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Cultură

Mujeres guerreras

En La Esperanza, Guerrero, las chicas se parten la cara para pedir una buena cosecha.

Cada año, en mayo, los campesinos del pueblo nahua de La Esperanza, en el estado mexicano de Guerrero, preparan sus tierras para sembrar, y la fortuna de tener una buena temporada de lluvias no sólo dependerá de ellos sino de todos los habitantes de la comunidad. Por eso, al mismo tiempo que se aran los campos y cuidan las semillas, los pobladores se preparan para la ceremonia de petición de lluvias y fertilidad de la tierra. En esta fiesta ritual piden agua abundante para una cosecha generosa, lo que representará un buen año para la comunidad.

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Antes de pelear, las mujeres de esta comunidad nahua preparan un banquete en casa del comisario municipal. Las mujeres deben pelear y regar la tierra con su sangre. Durante mi primera visita a La Esperanza, en 2007, llegué con Norma. Aunque vive en Chilpancingo, es originaria de esta región y para su familia es una tradición participar en esta ceremonia.

El día de inicio de esta celebración, las mujeres se levantan muy temprano para reunirse con las esposas de las autoridades, en casa del comisario municipal. Guajolotes, pollos, pozole, mole, arroz, huevos cocidos y tortillas se preparan en grandes cantidades para compartir con los funcionarios y sus familias. Esta mesa recibe también a cualquier persona del pueblo que desee asistir; sólo hay que llevar un recipiente para que las mujeres lo llenen con comida.

A mediodía me dirigí al Cruzco, un lugar sagrado donde hay un manantial y el pueblo se reúne para ofrendar flores, comida, copal, ceras, rezos y música a sus deidades. Por la tarde, la gente del pueblo enfiló hacia una pelea ritual para pedir lluvia. En camionetas o caminando, a través de las calles y campos de cultivo, poco a poco las personas iban transformando el paisaje.

Acompañado por gente del pueblo, llegué al terreno que se convertiría en campo de batalla, en los límites de La Esperanza y comunidades vecinas. Había docenas de personas protegiéndose del sol a la sombra de los árboles, esperando la llegada de los pueblos adversarios. Conforme llegaban se formaba un perímetro humano. Las comunidades vecinas ocuparon sus lugares. Frente a frente, una a una, las mujeres observaban, buscaban y retaban a sus contrincantes para iniciar la pelea. Las mujeres jóvenes eran motivadas y aconsejadas por sus madres o abuelas, las guerreras en años anteriores.

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Podía oír gritos de apoyo retumbando desde ambos lados. Las mujeres se enfrentaban sin ningún temor. Antes del encuentro se sujetan el cabello y se despojan de anillos y todo lo que estorbe. Se saludan y comienza la pelea. Algunas mujeres agarran un puñado de tierra para secar el sudor de sus manos; se observan una a la otra y, cerrando los puños, lanzan el primer golpe. Atacan, cierran los ojos, se defienden, esquivan y en ocasiones, piden tregua para limpiarse la sangre que escurre de sus fosas nasales. Después continúan. No se trata de ganar o perder. No se trata de revanchas ni de venganzas. Se trata de una ofrenda a la tierra.

Después de varias peleas comencé a percibir el olor de la sangre que se derramaba en los encuentros. Parecía que el dolor no detenía a estas mujeres. Cuando empezó a oscurecer, las mujeres, a puño limpio, no dejaron de pelear.

Una vez cayó la noche por completo, regresamos a la comunidad. Por las calles me encontraba a cada mujer combatiente volviendo a su casa con el orgullo de ser una guerrera y la seguridad de que su sangre se había esparcido en la tierra. Una ofrenda que, en sus profundas creencias, esperaban que fuera aceptada y recompensada con un buen temporal.