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Cultură

Amenazas de verdad

Envié un par de mensajes de texto y terminé con un ojo morado.

El verano pasado acabé en una extraña situación en Nueva Orleans, una de esas ciudades que te emborrachan y te obligan a hacer cosas de las que seguro después te arrepentirás; por lo que debo aclarar que la geografía le da contexto a mi historia. Esto fue lo que sucedió: para poner fin a una situación molesta e interminable, y por desconsiderado y cruel, le envié unos mensajes realmente ofensivos a la escritora Amelia Gray (autora de Threats [Amenazas]) desde el celular de otra persona. La historia completa es demasiado larga, y podría perder amigos si revelara todos los detalles, pero no tendría caso estar escribiendo esto si no incluyera el mensaje en sí: “No eres NADA atractiva. Y nunca te querré, ni a ti ni a tus historias”.

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La cagué, lo sé. Pero, sin entrar en detalles, sólo quiero decir que cumplí con mi deseo de enviar el mensaje. Dejé el problema atrás y seguimos con la fiesta. A la mañana siguiente me sentía realmente mal por lo que había hecho. Pero no hice nada para rectificar la situación, así que las cosas siguieron igual.

Hace un par de semanas, una tarde lluviosa mientras viajaba en camión de Amherst, Massachusetts, a Springfield, estaba viendo los semáforos entre la lluvia que se deslizaba sobre el vidrio, cuando volteé a ver a la persona sentada junto a mí. Era Amelia Gray. Me dijo: “¿Te puedo hacer una pregunta, Gian?” Le dije que sabía cuál era su pregunta y que la respuesta era sí, yo había escrito ese mensaje y había querido aclarar las cosas, pero nunca lo hice. “¿Puedo golpearte en la cara, Gian?”, me preguntó.

Fue extraño, pero un golpe en la cara era lo único que deseaba en ese momento. Sentí que serviría como un memorable, y quizá adecuado, cierre a mi fin de semana. Además, me sentía en deuda con ella. Acepté de inmediato: “Por favor, adelante. En serio. Te lo mereces. Aquí”. Levanté mi barbilla y giré mi cara hacia ella. Me golpeó, pero realmente no lo hizo bien. Estaba insatisfecho y se notaba que ella también.

“Escucha”, le dije y tomé su mano, cerré su puño y le enseñé cómo dejar caer todo su peso en el golpe. Giré mi mejilla hacia ella una vez más y volvió a tratar; esta vez sí que atinó. Un golpe seco. Zumbido en los oídos, vibraciones en la cabeza, sensación de inflamación; todos los síntomas de una un buen putazo estaban presentes.

Le pregunté si se sentía mejor. Me dijo que sí. “Bien”, le dije, y creo que nos abrazamos. Para ser honesto, nunca tuve malos sentimientos hacia ella. No creo que Amelia sea “NADA atractiva”, y nunca he leído sus historias. Así que mi mensaje había sido, en esencia, pura pendejada. Antes de partir, me dijo que su novio, sentado unas filas más adelante, estaba más encabronado que ella por la situación, pero que ella lo tranquilizaría.

Mientras Amelia regresaba a su asiento, puse mi mejilla punzante contra el vidrio frío y suspiré algo como “Déjate venir, amigo”.