'Es el diablo': cómo acepté la esquizofrenia de mi hermana
Illustrations by Marne Graham

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Identidad

'Es el diablo': cómo acepté la esquizofrenia de mi hermana

Cuando era pequeña veía a mi hermana como una rival y una abusona. Después descubrimos que padecía una grave enfermedad mental y yo no tenía ni idea de cómo llegar hasta ella.

Supimos que algo iba mal cuando mi hermana empezó a tapar las ventanas de su habitación con telas negras.

"Es por los helicópteros", decía mi hermana Amber. "Es el FBI. Van tras de mí".

Empezamos a darnos cuenta de toda la gravedad del problema cuando un día llamó a la policía a las dos de la mañana, afirmando que mi madre tenía un rifle y que tenía intención de usarlo. La poli vino a casa, en el Valle de San Fernando. Se colaron a escondidas por las escalinatas de la entrada con las pistolas desenfundadas y, cuando yo salí de mi habitación medio dormida y confusa, me gritaron que pusiera las manos donde ellos pudieran verlas.

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A pesar de que nunca antes había tenido una pistola apuntándome a la cara, no me asusté. En lugar de ello, me sentía enfadada porque me habían despertado con todo ese jaleo. El inicio de la enfermedad de mi hermana no me perturbaba demasiado, sobre todo porque casi siempre la había visto como una rival. A lo largo de nuestra infancia y adolescencia siempre brilló más que yo, trayendo a casa premios y sobresalientes por sus grandes dotes para las matemáticas, las ciencias, el inglés, el francés y la historia, mientras que yo pasé a duras penas por el colegio con una media de aprobado. Con su metro ochenta, Amber era la estrella de los equipos de voleibol y baloncesto, lo que le hacía ganar todavía más reconocimientos. Yo intenté apuntarme a ambos pero no me cogieron.

También me sacaba de quicio tomándome el pelo, llamándome "Tutankamona" por mi pelo rizado natural, que se me encrespaba hasta la altura de la barbilla con la misma forma que el tocado de la cabeza de Tutankamón. Decía que tenía los muslos gordos, que mis dibujos eran estúpidos y, cuando yo respondía a sus incesantes provocaciones, me decía, "calma, calma", lo que me provocaba una rabia todavía más ciega. Mis padres estaban de acuerdo en que siempre empezaba ella y constantemente le reñían por molestarme cuando yo solo quería que me dejaran en paz.

Yo ya tenía mis propios problemas cuando la policía subió por mis escaleras: tenía 16 años, no tenía novio y me encontraba lidiando con las primeras etapas de un trastorno alimentario. En aquel momento estaba engordando 2 kilos a la semana y, como resultado, me estaba hundiendo en una depresión y luchaba contra una irritabilidad constante y una mala actitud perpetua.

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Por desgracia, para cuando los polis me vieron ya habían esposado a mi madre, que permanecía con los pies descalzos en nuestro porche con su camisón de franela rosa hasta las rodillas. Debía de tener las plantas de los pies heladas, porque estábamos a mediados de enero y, allá por los noventa, la temperatura bajaba hasta los 7 grados después de ponerse el sol.

Mi madre no se mostró molesta ni combativa cuando la esposaron. En lugar de ello se quedó de pie, inerte y como sin vida, tratando sin éxito de explicar lo estaba pasando entre sollozo y sollozo. Sus palabras eran ininteligibles por su llanto. Me rompía el corazón y a la vez me llenaba de desprecio, parecía tan indefensa, tan incapaz de luchar… Y yo sabía que dependía de mí, a pesar de mi mala actitud, aclarar las cosas.

Con un aparato dental en la boca que me impedía ofrecer un discurso claro, expliqué a los polis el trastorno de mi hermana. "Mi hermana está loca", dije babeando. "Se imagina cosas".

Amber permanecía detrás de mí, en estado de alerta, todavía aterrorizada. Más tarde supe que esa fantasía en concreto le había golpeado cuando mi madre ya estaba dormida. De repente y sin siquiera interactuar con mi madre, Amber se convenció de que esta estaba en su habitación cargando un rifle para matarla, por eso había llamado a la policía. Antes de hacer la llamada no nos había dicho nada a mi madre o a mí.

"Mi madre no tiene ningún rifle, así que, ¿pueden quitarle las esposas, por favor?".

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Afortunadamente, me hicieron caso.

Y cuando mi hermana replicó, "No, ¡sí que tiene un arma! ¡Yo la he visto!", yo simplemente dije "ignórenla" en un tono frío y plano.

Fuera lo que fuera que le estuviera pasando a Amber, pensaba que sin duda se le pasaría. Ella era la superestrella, la encargada de dar el discurso ante su clase del instituto, la que había conseguido plaza en la Universidad de Berkeley. Ella era la guapa. Alta y delgada y aun así con bonitas curvas. Su cabello, espeso, lacio y de color castaño, le caía sobre la espalda mucho mejor que mi peinado a lo Tutankamón.

Mi madre no tiene ningún rifle, así que, ¿pueden quitarle las esposas, por favor?

Era mi némesis, riéndose de mí constantemente, superándome constantemente y, cuando no lo hacía, ignorándome por completo.

Más tarde supimos que sus incesantes provocaciones ―un hábito muy inmaduro― coincidían con la predisposición a la esquizofrenia. Aunque Amber tenía un gran talento, no tenía la madurez emocional que yo tenía de niña. Cuando no estaba estudiando o practicando deporte, tenía dos personalidades muy diferenciadas: grosera y malvada o completamente atontada. Las fotos que tenemos de pequeñas lo muestran. Yo ponía caras o sonreía a la cámara mientras que Amber parecía distante, difusa, sin emociones y fría.

Su enfermedad mental apareció justo cuando suspendió durante su primer curso en Berkeley, con toda probabilidad por su consumo incesante de marihuana. No cabe duda ―al menos según todos los psiquiatras que ha visitado en su vida― de que la hierba catalizó la esquizofrenia que había estado latente en su cerebro desde que nació. Es una hipótesis suficientemente sólida, dado que mi abuelo paterno también era esquizofrénico. Como la calvicie masculina, las enfermedades mentales a menudo se saltan una generación.

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En casa solía acurrucarse junto a su estéreo, escuchando a los Beatles y a los Who, buscando acallar los ruidos que escuchaba dentro de su cabeza.

"Hay chasquidos en mi cabeza", se quejaba, aterrorizada. "Un constante ruido de chasquidos".

Tras unos seis meses de este comportamiento, mis padres empezaron a preocuparse de verdad. Yo me sentía indiferente.

"¿No estás preocupada por tu hermana?", me preguntó mi padre mientras comíamos unos asquerosos huevos con bacon en un restaurante cercano a su casa, en Orange County. Pero yo me sentía tan desvinculada de Amber debido a nuestra tensa relación que ni siquiera pude responderle.

"No sé cómo puedes mostrarte tan fría con esto", añadió.

Recuerdo empujar aquellos chiclosos huevos con mi tenedor, incapaz de comérmelos porque me había comido unos doce dónuts la noche anterior, y mirar por la ventana. Los rayos del cegador sol rebotaban en las ramas de las robustas palmeras que había plantadas en el exterior del restaurante. Todo el paisaje reverberaba, haciéndome sentir todavía más deprimida.

"Porque se va a poner bien", dije por fin, irritada. "Se pondrá mejor. ¿Por qué os preocupáis tanto vosotros?".

Pero no mejoró. En lugar de ello, empezó a trepar por las frondosas colinas que había tras nuestra casa, con un calor de 40 grados en verano ―descalza― y a quedarse en lo alto de la colina, esperando que Dios la subiera a los cielos, porque los ángeles le habían dicho que se aproximaba el apocalipsis. Regresaba a casa con ampollas bajo los dedos de los pies y los talones debido al contacto con la abrasadora acera, y con la cara gravemente quemada por el sol. Al día siguiente aparecían en sus mejillas, su barbilla y su frente quemaduras del tamaño de monedas.

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Tras unos cuantos ingresos de 14 días de duración en unidades psiquiátricas que desembocaron en que Amber comenzara a tomar medicamentos ―medicamentos que empezaron realmente a mejorar su paranoia― mi mente empezó a ajustarse a la realidad de que mi hermana había desarrollado una enfermedad mental grave.

La esquizofrenia, según nos dijeron los médicos, provoca paranoias graves e ilusorias, de ahí que Amber pensara que mi madre tenía un rifle y que el FBI la espiaba y que los ángeles habían profetizado un apocalipsis. Aunque los médicos dijeron que no se volvería violenta o agresiva, nos avisaron de que cabía la posibilidad de que se pusiera a sí misma o a otros en peligro al intentar protegerse. Esto no tardó en confirmarse cuando mi madre la llevaba en coche de camino a una visita con el médico durante la hora punta de la tarde. Amber abrió la puerta del pasajero mientras el coche frenaba al aproximarse a un semáforo en rojo, saltó al exterior y se alejó corriendo del vehículo. Una vez más, tenía miedo de que mi madre le hiciera daño.

Pero según los médicos, un buen tratamiento con medicamentos podría aliviar ese tipo de psicosis paranoide. Primero suministraron a Amber el consabido Haldol, una de las primeras medicaciones que se emplearon para tratar la esquizofrenia en la década de 1950. Acabó con la psicosis, pero también ralentizó su mente y su cuerpo hasta casi paralizarlos y, cuando lo tomaba, se pasaba todo el día durmiendo. Mis padres no podían soportarlo, así que los médicos cambiaron la mediación por Clorazil, un antipsicótico más nuevo y el único que realmente aliviaba sus síntomas sin convertirla en un zombi.

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Por desgracia, el Clorazil hace que muchos de quienes lo toman sientan unas ganas irresistibles de comer mientras su metabolismo cae en picado. Amber no escapó a este efecto secundario: engordó unos 90 kilos después de tan solo un par de meses tomándolo. Esta manifestación visible de su enfermedad activó un interruptor en mi cerebro. Ahora podía ver la gravedad de su enfermedad por primera vez y el aumento de peso suavizó mi actitud hacia ella y abrió mi corazón de par en par. A partir de ahí, no dejó de abrirse.

Unos meses después de que Amber engordara 90 kilos, su obsesión con Jesús se desató. Durante un brote especialmente malo, después de haber dejado los medicamentos en 2003, me llamó y me gritó frenéticamente, "Soy el Cordero de Dios y me van a crucificar".

Yo iba conduciendo por Laurel Canyon de noche. Me sentí alarmada por la angustia de su voz y traté sin éxito de disuadirla de su fantasía. "Amber, nadie te va a crucificar. ¡Está todo en tu cabeza!".

"Estás mintiendo", dijo. Y colgó.

Esto desembocó en un internamiento de varios meses en un hospital psiquiátrico destartalado. Era un lugar donde los internos tenían muy poco que hacer, excepto pasear por la diminuta zona exterior, del tamaño de una sala de estar. Cuando le llevé un osito de peluche para animarla pensó que era la Bestia del Libro de las Revelaciones y se negó a aceptarlo.

"Es malvado", dijo. "Es el diablo".

Me lo llevé conmigo de vuelta a casa, totalmente desanimada. Mi estoica negación se había convertido en aplastante tristeza por una hermana con la que no había conseguido conectar, una hermana que ahora parecía estar alejándose sin remedio.

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Mi estoica negación se había convertido en aplastante tristeza por una hermana con la que no había conseguido conectar

La mayor parte del tiempo Amber vivía con mi madre. Yo di otro paso atrás. No sabía cómo lidiar con ella ni con nuestra fragmentada y tensa relación, así que me volví pasiva. Solo la veía en los encuentros familiares: cumpleaños, Navidades, Semana Santa, el Día de la Madre o el Día del Padre. De vez en cuando me acercaba y la sacaba a comer, al cine o a una cafetería y me marchaba después destrozada. Seguía habiendo una parte de mí que se aferraba a la ilusión de que tarde o temprano se le pasaría.

Después también estaban las veces en que me emborrachaba y, en medio del estupor, empezaba a llorar hasta hiperventilar. A veces daba un puñetazo a la ventanilla del coche o hacía volar botellas de cerveza por mi apartamento. Chocaban contra la pared y se hacían pedazos. Por el motivo que fuera, aquello me hacía sentir mejor. Necesitaba liberar mi rabia contra lo que pensaba que era una brutal injusticia.

He tenido 20 años para procesar la enfermedad de Amber y hoy parece mucho menos apocalíptica de lo que me parecía hace incluso cinco años. Llegados a este punto he aceptado que no va a desaparecer y he cambiado mi perspectiva para centrarme en las cosas positivas.

Está a salvo. No está en la calle, ni lo quiere estar. En lugar de ello, vive en una confortable residencia del Norte de Hollywood porque mi madre se hace mayor y no puede cuidar de ella. Se toma su medicación, lo que mantiene a raya las fantasías y la paranoia la mayor parte del tiempo. Tiene una familia que la quiere. A pesar del aumento de peso e incluso de la subsiguiente diabetes de tipo 2, está razonablemente sana. Aunque es cierto que nuestro país podría hacer mucho más y ofrecer atención sanitaria mental financiada por el gobierno, sigue estando mucho mejor aquí, en suelo norteamericano, de lo que estaría en una nación en vías de desarrollo que carezca de subsidios por discapacidad o de seguridad social. Y tiene ambiciones: ha tomado clases de dibujo y contabilidad en la universidad popular. Incluso se ha licenciado en teología por el King's College.

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Hace tan solo unos días, saqué a Amber por su trigésimo octavo cumpleaños. Quería ir a comer uno de esos burritos que pesan medio kilo, llenos de pollo, arroz, frijoles y montones de queso.

Entre bocado y bocado, me dijo que había organizado un estudio de la Biblia en su residencia. "La gente viene", dijo alegremente, abriendo mucho sus enormes ojos marrones. "Tom viene. Susan viene. Y esa mujer tan agradable, Diane, también viene".

Después de comer nos sentamos en su cama extra larga de la pequeña habitación que comparte con una mujer mayor en la residencia y seguimos hablando. Sobre su cama colgaban dos cruces que yo le he regalado, una hecha de mosaicos rojos, amarillos y plateados que compré en Barcelona y otra cubierta de cuentas aztecas multicolores que le traje de México.

"¿Puedo leerte la Biblia?", me preguntó tan pronto como nos sentamos.

"Claro", dije. Aunque no soy cristiana, sé que le encanta leer los evangelios a la gente, es una de sus cosas favoritas.

Sacó de una mesilla de madera un pequeño ejemplar de la Nueva Versión Internacional encuadernada en cuero azul y bajó la cabeza hacia el libro con reverencia, con el cabello castaño cayéndole sobre los ojos. Unas cuantas arrugas nuevas se habían formado en su piel clara, recordándome que las dos nos hacemos mayores y que es importante pasar tanto tiempo con ella como me sea posible. Se sujetó el pelo detrás de las orejas y empezó a leer un fragmento de las Bienaventuranzas del Libro de Mateo: "Bienaventurados sean los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos. Bienaventurados sean quienes sufren, porque serán reconfortados".

Conforme empezó a leer todo su ser se calmó. Su voz se hizo más constante y confiada. Yo le escuché. A pesar de que no soy creyente, la tranquilidad de su tono y las palabras que leía me conmovieron.

"Bienaventurados sean los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados sean los hambrientos y sedientos de justicia, porque serán satisfechos. Bienaventurados sean los piadosos, porque se les mostrará piedad. Bienaventurados sean los puros de corazón, porque ellos verán a Dios".

En aquel momento parecía estar tan bien, tan centrada, como si no tuviera ninguna enfermedad mental. Cuanto más leía más la escuchaba yo, conectando con sus palabras, conectando con ella, preparada y dispuesta a aceptarla y amarla exactamente tal como es.