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Así es crecer en

Así es crecer en… Asturias

Todos éramos hijos de mineros que no se arrugaban a la hora de pelear por sus derechos con barricadas, petardos, piedras... Cualquier cosa con la que se pudiera tumbar a un "madero".

Cuando se pronuncia el nombre de mi tierra lo primero que viene a la mente son los verdes prados, el mar, las montañas, la comida, los lugareños con la cara sonrojada anunciando leche en la televisión, con una soltura ante las cámaras digna de un actor del método (ojino)… Pues sí, esa es la imagen de Asturias, ese paraíso natural que tienes al alcance de unas horas de carretera vivas donde vivas a lo largo de la piel de toro, una imagen conseguida a base de soportar durante años hordas de madrileños disfrazados de explorador que invaden las playas y los montes, presumiendo entre sus familiares y amigos de la cantidad de mantas que usan para dormir en verano.

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Pues bien, yo nací en Mieres. Para quien no conozca mi ciudad y se quiera hacer una idea rápida de mi entorno, es como si coges todos los arquetipos anteriormente descritos, los metes en una bañera de hojalata rebosante de tornillos y cadenas, la llenas de gasolina y le prendes fuego usando la llama provocada al intentar cortarte las venas con un soplete.

Mieres es la capital de la cuenca minera del Caudal, una ciudad con una evolución demográfica claramente a la baja, en los años 60 tenía más de 70.000 habitantes y actualmente menos de 30.000, con una economía totalmente basada en el carbón y que, por desgracia, no ha sabido reconvertir. ¿Por qué os aburro con estos datos que seguramente no os importen en absoluto? Pues porque me gustaría que tengáis presente una palabra: post-industrial. En efecto, me crié durante los 80-90 en un ambiente de ciudad post-industrial, un adjetivo que además de servir para tirarse el pisto definiendo al enésimo grupo de noise, es el más adecuado para transmitir la atmósfera que me rodeaba en aquella época.

Todos éramos hijos de mineros, unos mineros que empezaron a ver las orejas al lobo con la desmantelación industrial de los 80 y que no se arrugaban a la hora de salir a defender sus derechos mediante barricadas, petardos, piedras… Cualquier cosa con la que se pudiera tumbar a un "madero". Eran nuestros héroes particulares y todas las mañanas después de una batalla, de la que nuestras madres nos resguardaban bajando las persianas del hogar como si llegase un huracán, nos juntábamos los amigos en el parque a intercambiar hazañas oídas: que si fulano lanzó un petardo a un madero en los huevos, que si a mengano le pegaron con una bola de goma en la cabeza y perdió el conocimiento, etc. No es que siempre anduvieran a hostias pero sí que sabían luchar por sus derechos dónde y cómo hay que luchar, en la calle.

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La calle. Siempre estábamos por ahí atravesados. Salíamos del colegio e íbamos directamente a jugar a fútbol, a media tarde un bocata y luego de vuelta a dar patadas al balón. Así hasta la noche, cuando te llamaba tu madre por la ventana para que subieras a cenar, luego te volvía a llamar y llamar… Hasta que al final un espíritu de la selva centroafricana se adueñaba de su alma y le hacía emitir tal alarido que salías dejando un surco ardiente en el asfalto, saltando los escalones de tres en tres para sentarte en la mesa. Además del fútbol, actividad que ocupaba gran parte de nuestro tiempo libre, teníamos otros entretenimientos que, por lo general, obedecían a modas pasajeras; una temporada nos daba por andar en patinete, otras por jugar a tenis con las manos, también por el tenis en patinete sin usar las manos. El caso era estar en la calle y, sobre todo, ensuciarte, llenarte de mierda, que los desagües de la bañera sufrieran contigo al llegar a casa. Veo la vida que llevan hoy en día la mayoría de niños de diez años y pienso, ¿tanto tiempo ha pasado desde que yo era crío? ¿Tanto daño han hecho los programas de sucesos de la tele para que no poder dejar a un niño ir solo a mear? Algo hemos hecho mal.

Creo que ya llevo demasiados párrafos sin hablar de uno de los principales protagonistas de mi infancia: el caballo.

Como cuidad post-industrial que se precie, Mieres sufrió en sus gentes la lacra de la heroína de una manera desgarradora, llevándose por delante esta plaga a casi la mitad de una generación. Fueron varios los factores a tener en cuenta: desconocimiento, intereses políticos, mitificación, inquietudes, etc. Sin entrar en polémicas conspiranoicas, me quedo con una mezcla de todo ello. Puede que fuera introducida por una mano negra a la que no le interesaba tener un estrato obrero tan pensante como beligerante y además este mostraba ciertas inquietudes ante todo lo que sonara a nuevo. Lou Reed se pinchaba, no podía ser tan malo, ¿no? El concepto yonqui no existía, los jóvenes que empezaban a juguetear con la heroína nunca habían visto a un tío sin dientes ni culo pedir en la puerta de un supermercado… Demasiado tarde. El huracán "caballo" golpeó a Mieres con toda su fuerza y nosotros, los niños, lo veíamos como algo familiar.

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Pero es que aunque suene frívolo, era así, algo cotidiano. Teníamos una calle en Mieres, que se llamaba la Calle del Viciu, repleta de yonquis; jugando nos encontrábamos chutas con sangre; veíamos a tipos pinchándose en cualquier rincón un poco apartado… No pasaba nada, sabías que no te tenías que acercar y ya está. No os penséis que vivíamos atemorizados por yonquis que nos querían dar el palo en cada esquina, no era así. Simplemente eran enfermos, y más allá de pedirte cinco duros de vez en cuando, nunca tenías problema alguno. Llegó un día, durante mi adolescencia, en el cual desaparecieron de su calle, la del Viciu. Un lavado de cara por parte de alguien que probablemente no entendía nada, que no sabía que esa calle siempre sería la del Viciu, por mucho que se echaran a los yonquis. "Los yonquis tenemos solera", se pudo leer en un muro poco después del desalojo. Simplemente, la mejor pintada que recuerde haber visto nunca.

A medida que ibas creciendo tus intereses cambiaban, de repente aparecían nuevos caminos que recorrer, senderos que nunca antes habías explorado y atajos bastante peligrosos que normalmente convergían en dos metas: las tías y la música. Las tías nunca se me dieron bien, tenía ciertos problemas para centrarme en ese objetivo y por lo general me recreaba en el proceso de una manera bastante etílica. La música fue otra historia.

En mi opinión durante los 90 hubo en Asturias dos focos principales en cuanto a escenas musicales se refiere: Gijón, con sus Manta Ray, Penelope Trip, etc., englobados en lo que se llamó Xixón Sound y Mieres con Los Coronados, Los Buges, La Ruta, E-330, Los Honeys, La Cosa, Los Derviches, Repugnance, quizá menos conocidos pero mucho más influyentes para mí.

En mi ciudad había un caldo de cultivo musical que se sentía en el ambiente. Todos tocábamos algo o por lo menos lo intentábamos… Qué mejor plan para huir de una tarde lluviosa y oscura de invierno que meterte con los colegas en un local a fumar petas, beber cerveza y dar guitarrazos. Yo tocaba la batería con muchas ganas pero sin un duro, por eso al principio en lugar de tambores le daba a una chapa de metal con un palo de escoba partido en dos. Eso sí que era DIY. Nuestro repertorio, que iba de Deep Purple a Devo pasando por los Kinks (¡con dos cojones!) sonaba a gloria bendita, aunque ningún vecino opinaba lo mismo.

La manera de hacer las cosas por aquel entonces era, como alguien dijo una vez "más underground que pegarle a un minero", pero no como respuesta al mainstream sino como única opción. El underground era nuestro ground y la gente que por aquel entonces era underground en Mieres os podréis imaginar el nivel de soterramiento que tenían. Hablo de Ernesto, Roberto (Fasenuova) y demás locos del noise de la época, que cuando tú estabas escuchando a los Sonics ellos andaban enredando con un nivel de taladro obtusamente épico.

En definitiva, nacer y crecer en Mieres, sin entrar a valorar la experiencia como buena, mala o todo lo contrario, no cabe duda de que forja el carácter de una manera determinada. Es posible que sea un pozo… Pero es nuestro pozo.