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Cultură

Gárgola

Entre los maizales, la niña vio una luz brillante. Era de noche y aquella linterna le dio de lleno en los ojos para dejarla ciega por un instante. Cuando pudo ver de nuevo, estaba tendida sobre el surco de tierra, con las manos sobre el vientre y los...

Entre los maizales, la niña vio una luz brillante. Era de noche y aquella linterna le dio de lleno en los ojos para dejarla ciega por un instante. Cuando pudo ver de nuevo, estaba tendida sobre el surco de tierra, con las manos sobre el vientre y los dedos entrelazados. Cerró los ojos para volver al estado anterior: verse de pie entre los maizales y encontrar la linterna al fondo, pero no pudo. Tendida entonces, abrió los ojos de vuelta y descubrió un cielo estrellado, miró la mancha celeste que ya conocía y supo, de manera natural, que estaba en el mundo conocido.

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Cuando pensó que era tarde para seguir allí, trajo a la mente el rostro severo de su tía y los castigos por desobedecer que consistían en poner las manos delante para recibir los chicotazos de una vara en los dedos, cuando pensó que era tarde, se puso de pie.

Dio pasos largos hasta el camino de tierra y abandonó el maizal. Si le hubieran preguntado qué deseaba, la niña habría respondido: viajar al otro lado del mar. Los dibujos de un cuento sobre una princesa que se escapaba por las noches de un castillo, una desobediente, le habían mostrado el mar. Atravesarlo por el aire era lo mejor, pensaba ella. No podría viajar en un barco, tendría miedo de caer y ahogarse, por eso ella viajaría en un avión supersónico, y lo haría muchas veces con su pensamiento.

Cuando volvió la vista al maizal descubrió de nuevo el brillo de la linterna, ahora más tenue por la distancia. Alguien estaba allí, escondido.

Después escuchó pasos pero nunca vio a nadie. No tendría una prueba para su tía. Le explicaría lo visto una y otra vez, sin poder probarlo. Era una linterna que ocultaba un cuerpo, diría.

Al entrar a casa, su tía la miró con malos ojos pero no le dijo nada. Ella se sentó, silenciosa también, a la mesa. La tía trajo un plato hondo con crema de trigo. La niña tomó la cuchara y sirvió la crema de las orillas del plato, donde estaba un poco menos caliente. Cerró de nuevo los ojos para recordar la luz entre el maizal.

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La tía se sentó frente a ella. Peló una naranja hasta dejar una tira perfecta de la cáscara. Sus dedos gruesos usaban el cuchillo con habilidad.

—¿Qué hacías a esta hora en el maizal? Le preguntó la tía.

Ella no supo qué responder.

La tía murmuró algo que ella no alcanzó a escuchar con claridad.

Había buscado las huellas en la tierra al día siguiente. Recorrió uno a uno los pasos que dio para entrar a aquel terreno y entonces lo supo, era inexplicable pero sí, estaba segura, sí, había sucedido lo insólito. Las huellas sobre la tierra eran las de un gigante. Ella había estado frente a él durante la noche y no lo había sabido. Poco antes de que la niña estuviera tendida con las manos sobre el vientre y los dedos cruzados, había dicho las palabras que el gigante había pensado que eran dirigidas a él. Se trataba de una confusión. Porque ella hablaba sola, sin referirse a él, pero el gigante había creído que esas palabras eran para él. Y en su mundo de cosas enormes, es del todo probable que la voz aguda de la niña lo hubiera enloquecido. Por eso el gigante había encendido la linterna para darle luz justo en el rostro y cegarla. Ella comprendía así, de golpe.

El gigante tenía manos de fuego porque las milpas estaban quemadas y dejaban ver el rastro de la enorme mano de él.

Sintió temor. Si aquel gigante regresaba ella no sabría adónde ir.

Decidió abandonar la casa. Se iría.

La niña se iría a otro sitio. Pero las manos gruesas de su tía buscarían el modo de detenerla. Ella no se detendría nunca. Caminaría hasta el pueblo, buscaría un autobús y se iría a la ciudad para encontrar una casa en donde pudiera vivir. Haría la limpieza de la casa, tal vez. Se le curtirían las manos por lavar la ropa a mano, se le llenarían los nudillos de ampollas por restregar sobre la piedra del lavadero los cuellos de las camisas y los puños.

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La niña escapó.

Su tía estaba furiosa.

La niña subió al autobús de las doce del día. Llevaba una maleta pequeña con la poca ropa que tenía. Más allá de las nubes, detrás del cielo, en el espacio para ser precisos, estaba suspendido el hombre de los guantes. Apoltronado en un sillón raído, el hombre observaba lo que pasaba aquí y allá. Pero su pasividad era tan antigua y sólida que el hombre no tenía la mínima voluntad de hacer nada. Qué suceda, decía. Que ella supere sus dificultades, que el niño encuentre a su perro, que la fórmula de la leche sea la misma, que el mundo vaya.

El hombre de los guantes parecía no querer asir nada. Cuando tomaba el catalejo, se ajustaba bien los guantes para asegurarse de que su piel no rozara ni por accidente el metal.

El hombre de los guantes era obeso y tenía poco pelo. Él supo de la historia de la linterna en el maizal, del mismo modo que sabía todo lo que sus ojos observaban, y de la misma manera, también, que distinguía todo lo que sus oídos escuchaban. Y vio a la niña en peligro ante el gigante, pero no tuvo ganas de hacer nada.

El hombre de los guantes se pasaba las tardes —cuando la luz disminuía sobre la tierra— con los ojos entreabiertos y así imaginaba a la mujer de sus sueños. La mujer de sus sueños era dócil y era blanca y sonreía. Le ponía la mano sobre la frente y él sentía que sus días estaban alumbrados por una fuerza superior que lo llevaba a ese instante de paz.

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El hombre de los guantes vio cómo la niña tomó su maleta y se marchó de la casa de su tía. Escuchó las palabras de la mujer, los insultos a la niña y no hizo nada. Porque él no quería meterse en nada. Estaba suspendido en el espacio, compréndase.

La niña llegó a la ciudad un día de mucho calor. El aire seco y polvoriento le sacó lágrimas. Estaba acostumbrada a la pulcritud del campo.

A la vuelta de la estación de autobuses descubrió una carpa inmensa y leyó con trabajo la palabra “circo” al lado de las banderillas de colores. Y se acercó a la entrada y le preguntó al hombre que cortaba los boletos si ella podría trabajar allí. Le dijo que sabía ordeñar las vacas y alimentar a los conejos. El hombre la miró extrañado pero, al poco tiempo, supo que ella decía la verdad.

La niña sería domadora de leones. Sería trapecista y maga, sería la mujer barbada cuando estaba cansada de los animales y las piruetas en el aire y cansada también de hacer ver lo que estaba claro desde el comienzo de los actos. La magia era la verdad, era lo que podía suponerse.

La mujer barbada era el personaje que menos le gustaba interpretar. Parece que con barba soy lo que no soy, pensaba. La ilusión en los ojos de los espectadores le daba, a pesar de todo, cierta alegría, porque ella estaba disfrazada y los mirones pensaban que su barba era real. Los engañaba, claro.

Por ese tiempo, la tía se revolcaba en la cama, afiebrada, tenía sueños que le llenaban el cuerpo de virus, sueños en los que ella dirigía a un grupo de adolescentes hacia una fosa. Ella les ordenaba que saltaran para morir dentro. Y ellos seguían a pie juntillas sus deseos. Luego soñaba que su sobrina sufría lo mismo que ella había sufrido de niña, pero la parte más dolorosa del sueño era saber, con certeza, que eso no sucedería jamás. Entonces sentía frustración. Estaba atormentada, la pobre. Sabía que su miseria le producía sueños enloquecidos. Porque no podía negar que su desgracia derivaba de, precisamente, ser quien era.

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El hombre con guantes se acomodó en su sillón. Estaba adolorido por no moverse, pero no pensaba hacerlo. Poco a poco, fue quedándose dormido.

Al día siguiente, el hombre con guantes, tuvo una idea: buscaría a la mujer de sus pensamientos. Haría lo necesario para que ella viniera hasta donde estaba él. Haría lo necesario para que llegara a ese lugar en donde él estaba suspendido. Le diría lo justo para que la mujer, que sonreía y era blanca y de voz suave, con las manos de dedos finos, le diría lo necesario, pues, para que ella dejara lo que estuviera haciendo y lo alcanzara. Tuvo un poco de pereza al pensar en la manera en que debía procurar otro sillón para ella, también le quitó las ganas meditar acerca de que si la mujer de sus sueños venía hasta donde estaba él, él tendría que levantarse una que otra vez del sillón para irse a dormir con ella. Pero sostuvo dentro de su mente pasmada que esos pequeños esfuerzos quizá valdrían la pena.

Muchos años atrás, en el cálido ambiente de una cueva, muchísimos años atrás en la época de las cavernas, entiéndase, una mujer que podría haber sido la niña que conocemos pero de edad adulta —en aquel tiempo remoto— la mujer semejante a la niña tomaría un trozo pesado de carne de bisonte y lo arrastraría por el suelo de la cueva para cubrirlo con hojas de olor y, luego de varias horas, cortarlo con un cuchillo de piedra, o con el filo de una piedra, y abriría la carne para encontrar dentro algo que no se puede creer: una estrella de cristal transparente.

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La niña crecería en el ambiente del circo. Sería una mujer de la calle, para los burgueses, una cualquiera que anda de aquí para allá con hombres desaliñados, sería una provocadora con tacones, una mujer alegre, como suelen llamarle a las mujeres que se ganan la vida con su cuerpo.

La mujer que era había hecho sólo una cosa siempre, de manera sostenida, con necedad, había hecho siempre lo que se le daba la gana. Los hombres de la burguesía no estaban dispuestos a tolerar semejante comportamiento, no, ella no sería nunca jamás bien vista por hacer lo que se le daba la gana. Faltaba más, se decían, acariciándose los bigotes. Y sus miembros reblandecidos bajo los calzones se estiraban de pronto, como si recibieran una especie de descarga eléctrica, como si despertaran. Faltaba más, repetían y sentían así el estremecimiento de eso que consideraban su poder entre las piernas. Pero los hombres burgueses buscaban siempre su comodidad. Por eso el hombre de los guantes era, qué duda cabe, ya al paso del tiempo y de los hechos, el más burgués de todos.

***

Una noche, sus palabras se habían escapado. Ella entendió los hechos de posesión. Albergar dentro de la carne otra carne. Sólo que esa carne que la invadía era incorpórea. Parece absurdo decirlo así, pero era así. Entendió los hechos de exorcismo. Adentrarse en el cuerpo del poseído para expurgarle el alma que se alojaba en un cuerpo ajeno.

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Cabía preguntarse aún qué había sucedido. Cuál era la manera de ordenar aquellos hechos de manera lógica. Su mente perdida. Los pensamientos de persecución, las palabras dentro de otras palabras, sus secretos guardados en las palabras y a su vez dentro de otras palabras.

Cómo iba a explicarlo. Cómo hablar del Polo Norte y el Polo Sur, cómo nombrar la relación de eso con los aparatos electrónicos, cómo ver en un sueño el rostro de una mujer desconocida a punto de morir. Era la perversión, ya se sabe. El retorcimiento del mundo conocido que daba lugar a una nueva realidad única, presa en su mente y la mente en sí apresándola.

La luz en los maizales. Luego todo eso. La iluminación de lo dicho por unos y por otros, los enigmas, la sólida creencia de una conspiración.

Cómo iba a explicárselo. Decírselo a quién.

El ruido de pasos. La mujer escribiendo sobre Juan Rulfo, las vísceras de fuera en la imagen de una cirugía mayor. Las jeringas.

Un hombre barbado repitiendo una letanía antigua. Las miserias de los hombres. Las bromas de un viejo, sentado en una mesa a la hora de la comida. Las palabras estrafalarias de otro, siempre furioso. Las historias de amor que no había vivido.

Cómo iba a explicarlo. Enumerar los hechos sucedidos en su mente. De qué manera solventar eso que creía con tanta certeza.

La náusea de una mujer enferma. El cuerpo que se pudre tras la muerte. Cómo iba a nombrarlo, a ponerlo sobre la mesa y en forma de qué.

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Los pies de una mujer joven y obesa que subía las escaleras con dificultad. Su sexo abierto, su hambre y su desesperación por encarnar otro cuerpo que no fuera el suyo.

Y allá a lo lejos, una mujer preñada.

Y en los maizales, la luz dándole un color más claro a las hojas y ella boca arriba con los ojos cerrados, implorando la calma pero sin dejar de ver lo que se nombra, ella muda, con las manos en el pecho, dejándose llevar por el sitio de los sueños. Su sexo húmedo por las imágenes en la memoria que aún no tenía, pero aquellos árboles detrás de una ventana en lo alto de un edificio, y allí ella de pie, mirando cómo la lluvia dejaba líneas de agua sobre los cristales, todo destruyéndose así, al golpe de los pensamientos, y ella, caída, ella sobre el suelo pidiéndole a los dioses que interrumpieran ese trance. Ella despojada de su voluntad y sin poder moverse. La boca que se abre y traga las pastillas. El gotero que deja caer el líquido amarillo que apacigua, las manos sobre una mesa con un mantel azul.

La luz de la linterna. ¿Quién estaba detrás? ¿había un detrás?

Y las perturbaciones atmosféricas. El hombre que leía en los diarios sus designios para atender las órdenes que lo llevaban a creer en poder alterar el clima.

No había manera, pensaba por debajo, entre una visión y otra con los dedos cruzados, con hambre, con la entrepierna ardiéndole.

Los ojos enfermos de una mujer violada que procuraba violar el mundo para hacerse justicia, violar los amores de los amigos, violar las heces que expulsaba con dificultad cada día, comérselas para violarlas.

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Alguien había desaparecido en el mar en aquel tiempo, alguien que ella recordaba sin haberlo conocido jamás. Los ojos del hombre bajo el agua, la muerte en el mar.

***

Las mujeres estaban rodeando el bisonte. Creían que era la mejor caza en mucho tiempo. Las mujeres prepararían la carne. Iban a prepararla, es del todo cierto. Despellejaron al animal. El aire estaba concentrado, olía a carne caliente. La mujer más experimentada enterró el cuchillo de piedra en la carne y abrió en dos al enorme animal, poco a poco, enterrando una y otra vez el cuchillo. Sacaron las vísceras y las amontonaron sobre el suelo. De pronto, algo inesperado sucedió: en el estómago del animal estaba una estrella de cristal con múltiples puntas.

Desde aquí observo la Tierra.

No miento.

En las noches veo las luces de las ciudades.

Nada, sin embargo, le sucede en este espacio a mi cuerpo. Estoy sin él, si es que así puede entenderse mejor.

Mi situación es la del aire. Sé que existe mi conciencia porque los pensamientos no han dejado de venir a mí desde que tuve el accidente.

Acepto mi destino: el de permanecer no sé por cuánto tiempo, en realidad es que tampoco me define ya el tiempo, permanecer suspendido y mirar la Tierra desde este sitio.

Conozco la historia de la niña y la linterna. De la luz que le dio las visiones. La conozco. Sé del hombre que descubrió la circulación de la sangre siglos atrás. Lo uno y lo otro, bien pueden ser hechos aislados pero la luz y el cuerpo visto por el médico estudioso de la sangre, se asemejan. Sí. Porque son dos hechos que responden a la observación. La mente de la niña en el maizal, el calor de la luz sobre sus ojos, su tránsito hacia las vidas que son dichas, es semejante al del médico que disecciona observa y descubre la circulación de la sangre.

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La estrella en el cuerpo del bisonte es un símbolo de esto, entiéndase: la estrella representa la luz y la riqueza, la riqueza contenida dentro de un cuerpo.

Sé de la historia de la mujer enferma.

Sé que no es posible nombrar el dolor. Lo recuerdo: en mis tiempos terrestres sufrí.

Aquí se escucha el eco de la Tierra.

Me habló en secreto de la misma manera que lo hizo con otras.

Se guardó entre mis piernas de la misma manera que lo hizo con otras.

Metió sus manos dentro de mis pantalones, así lo hizo.

Se puso de pie desnudo frente a mí, me dijo que era la noche más hermosa de su vida y usó las mismas palabras que le dijo a otras.

Me tomó de la mano antes de dormir, y así dormía con otras.

Me besó la frente por la mañana y dijo que volvería, con esos mismos labios besó la frente de las otras.

No regresó nunca.

La niña entre los maizales sueña o ve o adivina o cree tener visiones de otros mundos. Entonces, con los ojos apretados, sufre una pesadilla. Las manos largas sostienen en lo alto el cuerpo de un recién nacido. Las manos cubiertas de una sustancia pegajosa, elevan el cuerpo del recién nacido hacia lo alto. Se escucha un grito. El hombre que va acostado en una camilla observa las estrellas. El cuerpo del recién nacido está desnudo y tiembla. Los ojos del hombre están en blanco. Las manos largas toman el cuerpo del recién nacido y lo cubren con una manta roja.

La niña aprieta los ojos porque sabe también lo que sucederá después. Hay personas a quienes la vida les sucede, simplemente. La niña está muy lejos de ser alguien a quien la vida le sucede porque ella ve más allá. Sus ojos sueltan las lágrimas ahora, la desesperación del descubrimiento y el horror tras el descubrimiento porque el recién nacido abre la boca y no tiene lengua. Ha nacido sin ella. No hablará nunca. No dirá.

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El hombre que va en una camilla está detenido en la puerta de una habitación. El camillero habla con un médico. Que sí, dicen que sí lo llevarán al quirófano. De una vez por todas. Y el hombre observa a una mujer calva dentro de su cuarto, la mujer lee un pequeño libro de bolsillo.

La niña entre los maizales sonríe porque va a despertar. No quiere saber más sobre el recién nacido. Poco le importará en la vigilia aquella criatura sin lengua.

En la distancia, una mujer observa las líneas curvas de un cuaderno. No sabe porqué los trazos que antes eran lineales se han curvado ¿es posible? No escribirá más sobre las líneas rectas, ya no.

El hombre en la camilla no sabe que el recién nacido, su hijo, nació sin lengua. Él es a quien le sucede la vida, los hechos siempre están más allá de su alcance, o fuera de él. Su existencia ocurre, de manera simple, como si fuera una gelatina en medio del mar. Así, tiembla cuando hay tormenta, se hunde si el agua le pasa por encima, pero no distingue nada. Al hombre van a extirparle un órgano. Porque a quienes les extirpan un órgano, la vida les ocurre también.

Entonces, dentro de las paredes de aquella casa caerá un rayo. La niña lo sabe. Ahora está despierta y ve la casa arder. Se quemarán todos los muebles, cada cosa tendrá encima el hollín pegajoso del incendio. El hombre, la mujer y su hija tendrán que salir de allí, e intentarán escapar pero no podrán ver la puerta entre las nubes de humo, y la hija llamará a su madre y no la verá tampoco, y el hombre y la mujer caminarán en sentido contrario sin poder ni siquiera abrazarse entre las llamas. La hija comenzará a ahogarse, perderá poco a poco la respiración, sus pulmones se llenarán del aire caliente y reventarán dentro de su pecho. El hombre y la mujer buscarán a tientas el cuerpo del otro, y caerán de bruces sobre el suelo. Morirán.

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La niña sonríe, se alegra de que las personas que no le servirán de nada a la humanidad, mueran. Que sólo queden sus cenizas, piensa. Sabe que aquella pareja comenzó su unión tras un hecho ominoso y quisieron estar juntos después de cometer un asesinato. Antes fueron delincuentes, se entiende, y el olor de la sangre que manaba de la herida hecha a una soldado que volvía de la guerra e iba a recomenzar su vida después de haberse perdido meses en altamar, era una falta que debía ser cobrada con la vida de ellos y de su hija. La niña sonríe porque ellos están, en este preciso instante, muertos. Sus cuerpos son de carbón. Cuando los recojan del suelo, se quebrarán como las ramas de un árbol seco, no, se quebrarán como se quiebra una galleta entre los dientes.

El cuerpo de la hija parecerá intacto, apenas las mejillas manchadas de negro, la pobre murió en el único espacio de la casa a donde no llegaron las llamas. Murió por intoxicación. Su pequeño cuerpo será llevado a la morgue pero nadie irá a reconocerla. Será como si nunca hubiera nacido.

La niña sonríe de nuevo porque ha salido el sol y la vida misma ha sido justa. No hay dioses, pero sí hechos naturales, piensa ella. De ese modo, el rayo que cae sobre una casa es un hecho natural que deriva de una causa natural: que mueran quienes han provocado la muerte.

Detrás de la montaña, la luz del sol cubre el horizonte de árboles con una luz dorada. Es el amanecer más hermoso que ha visto desde hace tiempo.

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La mujer que escribe sobre las líneas curvas de su cuaderno encuentra, sin imaginarlo, una estrella trazada por ella misma mucho tiempo atrás en la última página del cuaderno. Sabe que es una señal que ella misma puso, cuando las letras que traza alcancen a la estrella, estará lista para irse a otro sitio.

Las mujeres cortan la carne del bisonte. Mastican la carne. Los hombres no han vuelto aún de la caza. Los hombres querrán también comer de esa carne tostada en el fuego.

La más delgada de las mujeres hace un gesto para llamar la atención. Toma el alimento que han desgarrado, toma el pedazo de carne y lo levanta hacia el cielo. Así agradece las prosperidad de la caza y la alegría que produce la carne que deglute dentro de su cuerpo. Las otras mujeres se palmean las piernas para celebrar la ofrenda al cielo.

Miro desde aquí el bosque en que se perdió la niña, el bosque famoso donde ella fue alcanzada por el lobo. La caperuza roja queda perdida ya entre las ramas caídas de los árboles. Esa historia fue real, como lo es la historia de la niña entre los maizales.

Leí que una mujer tenía tatuado en el cuerpo un aviso imposible. Se trataba de un conjuro para evitar, tras el tiempo, la intimidad violada por su padre. Imposible deshacer los hechos que le han acontecido a nuestro cuerpo, pensé. Y sentí pena porque la mujer no hubiera podido encontrar otra manera de resquebrajar el daño que había sufrido. Su limitación la llevaba a escribirse en la propia piel lo que no le había sucedido. Los tatuajes suelen ser eso: la huella de lo inalcanzable. Letra muerta.

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La niña desea anotar lo que vivió. Su procuración es pretenciosa pues añora nombrar de golpe los acontecimientos más terribles de su existencia. ¿Cómo? Se pregunta ¿De qué manera? ¿En dónde está el comienzo de todo aquello?

Cierra los ojos y observa el rostro duro de una mujer anciana. Piensa que el inicio de los desajustes de su mente, joven en edad pero madura en la elaboración de conflictos, tienen que ver con la mirada terrible de aquella mujer.

Harta estoy de ver en los orígenes el signo de los tiempos. El presente es un trago de ácido, visto desde aquí, piensa la niña.

En el mundo que habita, existen múltiples realidades. Quiero decir: no se trata de un hecho extraño, pues así ha sido a lo largo de miles de años. Las pinturas rupestres son la primera muestra de la realidad en fuga: del quiebre en la mirada de los hombres que trazaron líneas sobre la roca. La niña es, de pronto, una mujer y va a hacer un viaje.

Mira por la ventana y observa, entre la emoción de aquella noche cercana a su partida, las luces. No cree en los extraterrestres pero, en ese preciso instante, duda.

Vienen por ella. La creencia se convierte en certeza: han llegado por ella los extraterrestres.

La mujer se esconde. Se aleja de la ventana. Jadea. Sufre. El pánico será cotidiano a partir de ese momento. Ellos han llegado por mí, se dice.

Busca ayuda. Visita a médicos. Habla con sus amigos. Trata de explicarles que las luces que vio eran verdaderas. Les habla de las voces ocultas en las luces. Las variantes de intensidad le trasmitían distintos tonos, frases, gritos, acusaciones. ¿Por qué a mí? Podría haber pensado la mujer. Pero lo cierto es que no se lo preguntó jamás. Asumió la condena de lo que sus ojos descubrieron tras la ventana.

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Poco a poco, el miedo en el pecho de la mujer se hace mayor. Ya no sólo se trata de un rapto, sino, también, de una conspiración. Más allá de las luces, ella descubre, cuando recuerda la noche en que los extraterrestres vinieron a verla, cuando la llamaron, más allá de las luces, ella descubre la imagen de una mujer. Y le teme. El temor que siente ante su presencia detrás de las luces —la mujer con los brazos extendidos para atraparla y matarla—. La otra mujer es una amenaza de muerte.

No puede dormir. Cierra los ojos y ve de nuevo las luces. Escucha las voces. Huele el cuerpo de la mujer que la quiere matar: huele sus carnes, siente asco. Se levanta al baño y vomita.

Llama por teléfono a un amigo. Le explica lo que sintió apenas. Le dice que está segura de que hay una mujer extraterrestre que quiere matarla. Su amigo se queda al otro lado del teléfono escuchándola, tiene calma, tiene el corazón de un animal noble.

Regresa a la cama para dormir. Dormir algo.

Los médicos le dicen muchas cosas.

No se puede comprender a través de la lógica, pero lo cierto es que, a pesar de todo, más allá del dolor y el sufrimiento; la mujer decide cambiarse de casa.

En el nuevo sitio, las ventanas son distintas. Sin embargo, al poco tiempo de llegar, la mujer vuelve a ver en la ventana de su estudio, las mismas luces. Las mismas de antes.

Por la noche sueña, como si fuera realidad, que la otra mujer viene a buscarla. Le dice: Yo no sé jugar a lavar la ropa. Por eso soy tan mala. Desde luego, ella no comprende las palabras de la otra mujer.

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Los días transcurren en medio del horror. La mujer cree que duerme al lado del cuerpo de un hombre. En realidad, duerme al lado de nadie. Duerme sola. Amanece sola y en medio del horror porque ella no entiende qué le sucede.

Será difícil de explicar, pero imagínenlo: de pronto, de un día al otro, la mente de la mujer ha creído en la existencia de los extraterrestres. No es un asunto gracioso. Quiero decir: ella contaba con una estructura más o menos sólida de la realidad y del mundo conocido y, de un momento a otro, cada una de las cosas en las que creía fueron descomponiéndose como si se pudrieran, como si se tratara de una bacteria voraz comiéndose sus pensamientos anteriores y dando lugar a otros nuevos y deformes, era un contagio sin freno. Era la enfermedad. O no: Era la visión de las luces. Eran las voces. Era el cuerpo obeso de una mujer nefasta. Era el recuerdo de una anciana terrible. Era el cuerpo frágil de su madre. No era el amor.

El hombre, la nada, el cuerpo vacío que yacía al lado de ella apenas hablaba.

Organizó por aquel tiempo un viaje al Ecuador. Era el guía de dos turistas miopes, que estaban fascinados con el periplo. Irían de viaje en unos días y se reunían en la casa para hablar de los preparativos. Uno de ellos, con el rostro sumido en una sombra que le venía de tiempo atrás, de generaciones anteriores, quizá, apenas sabía pronunciar la palabra calor sin trabarse. Como si la temperatura le produjera cierta tartamudez. El otro tenía un semblante más saludable, había en él algo de explorador, aunque sus piernas no fueran ágiles. Los tres iban a emprender el viaje.

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La mujer se vio en una parada de autobús. Iba a una calle de la que, más adelante, olvidaría el nombre. Iría dos veces a la semana, con todo rigor, para que le clavaran agujas en el cuerpo. Le hacía bien ser, de pronto, una muñeca vudú. Traspasar las luces a las agujas, atravesar las voces con el filo minúsculo de un metal potente.

Una noche antes, alguien que no había sido ella, había dispuesto sobre la mesa larga del comedor, docenas de gatos dorados que augurarían un futuro extraño y tremendo. Los gatos eran chinos y movían un brazo para señalar que el mundo podría ser eso: movimiento.

Después de asistir a una boda en tierras amarillas y yermas, la mujer volvió a ver las luces.

Entonces estuvo segura de haber visto la verdad de todas las cosas.

Estaba perdida.

Junto a ella, el hombre que era nadie, dormía a pierna suelta.

Ella dejó de dormir.

Leía y en las líneas se asomaban las señales de las luces. Cada palabra era un núcleo de significado que guardaba la verdad vista. Había sido llevada y apenas se daba cuenta. La mujer obesa la había atravesado con su propia espada y apenas lo notaba.

El rapto había sucedido en un plano de su conciencia que no lograría alcanzar hasta mucho tiempo después. Un espacio blando: la humedad del cerebro: las neuronas hirvientes, las palabras encimadas para provocar una simultaneidad insoportable. No era posible resistirlo y lo resistía. Lo único que la podría haber salvado, la salida al ruido y a las luces que le herían los ojos, habría sido morir, pero ella no deseaba morir aún.

Recordó que cuando era niña, al despertar de una pesadilla, se sentía perseguida. Bajaba de su cuarto a desayunar y estaba segura que, detrás suyo, venía alguien del sueño, alguien perverso que deseaba alcanzarla. La sensación de ser alcanzada se aliviaba cuando apretaba los puños y sabía que estaba ya despierta. Dejaba entonces al perseguidor en el sueño.

Ahora no era así.

El hombre que no era nadie, le dijo que ella había hecho pedazos algo. Rompí una taza, pensó ella, entre los vapores de sus neuronas adoloridas.

Existen dimensiones de la materia. De eso está segura ella y lo estará tiempo después cuando esté a salvo.

La dimensión que habitaba ella, entre los susurros que asomaban de las páginas y las líneas de cada texto que leía, era una distinta a la del hombre que era nadie. Por eso él estaba pensando en viajar a Ecuador. No es que, en verdad, se tratara de un ser insustancial y hueco, sino que vivía en otra dimensión.

Para él, la realidad era un espacio cómodo y nebuloso. Carecía de principios arquitectónicos de convivencia: su casa no tenía paredes, ni muros de contención.

Ella se había cambiado de casa ahogándose a sí misma, pretendió enmudecer el enorme miedo que le comía los órganos para vivir al lado de un hombre de algodón. Ella ardía, él no podía arder.

Las imágenes que ella distinguió entre las líneas que leía fueron:

La mujer acusada por ser considerada una cabaretera.

El óvalo blanco, un huevo, sobre un fondo negro.

La burla.

Las líneas de un texto inédito ocultas en las líneas de múltiples textos. (Inexplicable.)

La semana de la literatura es lo más.