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Cultură

Así es engancharse a la coca en Galicia a los 14 años

Nos pasábamos las tardes bebiendo bacardís con limón entre tiro y tiro en el puti del pueblo, donde nos trataban como en casa.
Todas las fotografías cortesía de la protagonista

"No queremos fanta, tampoco cocacola, ¡queremos lo que toma Diego Armando Maradona! Ni liga, ni copa, ¡queremos Farlopa!" No, no son imágenes de Callejeros en el parking del Fabrik. Tampoco son seguidores del Frente Atlético o el presidente Feijóo de rave en el yate de Marcial Dorado. Éramos el PACHUCITO TEAM, dos mocosas de 13 y 14 años, en los coches de choque de las fiestas de nuestro pueblo, megáfono en mano.

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Cada uno es libre de ponerse de coca y es totalmente respetable, sobre todo aquellos que lo hacen gastando su propio tiempo y dinero. Bastante menos respetables son los que se ponen con el dinero de otros tanto en su tiempo libre como en horas de trabajo. Pero aún por debajo de esa gente estamos gente como yo y mi compi, procedentes de dos familias currantes como las que más que casi no ganaban para pagarnos los pollos a las dos pollas. Y nos la sudaba. Éramos las putas amas. Las recaudaciones del mes de nuestros padres nos servían para andar por ahí con mil pavos escondidos en unos calcetines con los que aprovechábamos para disimular las tetas que no nos habían crecido. Eso no nos preocupaba, lo de liarse con tíos no nos interesaba. No éramos unas comebolsas. La bolsa nos la comían a nosotras.

Quedábamos a las 10 de la mañana y nos poníamos como las cabras para desgañitarnos al singstar, echar mil tekkens o llamar a la ruleta de la suerte a ver si nos tocaba de una puta vez. A mediodía volvíamos a nuestras casas a disimular y contar los minutos hasta que llegaran las 4 para volver a clase o en su defecto a la biblioteca. Nos pasábamos las tardes bebiendo bacardís con limón entre tiro y tiro en el puti del pueblo, donde nos trataban como en casa e incluso nos dejaban poner un par de canciones de vez en cuando para que dejáramos de dar el coñazo.

A las 10 de la noche ya estaban nuestras madres esperando en la puerta de casa y llamándonos al móvil. Después de remolonear la hora de rigor, mi compi me tiraba un par de tranquimazines de su madre por la ventana que pocas veces conseguían hacerme dormir. Y toda la noche a comer techo mientras hablábamos por el fijo de casa o por sms en caso de mensamanía.

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No había quién nos parara. Y no era porque nuestros padres fueran los más permisivos del lugar, de hecho eran de los que más andaban encima, pero supimos mantener la mentira una larga temporada. Cada vez nos castigaban más a menudo sin bajar, pero siempre había alguna clase a la que faltar o ese amigo del alma estudioso que cumplía años una vez a la semana.

La cosa se nos fue aún más de las manos con el verano y la Casa Vieja, una casa que como su propio nombre indica, estaba hecha una mierda. Había sido la casa en la que se criara la familia de mi padre, pero para nosotros era nuestro hogar. Un hogar que fuimos destruyendo como nos vino en gana. Quemábamos sábanas, destrozábamos ventanas y puertas, pintábamos los muebles y las paredes con rotuladores permanentes y hacíamos carreras por el pasillo en un carrito de supermercado. Así todo el verano. Nos nacían los amigos de debajo de las piedras, y los enemigos también. Creíamos que cortábamos el bacalao pero en realidad éramos las sirvientas de cuanto chachi se pasaba por nuestra morada. Fregando sus escupitajos del suelo y sacando sus zurullos con guantes de los dos váteres sin agua corriente de la casa.

Cuando estaba todo más o menos limpio, nos encerrábamos en la habitación secreta, una habitación por la que se entraba a través de un armario y en la que mi primo plantaba sus cosas cuando yo aún no había madurado. Allí nos pasábamos las tardes, fumando ficha que solo nos daba dolor de cabeza, jugando a las cartas e intentando hablar con la abuela de mi padre con una ouija que nos habíamos fabricado. Si había suerte caía algún gramo, pero no todos los días, que ahora teníamos una casa que mantener y los calcetines cada vez abultaban menos. Eso sí, los días que el toque de queda se alargaba hasta las 2 de la mañana no escatimábamos en nada. Como buenas señoritas nos dejábamos 30 euros en ir y venir al pueblo de al lado en taxi, pues en el nuestro ya solo nos servían en el puti y la rutina nos amargaba. Al terminar el verano mi santa familia nos quitó las llaves por miedo a que eso se fuera aún más de madre, aunque entre nuestros amigos rulaban copias de llaves cuando no entraban directamente por una ventana rota.

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Después de confesar mi tremendo problema, que no era más que puto egoísmo, mi madre empezó su dieta de disgustos con la que perdería más de 10 kilos en menos de un año. Además, se hizo con unos tests de drogas. Eran unos tests que detectaban la droga en el sudor de la ropa, así que al llegar a casa me cambiaba la camiseta en un inteligentísimo plan que muy pocas veces fracasaba.

Visto el poco éxito de la técnica, los tests de sudor pasaron a ser tests de orina. Era más difícil de engañar y venía con 10 drogas diferentes a analizar. El nuevo plan fue tratar de agotar las existencias de mi casa llevándome cada día unos cuantos al parque para echar el pique entre los coleguitas a ver quién daba más positivos. Dejó de ser divertido cuando empezó a ganar siempre uno que daba positivo en PCP, que no sabíamos ni lo que era.

En unos carnavales vestidas de temática marihuanera

Los siguientes meses seguimos tratando de no aburrirnos nunca, sin importarnos nada más que nosotras mismas. Nos teníamos la una a la otra y con eso era suficiente. Bueno, con eso y con todo lo que nunca nos faltó en nuestras casas. Al final ni siquiera éramos inseparables, bastó con que empezáramos a querer compartir con el sexo opuesto algo más que el turuto. Ella empezó a matar el aburrimiento follando con su novio y yo engullendo cajas de Myolastan.

Mi madre tuvo que compaginar la enfermedad de mi abuelo con mi seguimiento en proyecto hombre, psiquiatras y diagnósticos que me hacían víctima de mi intolerancia a la frustración cuando las únicas víctimas eran los que intentaban ayudarme.

Seguí amargándome a diario a pesar de toda la atención que había puesta sobre mí y todos los intentos por animar a la niña. Con el tiempo supongo que maduré un poco y ahora jugar a las cartas con mi abuelo o desgranar guisantes para la ensaladilla están a la altura de 3 días de Sónar.