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Noisey

Cuando lo negro sea bello: Un encuentro con Elena Hinestroza, la marimba de oro

La historia de un rostro que refleja la historia de muchas mujeres y que, a base de música, afrontó la apatía de un país.

He recorrido este país a pie y me he untado de barro buscando historias. O al menos eso venía creyendo, pues tuvieron que pasar veintisiete años después de nacer en Santiago de Cali para pisar por primera vez el oriente de la ciudad, donde queda el Distrito de Aguablanca. Allá donde "si uno es blanco nada se le ha perdido", donde hay barrios con fronteras invisibles trazadas por Bacrim y desde donde tiran los desaparecidos al río Cauca. Sí, allá mismo me encontré con el gran pedazo de ciudad desconocida en la que vive casi la mitad de la población caleña, donde se levantan barrios populares comunes y corrientes, con la misma brisa que sopla en el norte, con un pandebono más que perfecto, con gente de un talento garrafal y con la casa de Elena Hinestroza, mujer negra nativa de Cheté, una vereda que queda sobre el río Timbiquí en el departamento del Cauca. Esa mañana Elena vestía una manta de tela colorida y un turbante enroscado como una boa sobre su cabeza. Subimos a la terraza de su casa: una marimba, un bombo y un cununo recibían los primeros rayos del sol.

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Allá arriba entendí que en Aguablanca, las terrazas —que en realidad son los techos de las casas—, se vuelven la reconstrucción del patio campesino: el lugar donde se tienen las plantas y se crían los animales. Aunque sea un calco sobre el concreto, se trata de reproducir la vida del campo entre casitas sin acabados —por no decir "en obra negra".

Elena Hinestroza llegó a Cali hace nueve años, a la edad de 42. Fue desplazada por grupos armados después de un enfrentamiento violento que se dio en Timbiquí en el año 2007. Ella cuenta que hace diez años los "guerros", el tierno diminutivo con el que se refiere a los grupos ilegales, se veían caminar tranquilamente por las calles del pueblo, "dejaban sus armas en las casas, simplemente hacían más presencia que el ejército mismo. Pero un día sin saber por qué, el ejército les hizo una emboscada y quedamos todos en medio de las balas". Después de eso, los llamaron sapos, los intimidaron, aparecieron nuevas caras, civiles armados. El miedo se volvió pan de cada día en pleno paraíso del Pacífico y como ella nunca fue una mujer silenciosa, pues la música y la rebeldía la ha traído en las venas, llegó el momento en que la angustia no la dejó dormir y supo que tenía que dejarlo todo y coger camino. Así fue como Elena llegó con su familia al Distrito de Aguablanca, que es donde se han venido asentando los inmigrantes del Pacífico desde 1970.

"Cuando llegué a Cali empecé a ver cosas tan duras, que yo me dije: para criar a mis hijos acá tengo que seguir siendo la misma que en mi tierra, tengo que seguir sosteniendo mi cultura". Comenzó vendiendo chontaduro, aguacate, mango. Con una batea sobre la cabeza se recorría las calles de la ciudad bajo un sol inclemente. Pero entonces el depredador se volvió otro: "el lobo", apodo que le tienen los vendedores ambulantes a la policía, que llegaba con sus camiones a llevarse su mercancía y la de todos los que estaban en la misma suya: el rebusque. La persecución no le da tregua a la población afrodescendiente que vive en el campo colombiano, es histórica. Es un despojo tras otro desde la expoliación del África hasta hoy.

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Después de vender frutas, de barequear, de trabajar como empleada doméstica para las familias "mestizas", como ella aclara, a Elena la llamaron sus hermanos para sacar oro en la mina que les dejó su papá. Eso significó regresar durante unos meses a Timbiquí, donde ya nada era igual, ahora el territorio (¿el oro?) lo vigilaba el ejército. Con un trabajo que recordaba a la época en la que su abuela fue esclava, aunque ya sin un amo directo, pues el oro era para ella y sus hermanos, Elena pudo juntar lo suficiente para comprar los instrumentos y un vestuario con el que armó un grupo tradicional de música de marimba en el Distrito de Aguablanca. Fue a golpe de currulao que pudo levantar a sus nueve hijos, o más que levantarlos, no dejarlos caer en el torbellino de la ciudad.

"Yo dejé mi casa, mis animales, mis tierras. Pero uno pierde lo que es cuando pierde su memoria. Mantener mi identidad en alto fue algo que no se me quedó. Vino conmigo. Tenía que buscar un método para terminar con ese dolor, con esa tristeza. Así fue como me di cuenta que yo podía auto-repararme". Es una genia, una poeta y compositora bestial, supo de entrada que su destino no sería el de una desplazada más ocupando las listas de los miles de desterrados que ha dejado esta guerra por la tierra.

Hagamos memoria. Durante el siglo XIX, la gente afropacífica tuvo por primera vez la experiencia colectiva —la sensación— de identificarse con un territorio común. Sin embargo, eso no duró mucho. Si para algo ha servido el Estado es para otorgar licencias y concesiones de explotación al capital extranjero. Sucedió a principios del siglo XX, cuando resultó ser que desde la bocana de Timbiquí hasta abajo, la compañía inglesa "The New Timbiqui Gold Mines Ltda.", hecha con inversión francesa, tituló como suyo todo el territorio. Esto fue posible porque estas eran tierras donde sus habitantes no eran dueños del terreno que siempre habían habitado —gracias a la ley 2ª de 1959—. Peor aún, después de que se dieron las disposiciones legales contra la esclavitud, en 1821 con la libertad de vientres y en 1851 la libertad absoluta de esclavos, la ley en Timbiquí funcionaba así: hombres y mujeres, todos, tenían que trabajar para la compañía. Si alguien no obedecía lo echaban del pueblo, lo mandaban a otro pueblo más abajo y además le vendían el pedazo de tierra. Tenían que trabajar para ellos sembrando maíz y plátano. Más adelante, las personas que fueron esclavizadas lograron pagar su deuda, es decir, comprarse a sí mismas y a sus familias a través del oro.

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Ese no fue el caso de Agustín Hinestroza, bisabuelo de Elena quien, según cuenta ella, "era un negro que no se dejaba y lo echó la compañía, los esclavistas, por no obedecer". Agustín iba subiendo un río junto con otros hombres en una jibabura, una canoa de madera grandísima, contra una corriente brava a la que se enfrentaban a punta de remo y palanca. Cargaban en esa canoa los pesados rieles de hierro que metían a los socavones para sacar el oro en carretas. Ya cansado de esa vida, el bisabuelo de Elena, bajo la luz de una noche de luna, se dijo: "que me maten pero yo ya no voy más, pa allá no voy". Y entonces se tiró al río. Al otro día llegó al pueblo a organizar sus cosas porque sabía que lo iban a echar. Era la suerte de quien no obedecía.

Fue a partir de esa historia que Elena compuso la canción "Pa allá no voy", en ritmo de juga.

La abuela materna de Elena, hija de Agustín, era cantadora. "Incluso ella era de las que componía cuando algo pasaba en el pueblo" relata. Contaba cantando como una antigua griotte africana. Ella también fue esclavizada y obligada a trabajar en los socavones, sacando oro. Se puede afirmar que muchos de los cantos de la tradición musical timbiquireña y del Pacífico se hicieron alrededor de esta historia de sometimiento y maltrato. Y si ella no fue libre, quiere decir que la esclavitud en el Pacífico colombiano siguió latente hasta 1910 aproximadamente y sigue viva en otras formas más sutiles, legalizándose en nuevas sombras de explotación y mano de obra barata.

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Cuando le pregunté por su abuela, y de cómo hizo para liberarse, Elena me respondió: "Ella no tuvo la forma de salir de ese yugo porque no conocía los derechos que tenía como mujer. Pero mi abuela fue una mujer empoderada y cuando trataron de abusar sexualmente de ella, no se dejó". Esta fuerza se ve reflejada en una de las canciones que ella le compuso a Casimiro Klinger, un francés que decía ser su amo, pues afirmaba haberla comprado. Los versos que Elena recuerda dicen así:

Casimiro Klinger, Teodoro Vanín
todos van y vienen y yo estoy aquí
Cuando llegue Claudia le voy a contar
que Don Casimiro me iba a matar
Dice que es mi amo y que él me compró
que compre las cosas a una mujer no

Dice que es mi amo y que él me compró
que compre las cosas a una mujer no.

El ser amo. Mi mente me llevó a Inocencia o "Chencha" como le decimos cariñosamente. Ella es la empleada de servicio en la casa de mis abuelos que queda en el norte de Cali. Es timbiquireña y vive en la capital del Valle hace más de 30 años. Tiene permiso para salir solamente los domingos y festivos aunque anteriormente este era solo cada quince días. Vive en un cuarto de 2x2 donde cabe una cama sencilla y un televisor. Tiene uniformes de mucama y a sus 65 años dedica 12 horas de su día al trabajo doméstico. Me pregunto si Chencha y Elena algún día se cruzaron en Timbiquí. Quisiera creer que sí, que remando su canalete aguas abajo se saludaron "Oí oe… oí ve".

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Chencha y Elena. Son un centenar las mujeres que llegan anualmente huyendo de la guerra a dar quimba en una ciudad como Cali. Quizás por eso, cuando llegó el momento de cantar, tras embelesarme con la dulzura de su voz mientras hablábamos, Elena se puso de pie, dio vueltas, y pisó duro el suelo. Un acto de presencia. Se plantó como representante de un linaje verraco. De una suerte con la que se nace y en la que toca ponerse el ébano como el mejor traje para liberarse definitivamente del lastre, del grillete. Porque su cultura negra no es un lugar exótico, no es un "Ay, tan lindas como andan con sus bateas y sus vestidos y sus caderas", no es una pieza de museo que se empolva en una vitrina. Es una identidad que exige su lugar. Ahora, ella misma me dice: "Más son las personas que me han acogido que las que no. Yo tengo buenos recuerdos de las personas mestizas, he sido muy acogida con mi música".

Así es que cuando esté "voliando trapo" en el apoteósico Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, aquella semana al año donde todos "somos Pacífico" y nos mezclamos sin asco entre el viche, el sudor y sacudimos el cuerpo como si nos fuéramos a desbaratar con el goce extático del kilele, recuerde la cara de Elena. O la de Chencha. Y mire bien aquellos rostros donde se refleja la resistencia por medio de esta linda música que sana dolores, libera mentes y cuerpos, y acaba con la tiranía. "Para mí significa mucho porque desde que yo era niña escuchaba la marimba, como un despertar en el Pacífico, como esa voz que nos llenaba. Era como si de la selva vinieran esos sonidos. Esa es mi resistencia, mi re-existencia", explica Elena. Va más allá de lo que muchos llaman "música folclórica".

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Después de nueve años el grupo de Elena aún no clasifica para presentarse en el festival Petronio Álvarez. Pero eso no le quita a ella el sueño, pues conoce bien su papel dentro de la tradición musical del Pacífico: "yo estoy puliendo una identidad, una tradición que va hacia el futuro" dice con gran precisión en sus palabra y con una acción muy coherente. Ella se ríe y asevera: "Si yo hago una técnica vocal es como si esas aves se callaran. Cantamos así porque así hablamos. Nuestro acento viene de las aves, viene de las olas".

Me bastó con escuchar "¿Por qué me voy?", una de sus composiciones, para entender el misterio que carga esta mujer, esta guerrera y matrona. "Ese currulao inicia con un poema a manera de lamento. En ese entonces yo ya había llegado a Cali y fue a través de esa canción que pude expresar todo lo que sentí al llegar", explica. Es la historia cantada de su vida, "ese lamento es un gran recuerdo porque la música me liberó. Miré que con eso podía auto-repararme, porque mi abuela también lo decía: no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. O bien se muere el enfermo, o el accidente se quita". En un país de sobrevivientes, se dejó de ver como víctima y buscó otra posición, otra forma de vida. Elena encarnó su cultura, que transmite a veces sola, a veces acompañada. Y así crió a sus hijos en el mundo de la música, teniendo claro que si su hijo tocaba la marimba, no estaría tocando un arma.

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Hoy ella vive en el oriente de Cali, aunque en la ciudad se hable del Distrito de Aguablanca como si fuera el infierno mismo. El imaginario que muchas veces produce lo desconocido. "Cuando usted va a buscar empleo, si usted dice que es de acá del oriente, simplemente le dicen que no. La gente del oriente en su mayoría somos afros, venimos del Pacífico. Unos somos desplazados y otros vienen por buscar nuevas oportunidades", dice ella. Y es que para Elena hay una conclusión, fuerte pero real en toda esta historia: "A los negros nos toca demostrar, nos toca sobresalir, nos toca más duro que al resto. Somos muy inteligentes y muy creativos y no nos podemos cohibir de mostrar lo que somos y de hacer lo que sabemos. Al que le da pena lo rechazan, lo discriminan más". El racismo funciona así, como la ley del más fuerte.

"La alegría es nuestro soporte para resistir" dice Elena, "soy negra y lo que Dios me dio como negra yo lo demuestro. Para nosotros vivir en una ciudad como Cali o en ciudades colombianas, tenemos que dar mucho. Sobresalir y no escondernos". Así lo hace. Con su música lo afronta todo. "Nosotros nos comunicamos más fácil con una canción que conversando. Timbiquí es un palenque desde que el negro corrió hacia allá. Nosotros tenemos mucho qué ver con África". Oí ve, oí.

Nunca había visto las montañas de Cali desde ese lugar, me parecía tan raro estar en esa terraza, me sentí extranjera. Mientras se nos iba el tiempo entre historias y cantos, comencé a tener otra visión de la ciudad, mi lente se amplió desde esa periferia donde Elena y yo conversábamos. Abajo los niños jugaban en la calle. Pude entender que nací en la ciudad que no es capaz de crear rupturas con su historia de racismo. Racismo que se sigue construyendo desde una urbe excluyente, con una apatía colectiva y a partir de una falta de memoria, de no entender por qué y con qué razón nos sacudimos al bailar. El Distrito de Aguablanca es una salsa negra que se le pegó a Cali desde el oriente y que se separa por una autopista que dice que de aquí para allá viven los negros y carajo, qué bello es allá.

***

Tuve la oportunidad de grabar de manera artesanal tres canciones de Elena Hinestroza entre las que están: "Casimiro Klinger", "¿Por qué me voy?" y "Pa allá no voy". Agradecimiento especiales a doña Elena, al talentosísimo Jose, su hijo, y a Alfonso "Funkcho" Salas.

Disfútelas.

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"Cuando lo negro sea bello" es el título del popular lamento cumbiero de Andrés Landero. Es el espacio donde dignificamos la música de la diáspora y hacemos un recorrido sonoro para dar a conocer la belleza que hay escondida en las raíces musicales africanas. Natalia Roa, la matrona que encabeza esta misión, es literata y devota del ritmo asincopado. Caleña de nacimiento y costeña por decisión, vive los días construyendo puentes de cadencia entre el Pacífico y el Caribe. Si algo le duele en la vida es no haber nacido negra.