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Semana del Crimen

Ser estudiante equivale a ser un criminal en Nicaragua

“Ahora, desde el exilio, me despierto todos los días esperando un milagro que me permita regresar a mi país”.
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Fotos por Hans-Máximo Musielik.

El 18 de octubre se cumplieron seis meses desde que todo estalló en Nicaragua. Parece poco tiempo, pero en ese lapso hemos visto cómo nuestras vidas han cambiado de tal forma que nuestros recuerdos anteriores al cataclismo parecen lejanos, como si fueran de hace años.

Sé que al igual que yo, otras personas contamos nuestra vida en pasado, nos presentamos ante otros por quienes fuimos, contabilizamos sueños rotos, hacemos un recuento de las esperanzas perdidas y un inventario exhaustivo del horror que hemos presenciado durante estos meses; hablamos en pasado y muy poco en futuro, porque sentimos que no lo tenemos, que nos lo arrebataron. Vivo en una pausa permanente aunque veo como el mundo a mi alrededor continúa su ritmo. Ahora, desde el exilio, me despierto todos los días esperando un milagro que me permita regresar a mi país.

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Durante este tiempo muchas veces nos detuvimos a pensar donde estuvieron las señales del horror que se avecinaba, y nos dimos cuenta que siempre estuvieron ahí aunque no quisimos verlas. Mientras Managua crecía y los sueños de la clase media se ensanchaban (un crédito para el auto nuevo, una hipoteca) en el campo perseguían y asesinaban mientras el resto del país miraba hacia otro lado, hacia sus sueños de prosperidad quizás. Nos hicieron creer que cierta cuota de sangre era necesaria (según ellos nunca sería la nuestra) para mantener el control, para alcanzar el “desarrollo”, entonces las balas también llegaron a nuestras vidas, entraron en el pecho de nuestros compañeros, de nuestros amigos, de personas a quienes conocíamos, irrumpieron en los hogares, enlutaron a cientos de familias, y los muertos en lugar de transformarse en una cifra sin rostro, se convirtieron en una historia, en una vida truncada y fueron pólvora para una insurrección que no tenía líderes, solo sed de justicia.

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Mientras resistíamos comprendimos lo que los poderosos son capaces de hacer para conservar su poder, lo vivimos en carne propia; las ametralladoras no disparaban para defender a ningún pobre ni para defender ningún proyecto de justicia social, su único proyecto era la muerte para mantener el control, para preservar su dinero y quienes nos entrometemos en sus objetivos somos justo esos a los que la dictadura dice representar y que ahora asesina, persigue, tortura y encarcela: los pobres, los que hemos perdido tanto que ya no vamos a parar, “los tristes más tristes del mundo”, como reza ese poema de Roque Dalton.

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Aunque la cárcel, el exilio y la muerte nos acechaba, tejimos desde el dolor y la rabia nuevos lazos, aprendimos a relacionarnos y tratarnos como hermanos desde nuestro sufrimiento que no era solo nuestro sino compartido. Nicaragua se volvió un lugar donde las palabras sobran y una mirada o el mismo silencio se transformaron en un mensaje de amor y de lucha. Después de seis meses en los que la policía y sus grupos paramilitares han asesinado a más de 400 personas, aún quedan esperanzas, no una esperanza superficial, sino una certeza que viene desde lo más profundo, desde la rabia y la indignación, pero es una certeza que nos mantiene en pie y nos hermana donde sea que estemos.

Mi familia salió del país antes de que yo decidiera hacerlo, se fueron huyendo de las amenazas, de las visitas de la policía, de los secuestros de los paramilitares. La muerte estaba cada vez más cerca, nadie podría resguardarse en su habitación sintiéndose seguro cuando a dos casas irrumpía la policía en la madrugada para llevarse a algún muchacho que luego aparecía en televisión nacional, vestido con un uniforme azul y rodeado de encapuchado armados, algunos aparecían cabizbajo mientras escuchaban los cargos por los que fueron detenido: terrorismo, sedición, incitación a la violencia, crimen organizado, daños a la propiedad privada.

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Después de los asesinatos vinieron los secuestros, decimos que son secuestros porque la policía o los paramilitares llegan a tu casa sin una orden de captura, nadie puede decir nada, nadie puede defenderte. Compañeros que fui conociendo durante estos meses ahora están presos, los veo en los juzgados, rodeados de policías como si se tratasen de criminales de alta peligrosidad, de narcotraficantes, de asesinos, veo sus fotos y ninguno pasa de los 26 años, pienso en la última vez que los vi o pienso en lo que hacían antes de abril, en quienes eran, escucho a sus padres hablar en los noticieros, suplican que les regresen a sus hijos y no puedo evitar pensar en la posibilidad de estar presa al igual que ellos, en el dolor de mi familia yendo todos los días a la cárcel para llevarme algo de comer, una sábana limpia o ropa interior. Antes de la cárcel esta “El Chipote” que es el centro de torturas que usó Somoza y que ahora usa Ortega ¿quién consolaría a mi madre en las afueras del Chipote mientras espera noticias sobre su hija? Nada consuela a los padres que día y noche esperan que sus muchachos no sean enjuiciados.

Algunos de los presos se atrevían a sonreír frente a la televisión nacional, lo hacían para enviarnos un mensaje de esperanza, se convirtieron en una de las razones para continuar. Desde la sonrisa nos recordaban que no podíamos olvidarlos, que la memoria es nuestra fortaleza, que algún día esta pesadilla acabaría de una vez y entonces regresaríamos y llenaríamos las calles con las fotos de nuestros muertos sin miedo a las balas y para no olvidar jamás.

Fuera de las cárceles llegan los medios de comunicación a entrevistar a los familiares de nuestros presos, les preguntan cómo los tratan, si han logrado verlos y a veces los padres no saben que decir, como si no terminaran de creer que sus hijos están cárcel y llevan grilletes en los tobillos cuando es día de visitas. En medio de todo han encontrado con quien compartir su dolor, se reúnen con otros padres que al igual que ellos no logran comprender porque sus hijos están presos, cuentan historias de sus muchachos, se repiten así mismos - y a los otros - que algún día, más pronto que tarde, todo pasará y quedará nada más como una lejana pesadilla en la memoria, pero mientras esperan que todo pase encuentran fortaleza en el dolor compartido.

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Ahora desde el exilio me he dedicado a rastrear a quienes al igual que yo, tuvieron que huir o a quienes se fueron desde hace mucho pero aún les quedan cosas que los aten a ese pequeño lugar donde nacimos. Eso es lo que llevo encima, nudos, vínculos que me hacen levantarme día a día esperando un milagro. Hay algo pesado que cargamos, que solo es nuestro, para explicarlo gráficamente podría nombrarlo como “La vida que dejamos” y darle la forma de una maleta, una extra además de las que ya cargamos. Es la maleta más importante, la más pesada también, la llevo y la muestro con amor cuando me encuentro con otros nicaragüenses. Imaginen un ritual en el que todos abrimos nuestros equipajes para compartir con otros —algunos a quienes apenas conocemos pero que ya queremos —lo que no podemos dejar atrás. Cuando conozco personas nuevas en el país al que tuve que marcharme hago como si esa maleta no existe, intento mencionarla poco, no mostrarla demasiado ¿a quién puede interesarle la vida que dejamos? ¿Quién podría comprendernos? La llevo conmigo a todas partes, siempre lista para regresar, siempre a la espera de un milagro.