezar en una posición dominante. Me puse encima de ella y sujeté sus brazos. "¡Bien!", dijo alentadora. Entonces, con un movimiento de cadera me proyectó por encima de su cuerpo para luego inmovilizarme contra la pared y ponerme de espaldas planas.

Uno de sus senos se le había escapado del corsé de cuero y un pezón rosado rondaba cerca de mi nariz. Era muy difícil respirar.

"Dicen que la lucha es el deporte más parecido al sexo", me dijo Amethyst tras la contienda. Eso prácticamente explica la parte complementaria de este club de la lucha femenil: el hombre. "Entre los hombres que vienen a luchar existen diferentes tipos", explicó Anna. "Algunos lo hacen por mero ejercicio, pero para la mayoría, ser dominado es una experiencia excitante". Fisicoculturistas, fetichistas, luchadores, practicantes de artes marciales mixtas, corredores de maratón, abuelos, y sumisos han sido vapuleados en este club. Hacen citas individuales con las luchadoras, por lo general a un precio de 225 euros (4,600 pesos).

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"Creo que, debido a los típicos roles de género, es interesante para un hombre pensar que una mujer puede ser más fuerte que él", me dijo Paul antes de una sesión a finales de marzo. Sabe de lo que habla: está felizmente casado con Anna, y fue él quien la introdujo en el levantamiento de pesas y la lucha. Ahora está relegado a manejar las redes sociales del club.

Por sugerencia de Anna me detuve en Mitte para visitar el museo de Heinrich Zille, un artista que se dedicó a retratar a la clase trabajadora de Berlín a principios del siglo 20 con un estilo burlón y satírico. Estaba en busca de dos obras en las que aparecen representados los clubes de pelea femeninos de aquella época, donde según la leyenda los hombres apostaban 15 centavos a que podían vencer a las mujeres. Si lograban ganarles, obtenían 100 marcos alemanes a cambio.

Red Devil, cofundadora, también practica artes marciales.

Las pinturas no estaban en el museo, pero la gerente, una mujer dulce que no hablaba una palabra de inglés, me regaló una postal donde aparecen un hombre y una mujer de músculos saltones trenzados bien fuerte, luchando frente a un público arrebatado. La imagen data de 1903.

Antes del término de la República de Weimar en 1933, el estatus de las mujeres alemanas era uno de los más progresistas en Europa. El ascenso del Partido Nacional Socialista dio al traste con todo. El modelo de mujer nazi era el de esposa— madre—aria: debía permanecer en casa, desempleada y sin maquillaje. Pero cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Reich necesitaba desesperadamente mano de obra. Tuvo que relajarse en ciertas políticas y permitió a las mujeres alistarse en el ejército. La mayoría trabajaban de mecanógrafas y operadoras telefónicas, aunque miles más se unieron a la SS y cubrieron las vacantes en los campos de concentración. De manera paralela, un buen número de mujeres alemanas, provenientes en gran parte de minorías, se involucraron con la resistencia.

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El final de la guerra llegó con la ocupación soviética, dando pie a la creación de la República Democrática Alemana.

Durante la Guerra Fría, Anna y Paul crecieron en el lado oriental de Berlín. "Era una nación exitosa en los deportes", me contaba Paul. Quizá una de las claves era que los buscadores de talentos no distinguían entre niños o niñas. Sin ir más lejos, las niñas eran elegidas con frecuencia para participar en deportes "rudos". ¡Eran ellas quienes dominaban los patios de las escuelas! En muchos aspectos, los hombres y mujeres de la RDA mantenían relaciones más igualitarias que los de Alemania Occidental.

La reunificación complicó el progreso de la equidad de género. Incluso hoy en día, el Parlamento Europeo tacha de "mediocre" y "floja" la aportación alemana en cuanto a equidad. La óptica de roles entre hombres y mujeres sigue siendo en gran parte tradicional, la brecha salarial es la más alta de Europa, y el 40% de las mujeres ha sufrido abuso físico o sexual.

Para un extraño, el club de lucha puede parecer un antídoto a esta cultura. "Este es un lugar donde las mujeres tienen el control" me dijo Anna, aunque a título personal, prefieren apartarse de la polémica. "No sé tanto sobre los roles de género", contestó Red Devil, políglota, química de alimentos y estudiante de kung fu. "Creo que la gente solo debe desarrollarse por sí misma, igual que hacían en el Renacimiento".

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Dos semanas antes de pelear contra Amethyst, estaba sentada en una silla de plástico a unos metros de distancia de la colchoneta y observé cómo Anna y Dominique Danger —una levantadora inusitada, le hicieron cosquillas en los pies. Anna trajo una banca de madera para recostar a Paul y Dominique se las ingenió para ponerse encima de él, que por única respuesta lanzó un gemido gutural. "¿Quieres que te estrangule?", preguntó Dominique, quitándose el pelo de la frente y repartiendo su peso sobre el estómago de Paul. "No sé si te gusta ser estrangulado", dijo ella pensativa. "Pero a mí sí que me gusta estrangular".

Anna Konda, cofundadora, sujeta la cabeza de un cliente entre sus piernas. Muchos hombres que visitan el club pagan por ser sometidos.

Dominique mide 1.58 m y pesa casi 100 kilos. Lleva su pelo color rojo fuego recogido en una trenza, una mano de Fátima tatuada en el cuello y posee un increíble arsenal de historias: "¿conoces a Sean Paul? Fui a rehabilitación con su padre en Jamaica. Además de luchar con otras mujeres, Dominique ofrece toda clase de servicios no sexuales para hombres: desde lucha de fantasía hasta combates donde todo vale. A pesar de su formidable fuerza y del hecho de que los hombres le están pagando literalmente para recibir una paliza, la gente a veces cuestiona su postura como luchadora.

"Mujeres con penes" dijo ella, sacudiendo su cabeza con incredulidad. "Me pasa seguido: '¿tienes pene?' No, no tengo". Anna me dijo que los hombres a menudo acusan a los miembros del club de utilizar esteroides.

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A diferencia de las chicas de Berlín, Dominique trabaja de forma independiente, casi siempre en cuartos de hotel. Dice haber tenido clientes que han tratado de utilizar cloroformo en el combate y otros más que han intentado asesinarla. "El mayor miedo de los hombres es dejarse ir", dijo ella. "Cuando se dan cuenta de que puedes patearles el culo, se ponen violentos. Se trata de simple arrogancia. Nada más. El hecho de tener un género asignado no te hace más fuerte".

El combate siguió su curso: Dominique aflojó la maniobra y Anna esposó a Paul a la banca, colocó su cabeza contra la madera y se sentó encima de su cara. Cada pocos segundos ella se levantaba y Paul dejaba escapar un soplo débil, igual que el resuello de un marinero ahogado. La sesión llegó a su fin y Anna levantó su humanidad. "¿Es hora de la jaula?", preguntó ella. "Sí", contestó Paul con mansedumbre. "Enciérrame en la jaula por favor".

En la esquina del cuarto había una caja negra y acolchada cuyo tamaño parecía ideal para un perro de talla mediana. Paul se sentó ahí dentro con las piernas cruzadas y la espalda encorvada. Las mujeres cerraron la compuerta. "Es el único lugar seguro", susurró él.

"Ahora podemos pasarla bien", dijo Anna entusiasmada mientras sacaba una botella de champán y una caja de chocolates. Ella y Dominique se sentaron sobre la jaula y descorcharon la botella.

"Por la amistad y el abuso contra los hombres", brindó Dominique, levantando su copa. "Vaya que está bueno. ¿Es alemán?".

"No", respondió Anna, "es francés".

Hubo una pausa en la conversación y Paul se atrevió a intervenir: "es español", dirimió él, servicial, desde su madriguera.